Pablo Bofill y Luna Paiva: un encuentro entre la arquitectura, la escultura y el sentido común de Ricardo Bofill
Esta es la historia del empresario español y la escultora francoargentina, que encontraron en la vida del otro un pasado y un futuro. Hoy se unen y desunen para levantar esculturas y edificios o para hacerlos convivir
Mismos años: 43. Mismo colegio en París. Distinta abuela, aunque igualmente judía. Misma fe —o ausencia de ella—: ateísmo. Mismo lugar de vacaciones: el Empordà. “Lo teníamos casi todo en común y no sabíamos que existíamos”. Así comienza la escultora francoargentina Luna Paiva el relato de un encuentro que cambiaría su vida, la de su marido, Pablo Bofill, y la escala de su escultura.
Como el hijo pequeño del ...
Mismos años: 43. Mismo colegio en París. Distinta abuela, aunque igualmente judía. Misma fe —o ausencia de ella—: ateísmo. Mismo lugar de vacaciones: el Empordà. “Lo teníamos casi todo en común y no sabíamos que existíamos”. Así comienza la escultora francoargentina Luna Paiva el relato de un encuentro que cambiaría su vida, la de su marido, Pablo Bofill, y la escala de su escultura.
Como el hijo pequeño del arquitecto español más internacional de todos los tiempos, Ricardo Bofill, Paiva nació en París. Su padre lo había hecho en Francia porque su abuelo, paraguayo, luchaba en la Resistencia. Cuenta que Rolando Paiva murió “gastado física y emocionalmente”. “En parte porque me crie sin clase: en París vivíamos en una carbonería con un único radiador y dormíamos todos alrededor de él”. Cuando regresó la democracia a Argentina, su madre, Teresa de Anchorena, se divorció. En Buenos Aires fue directora nacional de Artes Visuales y ministra de Cultura.
Luna regresó a París para estudiar Historia del Arte en la Sorbona. Hoy tiene un taller de escultura en el Poble Nou barcelonés. Expone en la galería Revolver de Buenos Aires y la Studio 27 de Nueva York. Mantiene la casa que heredó de su padre en Madremanya y colabora en el nuevo Taller de Arquitectura “como uno más porque ese es el espíritu, aquí el conjunto está por encima de las partes”.
Los viajes de ida y vuelta también recorren la vida de Pablo Bofill, que estudió en Barcelona tras crecer en París. Se le nota un ligerísimo acento francés. Mucho más ligero que la huella que dejó en él vivir en el edificio donde estaba la sede parisiense del Taller. “No había distinción entre gente y familia. Comíamos y cenábamos allí. Algunos se quedaban a dormir. Esto no es una empresa. Aquí los sentimientos están por encima de las cifras”. La visión colectiva era esencial en el origen del Taller. Sigue siéndolo.
Pablo también tiene casa en el Empordà, en Mont-ras. Fue ahí donde se conocieron. “Nos vimos y ya estábamos juntos”, sonríe Luna. “Tenemos el mismo concepto de tribu”.
La tribu la dirigen ahora Pablo y su hermano arquitecto, Ricardo. Monumental y, sin embargo, integrada en el paisaje urbano, la antigua fábrica de cemento sigue siendo un estudio pluridisciplinar y cosmopolita —con más proyectos por el mundo que en España—. Estamos en La Catedral, el corazón del edificio donde el autor de la Muralla Roja unió silos para levantar un pionero en la reconversión de inmuebles industriales, en la renaturalización de la ciudad “lo primero que hizo fue plantar cipreses” y en eliminar la distancia entre lo doméstico y lo laboral. Ese límite sigue siendo, aquí, poco preciso.
Pablo coge una silla aparentemente de enea que pesa. “Es de bronce, una escultura de Luna”. “Me la encargó Ricardo, quería una silla normal”, apunta ella. “Tanto mi hermano como yo llegamos aquí en 2010 porque esto se estaba muriendo. No había visibilidad. No había futuro. Se juntó la crisis económica de 2008 con los 70 años de nuestro padre. El Taller pasó de ser un gran despacho internacional a convertirse en uno nacional. Había poco debate, poca reflexión, poca creatividad, y nos abocábamos hacia una época oscura. Ahí decidimos sobrevivir los tres juntos. Entendimos que la prioridad era estar juntos. Ese es el legado de mi padre. Y estar juntos es discutir: no estar de acuerdo y después estarlo”.
“Después de desayunar, mi padre bajaba a hablar con nosotros. Era lo único importante. Nos decía que habíamos tenido la mala suerte de nacer en una época sin crisis. Que formábamos parte de una generación que no había entendido lo que era la dureza de la vida. Creía que su papel era prepararnos para afrontar el mundo. Era una forma de provocación. Tras su muerte, me he convertido en el hijo obediente. La rebeldía ya no tiene sentido. Tengo ganas de hacer las cosas que me aconsejaba”. Cuando Pablo llegó eran 50. Hoy son 220. Los últimos días de su vida, Ricardo Bofill conoció el renacimiento de su estudio a manos de sus hijos.
“Nos contagió el ansia de existir a través de lo que haces. A escapar de la mediocridad, la falta de esfuerzo, la complacencia y la nostalgia. Decía que la satisfacción podía durar el tiempo de un orgasmo. No más”. Pablo tenía 25 años cuando se fue a vivir a África. Gestionó la construcción de 5.000 viviendas financiadas por el Banco Mundial en Senegal, Argel y Túnez. Nada tenían que ver con el Taller. Hoy, en Marruecos construyen en Rabat y Benguerir los campus de la Universidad Mohamed VI, “un cambio de paradigma porque recupera la excelencia académica que salió de África para formar, allí, alumnos”.
Como Luna, la madre de Pablo, Annabelle d’Huart, también era artista. Y también se implicó en el Taller: ideó el mobiliario, las cerámicas y los colores de las viviendas. Todo se sigue mezclando aquí. Los que mezclan son otros. “Mi padre insistía para que estuviéramos unidos. Llegó a trabajar con mi abuelo y mi tía”. Por eso en 2010 comprendieron que “necesitaba a sus hijos”.
Doce años después, el 14 de enero de 2022 Bofill murió. “Tuvimos la suerte de que vio la introducción al cambio”. Ganaron un concurso para idear el Royal Art Complex de Riad. Es la mayor obra que se está construyendo en la capital saudí. También la mayor que ha hecho el estudio. Luna se está encargando del mobiliario.
“Históricamente, la escultura formaba parte de la arquitectura. Esa idea de formar parte es la que defiende el Taller”, explica Paiva. Pablo lo define como “una forma de encontrarse”. En Valencia, junto a la Torre Ikon, hay un tótem dibujado por Paiva. “Me interesa la manera de hacerte cargo de tu vida de una forma que te interese”, dice Pablo. Parece su padre hablando.
“El taller es un lugar que muda constantemente. Lo que rige es el no respeto por las intervenciones que hayamos ido haciendo. Sumamos capas o destruimos las anteriores. Puede ser evolucionario o revolucionario. Los cambios dependen de la capacidad que tengamos de generar proyectos e ideas. Si hay crisis, aparecen más lugares para dormir. Si generamos proyectos, la zona de trabajo se amplía. Este es un lugar abierto, sin fronteras”, dice Pablo Bofill. “Aquí está prohibido vivir sin trabajar. Solo tiene sentido si le aportas algo al equipo y él aporta algo a tu vida. Aunque se da el disfrute, no es un sitio burgués. Es un lugar de cambio y esfuerzo. Y eso sí que creo que es de las pocas reglas que hay que mantener”.