Haití, cuando colapsa un Estado
Es un país sin nadie al volante. Después de décadas de dictaduras y desastres naturales, su capital está gobernada por bandas criminales. Cada día se producen 18 actos de extrema violencia. Esta es la crónica de una semana en un infierno del que todos quieren huir
Algunas mañanas, cuando abandona su casa rumbo al trabajo, Lude debe evitar la calle y atravesar las propiedades de sus vecinos trepando los muros que las separan hasta lograr salir de Clercine, su barrio. Una vez que lo consigue, después de varios saltos, puede por fin caminar y tomar el tap-tap, una suerte de minibús que la llevará a su oficina. Lude, nombre ficticio de esta joven de 30 años, permite que sus vecinos hagan lo mismo en su casa. Es como un acuerdo solidario. Algunas mañanas en Clercine, hombres y mujeres con camisas, corbatas y faldas saltan muros para salir de su propio...
Algunas mañanas, cuando abandona su casa rumbo al trabajo, Lude debe evitar la calle y atravesar las propiedades de sus vecinos trepando los muros que las separan hasta lograr salir de Clercine, su barrio. Una vez que lo consigue, después de varios saltos, puede por fin caminar y tomar el tap-tap, una suerte de minibús que la llevará a su oficina. Lude, nombre ficticio de esta joven de 30 años, permite que sus vecinos hagan lo mismo en su casa. Es como un acuerdo solidario. Algunas mañanas en Clercine, hombres y mujeres con camisas, corbatas y faldas saltan muros para salir de su propio barrio. El motivo es azaroso y cruel, también representativo de la realidad de Puerto Príncipe, la capital de Haití: el barrio de Clercine se halla en el frente de batalla, en la frontera entre dos bandas que aspiran a controlar el área. Chyen Mechan (que se podría traducir del creole —idioma oficial del país— como perros locos) y 400 Mawozo son las dos gangas (pandillas callejeras) que se disputan el territorio. A veces se lían a tiros, con fusiles y pistolas. A veces patrullan en busca de dinero. Es en estas ocasiones cuando Lude y sus vecinos trepan muros y evitan problemas.
Lude vivía en otro barrio cercano, en La Croix-des-Bouquets. Una mañana de 2019 caminaba con su tío cuando dos miembros de una banda se acercaron a ellos. Les robaron todo y, una vez que habían logrado su objetivo, levantaron la pistola y dispararon en la cara al tío de Lude. “Por placer”, dice. La madre escuchó los disparos desde casa. Tras aquel asesinato, Lude y su familia se mudaron a Clercine. Meses después, empezó el enfrentamiento entre los dos grupos. En concreto, la noche del 23 de abril de 2022, cuando cientos de vecinos fueron asesinados indiscriminadamente. “Una masacre”, resume Lude.
“Si me dicen hace unos años que tendría que hacer algo como esto, no me lo hubiera creído”, cuenta Lude sentada en el banco de una iglesia. Ella ha elegido el lugar, alejado de la vigilancia de las bandas. Para llegar hasta aquí hemos tenido que ir a buscarla a Clercine. Mientras lo hacemos, nos llama: “No vengáis. Esperadme dos calles más abajo. Los bandidos han montado un puesto de control”. Así que frenamos, Lude aparece y nos cuenta que la vida en Puerto Príncipe es imposible. “No es vida”, susurra. “Las bandas han tomado el control, no tenemos policía ni gobernantes. Hay violencia, secuestros, disparos… Yo no hago otra cosa que no sea estar en casa o trabajar. En este país no hay futuro”.
—Echo de menos poder ir por la calle, poder salir, caminar tranquila. Echo de menos no tener miedo —dice Lude antes de despedirse.
—Si pudieras, ¿te irías del país?
—Mañana. Perdón, hoy. Me iría hoy mismo.
En Puerto Príncipe hay una guerra. Con sus frentes, sus grupos armados, sus civiles desplazados. Con sus mujeres y niñas violadas y con sus vecinos muertos por miles. La única diferencia es que esta guerra no ha sido declarada. No al menos de forma oficial. Y eso tiene unas desventajas enormes. La principal es que nadie está ayudando a los haitianos mientras su país se desangra.
