Cuando una sopa de ajo es mejor que el mayor festín
Alardear de qué se come sigue estando vigente, pero reconforta más una sopa de ajo al lado de quien se quiere que el mayor festín con quien no aporta nada
A los 42 años, Rafael de Amat y Cortada había perdido todos los dientes. Y esto, que siempre es un problema importante, lo es más para alguien que apoya en los placeres de la mesa una parte significativa de su entusiasmo. Miembro de la pequeña nobleza barcelonesa de finales del siglo XVIII y principios del XIX, el barón de Maldá es célebre por anticipar algo así como la trivialidad de las redes sociales en un diario en el que, prácticamente hasta su muerte, anotó sucesos, anécdotas y chascarrillos de la vida cotidiana. Lo inició el día que cumplió 23 años, uno antes de que se publicara, en 1770, el decreto que proclamaba que el trabajo no era contrario a la hidalguía. Como buen aristócrata, dedicó su vida al esparcimiento y el buen comer.
El col·legi de la bona vida es el término que empleó junto a su yerno y sobrino, el marqués de Castellbell, para referirse al menjar bé i beure millor —comer bien y beber mejor—. Dejó 60 volúmenes en catalán, testimonio de los gustos de aquella época, en la que esa idea de comer bien venía determinada tanto por la primacía como por la cuantía. En primer lugar, en virtud del gusto que da disfrutar de bocados inalcanzables para el resto y, a continuación, por la satisfacción de saberse por encima de un campesinado que remediaba el hambre con toscas farinetas o gachas. El poder siempre ha exhibido su condición por todos los medios a su alcance, entre ellos cortejando la indigestión y el empacho en un mar de escasez. Entre sopas, caldos, escudellas, carnes de vaca, ternera, cabrito, jamón, butifarras y macarrones; perdices en su jugo, capones, pavos, pavas, pollos de la India asados; higadillos, sesos, y fiambres; liebres, codornices y conejos; langostas, langostinos, calamares en su jugo, bacalao, palometa, lubina y dentón hervidos; y salta a la vista la desmedida cuantía de postres de almendras y pistachos, almíbares, compotas, budines, pasteles, bollos, roscas, ensaimadas, barquillos y turrones que el barón describe, junto a sorbetes de leche, naranja y avellanas, helados, granizados y anisados. Ese apego al dulce se extendía a la cocina salada: ahí están las cazuelas de arroz y pies de cordero o cerdo con lomo, tocineta y butifarra recubiertas con una costra de huevo, azúcar y canela. Y a otras elaboraciones que aún perduran, como las cocas de chicharrones, la volatería rellena de ciruelas pasas, orejones, manzanas y piñones, e incluso dulces, como los polvorones o los roscos de vino.
La sal de la India, como se conoció al azúcar de caña, era una mercancía omnipresente en las mesas acaudaladas, influidas por las modas de las cortes europeas. El lucrativo comercio colonial del azúcar se asentó durante el siglo de la Ilustración a la par que la afición por las bebidas exóticas como el café, el té y el chocolate, del que el barón se confesaba adicto.
Es patente que la buena vida para el aristócrata catalán consistía en el simulacro superficial de los mandatos sociales, la acumulación de bienes, comodidades y privilegios. Aún en el presente, cuando se proyecta la idea de la buena vida sin demasiada profundidad, las apetencias gastronómicas ocupan un capítulo significativo. Alardear de qué y cuánto se engulle sigue estando vigente y se ve incrementado gracias a las redes sociales.
No obstante, la experiencia nos susurra que existen satisfacciones que guían la buena vida hacia la vida buena. En el ámbito privado, extramuros de la esfera social, retirados de la búsqueda de repercusión e influjo de la apariencia, habitan otras formas de gozo que brindan una acumulación productiva de experiencias creativas. El placer de viajar con la boca, vivir la aventura de probar, disfrutar haciendo, cuidarse, experimentar una receta distinta, compartirla, acompañar a otros en el proceso, cobija la sencilla y reconfortante satisfacción del vínculo saludable con la comida y las relaciones. Una buena vida es indisoluble de la felicidad que contienen la curiosidad, la alegría y el bienestar que brillan entre las turbulencias de la cotidianidad. En el presente, la escuela de la buena vida pasa por conservar la vitalidad, los dientes y los amigos. Al fin y al cabo, sabe mejor una sopa de ajo compartida con quien se quiere que el mayor festín del mundo al lado de quien no aporta nada a nuestra vida.
Tarta de zanahoria y caroteno
Los carotenos son los responsables del color naranja que tiene la zanahoria y otras verduras. En el caso de esta receta, llamaremos caroteno a un subproducto que, aunque no sea 100% caroteno, contiene una alta cantidad de estos.
Ingredientes
Para 4 personas
Para el bizcocho
- 150 gramos (g) de zanahoria
- 200 g de harina
- 120 g de azúcar moreno
- 20 g de miel
- 3 huevos
- 100 mililitros de aceite de girasol
- 4 g de levadura en polvo
- 1 g de sal
El caroteno de zanahoria
- 1 kilo de zanahorias
Instrucciones
1. El bizcocho
Pelar y rayar las zanahorias. Incorporar a la zanahoria la harina, el azúcar, la sal y la levadura. Mezclar bien. Por otro lado, mezclar el aceite, la miel y los huevos e incorporar al resto de ingredientes. Colocar la masa en el molde y hornear durante 45 minutos a 150 oC. Dejar que repose y enfríe antes de desmoldar.
2. El caroteno de zanahoria
Pelar las zanahorias y procesarlas en una licuadora para obtener un zumo. Servir el zumo en un cazo y llevar a ebullición; al darle calor al licuado, podremos apreciar cómo la parte solida de este se separa de la parte líquida.
Pasar el jugo por un colador chino con una servilleta y seguidamente recuperar toda la parte sólida que ha quedado atrapada en la servilleta. Eso será lo que llamamos caroteno.
4. Acabado y presentación
Poner sobre el bizcocho el caroteno con cuidado haciendo que este se convierta en el frosting de esta tarta.