La raíz del problema está en la ausencia casi total del Estado. El derrumbe comenzó en 2010 y lo hizo de la forma más simbólica posible: un terremoto devastador dejó Puerto Príncipe en ruinas y más de 300.000 muertos. Fue la macabra puntilla de lo que ya era una deriva heredada de los años sesenta, cuando François Duvalier se erigió dictador vitalicio al que sucedió 20 años después su hijo. Entre ambos pusieron en marcha un régimen de terror que, según Naciones Unidas, dejó 50.000 muertos en el país. Su policía secreta, conocida como Tonton Macoute, siguió asesinando en los años posteriores al régimen, en forma de grupos paramilitares. Pese a la llegada de la democracia, la inestabilidad y la corrupción se enquistaron.
En agosto de 2021, otro temblor volvió a castigar el país justo un mes después de que Jovenel Moïse, presidente del Gobierno, fuera asesinado por mercenarios colombianos en su casa. Un ataque donde se mezclan intrigas políticas, intereses empresariales y asuntos que comienzan en Haití y terminan en Washington. Desde ese día y hasta hoy Haití está descabezado: no hay un solo miembro electo ni en el Parlamento (cuyo edificio ni siquiera existe, abandonado y derrumbado tras el terremoto) ni en el Senado. Al frente solo aparece Ariel Henry en las funciones de primer ministro rodeado de una reducidísima camarilla y con la mayoría de la población en contra. En Haití no hay nadie al volante.
No hay servicios de limpieza, no hay suficiente policía, no hay apenas sanidad pública. Casi la mitad de su población está en situación de hambre aguda, según el último informe del Programa Mundial de Alimentos. No hay juicios: el 85% de los presos no ha pasado por unos tribunales que están bloqueados. Por no haber, no hay ni luz. El país vive de generadores que obtiene de una empresa privada cuyo dueño pertenece a una de las familias de la élite haitiana. Haití ha colapsado, pero negocio siempre se puede hacer.
Cuando uno llega al aeropuerto de Puerto Príncipe, queda sobre aviso de la situación: solo un avión en toda la terminal, pasillos vacíos y oscuros, un funcionario de aduanas desganado que sella el pasaporte en silencio y la incertidumbre de la anarquía que comienza donde termina el aeropuerto.
Yuri Mevs, empresaria y parte de la oligarquía haitiana, vive desde las alturas esta situación. Literalmente. La geografía también es metafórica en Puerto Príncipe. Arriba, en las montañas de Pétion-Ville (el distrito donde se encuentra el barrio más acomodado de la capital), mansiones de tres plantas y piscina se yerguen sobre barriadas de chabolas, mostrando un contraste gráfico. Unas 20 familias conforman la élite de Haití, casi todas ellas de origen europeo y árabe. Controlan las principales empresas y teledirigen partidos políticos. Los fines de semana los pasan en sus segundas residencias de Miami o Nueva York, donde sus hijos suelen estudiar. Un ejército de empresas de seguridad privada patrulla esta zona y mantiene a distancia la realidad.
Mevs está al frente de Shodecosa, el parque industrial más grande del país, ubicado en Cité Soleil, el distrito más pobre de Puerto Príncipe. “No quiero, pero si las cosas no mejoran, no me quedará otra opción que vender lo que tengo e irme. Y mis hijas también. La situación aquí se acerca a lo insostenible”.
A los pies de las montañas de Pétion-Ville la ciudad es tortuosa. Hostil. Si no llueve, una capa de polvo blanco forma, bajo el sol enorme, una suerte de filtro fotográfico que convierte las calles en un paisaje borroso y confuso, como las imágenes de un sueño. Si llueve, la ciudad es un lodazal donde la basura y el barro se funden. Las calles están repletas de socavones donde se forman piscinas, hay montañas de desperdicios por todas partes, cabras y cerdos que comen en ellas mientras un hombre en camisa se dirige a algún sitio. Coches destartalados, motos ruidosas, mercados callejeros irrespirables, edificios derruidos, semáforos rotos (ni uno solo funciona en la ciudad), agua verde estancada a la entrada de un supermercado… Nadie limpia, nadie regula el tráfico, nadie repara los desperfectos, nadie revisa los que están por venir. Nadie cuida de Puerto Príncipe.
“El Estado está ausente”, sintetiza Milo Milford, de 36 años, periodista haitiano. Nos recibe en una pequeña y humildísima oficina donde colabora para varios medios de comunicación. Pertenece a una clase media prácticamente extinguida en el país. “Se han ido casi todos. La diáspora haitiana es inmensa. Los que nos quedamos lo hacemos por militancia. Tanto es así que, si mañana la diáspora dejase de enviar dinero, Haití quebraría en 24 horas”.
Un diagnóstico que comparte Maryse Pénette-Kedar, presidenta de la Fundación Progreso y Desarrollo. Ella es uno de los motores culturales de la ciudad y el salón de su casa está abierto para tertulias, charlas y debates. “Los más necesarios se han ido”, dice. “En el país solo quedan los pobres, que no pueden ayudar, y los ricos, que no quieren”.
“La consecuencia de la desaparición del Estado es que las bandas armadas han ocupado su lugar”, retoma Milo. Más del 60% de Puerto Príncipe está controlado por estos grupos, conocidos como gangas. En algunos de estos barrios, como Martissant y Bel Air, muy cerca del centro de la ciudad, la policía no pone un pie desde hace meses. Los vecinos viven bajo el auspicio de la banda. Si tienen un problema, disputa o necesidad, acuden a ellos, que cobran impuestos a los negocios y adjudican permisos para edificar o reparar casas. Son un protoestado.
Otros barrios no están estrictamente controlados por bandas y sí hay presencia policial. Pero eso no significa que estén libres de incidentes, con pandillas que salen por la noche a patrullar y atacan a cualquiera que se crucen. Se estima que solo en Puerto Príncipe hay unas 160 gangas. Apenas hay zonas libres de violencia. Según un informe del Alto Comisionado para los Derechos Humanos de Naciones Unidas, entre enero y marzo de 2023 se produjeron en Puerto Príncipe 1.634 ataques violentos, incluidos asesinatos y violaciones. Más de 18 episodios de violencia extrema al día. Una vez que el sol baja, entra en vigor un toque de queda no verbalizado que todo el mundo respeta. Salir de casa por la noche no tiene sentido en Puerto Príncipe.
Las dos gangas más poderosas son la G-PEP y la G9 an Fanmi. Esta última es una alianza de varias bandas comandada por Jimmy Chérizier, alias Barbecue, un personaje muy conocido en Haití que da ruedas de prensa, amasa millones de dólares y llegó a bloquear el puerto de la ciudad impidiendo la entrada de mercancías y alimentos. Barbecue es visto por muchos como el futuro alcalde de la ciudad y, en público, llama a distinguir entre bandas criminales y grupos armados movidos por la ideología. Estos segundos son cuerpos bien organizados, fuertemente armados y con discurso político. Barbecue, más que el cabecilla de una banda, es un caudillo casi militar.
Para entrar en un barrio controlado por una banda se necesita el permiso de su jefe. En Boston, un barrio del castigadísimo distrito de Cité Soleil, manda Matias, un joven bien vestido que conduce un todoterreno blanco de lunas tintadas sobre calles de tierra y baches y cuya banda forma parte de la G9. Gracias al párroco salesiano del barrio, Matias nos da luz verde para recorrer su territorio. Lo hacemos acompañados de Daniel, su lugarteniente. Boston, como casi toda Cité Soleil, es un barrio de chabolas y casitas humildes donde la basura desperdigada por las calles, en algunas partes, llega hasta la rodilla. Hace dos años que un policía no pone un pie aquí. “Si lo hiciese, lo matarían. Al momento”, explica Daniel con serenidad. De fondo, sintonía de disparos provenientes de Brooklyn, el barrio de al lado controlado por la G-PEP, la banda rival. Tres muros separan ambas áreas. Si alguien siquiera se acerca a la frontera, es muy probable que reciba un disparo.
En Boston encontramos a sor Paësie, una monja francesa que lleva más de 20 años viviendo aquí. Ha alquilado una casa en plena barriada y, gracias a donaciones privadas, se dedica a rescatar a niños de la calle y a acogerlos en hogares y colegios que ella misma ha construido con su misión Famille Kizito. Sor Paësie intenta que el jefe de la G-PEP nos admita en Brooklyn, pero la respuesta es negativa. Si antes has estado en territorio rival, no es factible cruzar la frontera.
Sor Paësie habla con los jefes de las bandas porque allí son el Estado. “Aquí no entran ni las agencias internacionales, ni las ONG, ni siquiera las ambulancias. Cuando hay un cadáver me avisan a mí para que lo lleve fuera del barrio y lo puedan recoger”, explica. Después añade: “Es verdad que de un tiempo a esta parte los queman. No te creas que por salubridad. Lo hacen porque según sus creencias mágicas si no lo quemas pueden vengarse en otra vida. Además de en Dios, todos aquí creen profundamente en el vudú”.
Sor Paësie nos enseña una de las casas de acogida. A la entrada, decenas de mujeres se agolpan esperando para pedir ayuda. “Cada día tengo no menos de 10 peticiones de madres que quieren dejar aquí a sus hijos”. En la casa, sor Paësie nos presenta a una joven sonriente. “Lleva escondida aquí dos años: el jefe de la banda quiere que sea su esposa y la estamos protegiendo”. La última amenaza para la chica se la hizo llegar el jefe a través de la hermana: la violó y le dijo que no se había olvidado de ella. “Algunas familias venden a sus hijas a las gangas para que las mantengan. Es pura supervivencia”, completa sor Paësie.
En Waf Jeremie, otro barrio olvidado al sur de Cité Soleil, Elio, un misionero brasileño de la Misión Belem, nos muestra el hospital que están construyendo. “Esto solo lo puedes hacer si te da permiso Mikanó”, explica. Mikanó es el jefe de la banda que controla Waf Jeremie y que nos ha autorizado a entrar. Es célebre en la ciudad: según explica un periodista local, hace semanas se autoproclamó rey, ordenó construir un castillo en el barrio y fabricar un trono en el que se sienta. Mikanó impuso, además, un derecho de pernada: exige que todas las adolescentes de Waf Jeremie pierdan la virginidad con él. “Puede decirse que este tipo ha violado a todas las niñas del barrio”, dice el periodista.
Le pedimos una entrevista, pero se niega. Después accede, pero a cambio quiere 10.000 dólares. “Estos jefes son millonarios. Conducen coches de alta gama, calzan las mejores zapatillas y graban videoclips. Los chavales se fascinan con ellos”, explica Elio tras comunicar al jefe que declinamos la propuesta.
Joseph Inerrimen tiene 19 años y pertenece a la ganga G-PEP. Está ingresado en un hospital de Médicos Sin Fronteras (MSF) porque hace unos días le dispararon mientras circulaba en moto. Le preguntamos si, cuando se recupere, regresará a su barrio. “¿A dónde quieres que vaya?”. Su expresión es de enfado y asqueo. ¿Desde cuándo pertenece a la banda? “Desde que nací”.
“Aquí no hay ningún tipo de autoridad ni control”, dice Elio. De nuevo, la ausencia del Estado. “La mayoría de los vecinos come una vez al día y es rarísimo encontrarse a una niña de 17 años que no haya sido madre. Mucha gente ni siquiera tiene certificado de nacimiento: oficialmente no existen”.
El simbolismo más explícito del poder de las bandas se halla en el centro de la capital, corazón político y financiero de Haití. Desde hace meses lo controla la G9 y es intransitable. En una visita a sus límites, marcados por la plaza Champ de Mars, vemos las calles cubiertas de basura y vacías de gente, como en una escena de wéstern en la que los presentes huyen cuando llega el forajido. Los vecinos hace meses que se han ido. La paradoja es brutal: aquí están las sedes de los ministerios y el Ayuntamiento. Todos vacíos, es inviable acercarse. Está también la oficina del primer ministro, que ofrece la imagen más simbólica: hace tiempo que el mandatario no puede acudir. El único edificio en funcionamiento es el Banco de la República. La policía lo mantiene accesible para evitar el colapso total de Haití y, para ello, todos los días de lunes a viernes, entre las ocho de la mañana y las cinco de la tarde, los agentes forman un corredor a lo largo de la calle Casernes para permitir a los trabajadores del banco acudir a sus puestos. Haití ha perdido su corazón. Lo controlan las bandas desde hace meses.
El problema —uno de ellos— es que la mayoría de estas gangas están en guerra, por lo que han convertido Puerto Príncipe en un campo de batalla literal. Los tiroteos son constantes. Es rarísimo recorrer la ciudad sin escuchar cada cierto tiempo disparos. Uno llega a acostumbrarse en pocos días. Los vecinos ni se inmutan.
Cuando dos bandas enfrentadas controlan barrios colindantes se generan fronteras problemáticas, como Boston y Brooklyn. En ocasiones, estas fracturas son físicas: numerosos barrios de Puerto Príncipe están separados por muros, barricadas y check-points controlados por miembros de las bandas armados con fusiles. Sin permiso no se puede entrar. Un vecino de un barrio no puede acceder a otro: si lo hiciese sería asesinado, acusado de espía o colaborador. Ese es el día a día de la capital haitiana.
Richemor tiene 18 años y es alumno de un curso de formación profesional perteneciente a la misión salesiana Don Bosco de Haití. La escuela está situada en La Saline, un barrio muy pobre controlado por una banda integrada en la alianza de la G9. El problema es que él vive en otro barrio controlado por la G-PEP, los rivales. Cada día debe atravesar tres fronteras, tres controles de hombres armados, para llegar a la escuela. El trayecto le lleva más de dos horas. “En los puestos de paso me conocen y por eso me dejan seguir. Pero hay muchos días que no puedo porque hay batalla y disparos. Esos días me quedo sin ir a clase”, cuenta en la escuela.
Todos los vecinos de Puerto Príncipe tienen un mapa muy claro en la cabeza. Saben qué barrios son accesibles y cuáles no. En dónde hay policía y en dónde pandilleros. Saben hasta qué calle pueden avanzar, dónde girar, dónde no continuar. Suelen dividir la ciudad en zonas rojas (prohibidas), amarillas (hay bandas, pero también hay presencia policial) y verdes. Un vecino replica: “¿Verdes? Hace años que en Puerto Príncipe no hay zonas verdes”. Memorizar este mapa es una auténtica cuestión de vida o muerte.
El propio Milo, el periodista, cuenta que en no pocas ocasiones le resulta imposible regresar a casa desde la oficina. “Tengo todo preparado aquí en la redacción para poder pasar hasta dos semanas. Ya me ha ocurrido varias veces”, explica enseñando una pequeña cocina y una cama. No es un caso extraordinario. Muchísimos vecinos de la ciudad duermen en sus puestos de trabajo porque el fuego cruzado les impide el camino de vuelta.
Los episodios de violencia de las gangas alcanzan su pico de tensión cuando alguna decide ocupar un barrio. En estas entradas no hacen prisioneros. Los pandilleros consideran a los vecinos potenciales enemigos y asesinan a cuantos pueden. Puerto Príncipe ha vivido masacres propias de una guerra.
El pasado 24 de mayo, Danielle Lamothe, de 54 años, viuda, estaba durmiendo en su casa. En la habitación de al lado se encontraba su hijo, de 18 años. Eran en torno a las dos de madrugada en el barrio de Canape Vert, una zona tranquila al sur de la capital. Como sacado de un guion de terror, de pronto, Danielle escuchó ruidos a lo lejos. Con forma de ola, el murmullo se fue acercando hasta que entró en su cama: motores, disparos, gritos terribles. Danielle se incorporó y, mientras salía de su habitación, un estruendo de cristales estalló en su propio salón. “Mi hijo salió de su cuarto y nos abrazamos mientras golpeaban la puerta para intentar echarla abajo. Como no podían derribarla, dispararon a la cerradura”, cuenta Danielle desde la cama de un hospital de MSF. Una de esas balas impactó en el hombro de Danielle, que muestra su herida. Junto a ella, decenas de hombres, mujeres y niños tumbados en las camas del hospital, todos alcanzados por disparos.
Explica MSF que solo en su hospital atienden a más de 10 heridos por bala cada día. “En mi barrio jamás hubo bandas. Yo pensaba que eso era en otras zonas de la ciudad”. Pero ocurrió: la banda de Ti Makak, Laboule 12, intentó aquella noche tomar el control de Canape Vert y asesinó a cientos de vecinos. Hoy, muchas partes del barrio permanecen vacías. “No pienso volver”, afirma Danielle. Bel Air, Martissant, Delmas 6, Bicentenaire… Decenas de barrios parecen hoy decorados abandonados, fantasmas donde no hace tanto bullía actividad. Zonas sin Estado, sin vecinos. Sin vida.
En realidad, las bandas que controlan estas barriadas olvidadas y las mansiones de las montañas no están tan lejos. Según Milo Milford, algunas de las familias de la oligarquía haitiana financian a las gangas, las proveen de armas y las usan a su antojo para desestabilizar el país. “La seguridad no es algo prioritario para ellos. Antes están las luchas por el poder. Y en esas luchas los brazos armados son las bandas”.
Pero el monstruo ha sido alimentado en exceso y amenaza con devorarlos a todos. “Hace meses que las bandas están fuera de control. Ni las familias más ricas están a salvo”, explica Patrice Dumont, exsenador que nos recibe en su casa. Una lluvia de secuestros salpica Puerto Príncipe desde hace meses. Solo entre enero y marzo de 2023 se produjeron en el país 389 secuestros, según datos del Centro de Análisis e Investigación de Derechos Humanos (CARDH). Casi cinco secuestros al día, en lo que supone una fuente de financiación enorme. Científicos, profesores, periodistas, empresarios o médicos recorren la ciudad a toda velocidad en coches de lunas tintadas y con el mapa mental presente. “El target de los secuestros son, precisamente, la gente que más necesita Haití. Y se están yendo todos”, completa Dumont.
El círculo de la violencia lo cierra, desde finales de mayo, el movimiento Bwa Kale. Se trata de una reacción vecinal organizada en algunos barrios, especialmente aquellos que nunca convivieron con bandas y que hoy se ven amenazados. El movimiento nació en Canape Vert, precisamente la noche que atacaron la casa de Danielle Lamothe. Aquella jornada de violencia acabó con una marabunta de vecinos sacando a los pandilleros de la comisaría donde estaban retenidos para lincharlos y quemarlos. Desde entonces, grupos de vecinos controlan el barrio e instalan puntos de paso con barricadas. Son los llamados vigilantes.
El movimiento de vigilantes se extendió a los barrios cercanos. En el de Pacot nos topamos con uno de estos controles. Un árbol y una camioneta a medio desguazar impiden el paso mientras nos dan el alto a gritos. Un grupo de jóvenes se acercan y nos pasan un detector de metales. Hacen preguntas, pero el sonido de unos disparos distrae su atención. Unas calles más arriba han abatido a lo que ellos consideran un pandillero. Arrastran el cuerpo atado a una moto y lo queman a la entrada de un supermercado. El cadáver permanecerá ahí 24 horas, como aviso, mientras vecinos y coches pasan a su lado con sus quehaceres cotidianos.
Otra vez, la enésima, ausencia del Estado. Vecinos que se autoorganizan para defenderse ante la inoperancia policial. Más violencia en una ciudad que ha llegado a su límite. Puerto Príncipe es tierra sin ley. Y, de momento, a nadie parece importarle. El derrumbe de Haití continúa.