El país que sale en la tele

El pasado confinamiento trajo a Santiago Roncagliolo la memoria de otro en Perú cuando era niño. Aquello superó gracias a los programas de la tele que venían de México. Este también, pero trabajando para ellos.

Ilustración que acompaña al relato de verano 'El país que sale en la tele' de Santiago RoncaglioloMónica Loya

Al principio, México era la televisión. Las telenovelas. El Chavo del Ocho. Los niños peruanos hablábamos como Kiko: “¡Cállate, cállate, que me desesperas!”. Y escuchábamos todas las noches a mujeres enamoradas llorando sus penas en chilango.

Durante los años ochenta, en Lima, crecíamos confinados. Allá afuera no había virus, pero sí balas y bombas y apagones. Salir de noche era una temeridad. Alejarte de tu barrio, una expedición a lo desconocido. No existía internet. Por suerte, había tele....

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Al principio, México era la televisión. Las telenovelas. El Chavo del Ocho. Los niños peruanos hablábamos como Kiko: “¡Cállate, cállate, que me desesperas!”. Y escuchábamos todas las noches a mujeres enamoradas llorando sus penas en chilango.

Durante los años ochenta, en Lima, crecíamos confinados. Allá afuera no había virus, pero sí balas y bombas y apagones. Salir de noche era una temeridad. Alejarte de tu barrio, una expedición a lo desconocido. No existía internet. Por suerte, había tele.

Las comedias y culebrones de México acompañaron mi proceso hacia la adultez como ningún amigo. Más que nada, constituían el único referente vital de la programación de la tarde. Cuando mis padres se divorciaron, me consolé con Papá Soltero, imaginando que mi padre era un rockero simpaticón. La primera vez que me enamoré, traté de comportarme como Pancho de Quinceañera. (La segunda vez, como Memo, con resultados igualmente mediocres).

Décadas después, y a miles de kilómetros de distancia, siendo un adulto dedicado a la literatura en España, la pandemia trajo un nuevo confinamiento a mi vida. Y la arrasó. Se suspendieron todos los viajes de promoción de libros, todos los bolos, las ferias, a los que yo dedicaba buena parte del año. También tenía en agenda el estreno de una obra de teatro, que quedó fulminantemente cancelado. De repente, el futuro era un vacío negro extendiéndose ante mí. Pasé abril de 2020 haciendo gimnasia con Just Dance, leyendo y viendo maratones de series. Obligué a los niños a pasear para poder salir legalmente. Volví a fumar. Cada día, al despertar, oía crujir una nueva grieta en mi estabilidad mental.

Y luego empecé a recibir llamadas como esta:

—Oye, estamos haciendo una serie de televisión en México y necesitamos escritores para el equipo.

—¿El tema es muy mexicano?

Pos sí.

—Pero yo no soy mexicano.

—¿Quieres el trabajo o no?

Pos sí.

Lo real

La mitad de mi trabajo con los creadores mexicanos radicaba en decir:

—Esto es imposible.

Primera lección: ahí nada es imposible.

Me ocurrió por primera vez durante uno de los proyectos: un thriller. Mientras barajábamos con el equipo posibles tramas oscuras, sentí que se nos pasaba la mano y di un golpe en la mesa:

—A ver, chicos, a todos nos gusta el suspenso y todo eso. Pero una banda de pederastas con vínculos en las más altas esferas de poder que torturan periodistas para silenciarlos es demasiado. Nadie se lo va a creer.

—¿Cómo no? —saltó uno—. “¡Mi gober precioso!”. Búscalo en Google.

Yo la consideraba inverosímil. Para mis compañeros, de hecho, era una noticia vieja.

Durante otro proyecto, un documental, también le dije al director que no podríamos conseguir testigos de la gran conspiración que quería contar:

—¿Qué loco va a atreverse a decir eso en público? —­me mofaba yo.

En 48 horas, el director tenía a cuatro o cinco voluntarios. Yo me negaba a creerlo:

—¿Pero por qué hablan estos testigos? ¿Qué pueden ganar?

—Sepa la bola, carnal.

En su libro de crónicas Mexicana, el español Manuel Arroyo-Stephens retrata con precisión el asombro del extranjero ante un país más grande que la realidad. Por sus páginas pasan pintores alcoholizados, divas lesbianas y poetas ahogados, personajes extremos, incapaces de conformarse con las estrechas dimensiones de lo normal.

Los guiones en inglés emplean con frecuencia el verbo “produce”. Cuando un personaje saca algo de una cartera, o de un bolsillo, lo “produce”. A veces, ni se escribe de dónde sale la cosa exactamente. De donde le funcione al director de la escena.

En ese sentido, México no supera la realidad: la produce. Tú concibes algo delirante, absurdo, maravilloso o terrible, y ese país se lo saca de la manga, solo para demostrarte que se le ocurrió antes que a ti. Tiene un río navegado por barcos de flores, Xochimilco. Y una exposición con momias de bebés en Guanajuato. Calendarios prehispánicos indescifrables. Platos deliciosos hechos con huevos de hormiga. Equipos de segunda división entrenados por Maradona. Tétricos islotes poblados por muñecas rotas.

Inventa algo, lo que quieras.

Inténtalo.

Mexicano para principiantes

Mi casa en España es un locutorio. Un coworking. Una sala de teleoperadores. Los niños con sus tareas, mi esposa con su trabajo, yo con mis historias. Hablamos todos a la vez con diferentes personas en diferentes países. Si falla internet, será el apocalipsis. El mundo se vendrá abajo.

A veces, mi esposa se me queda mirando y yo saco la cabeza de mis audífonos:

—¿Qué pasa?

—¿En qué idioma estás hablando?

—El nuestro… ¿No?

—Mmhh… no.

Al parecer, me estoy achilangando. No digo tío, sino güey; ya nadie me fastidia, solo me chingan, y cuando alguien dice una tontería, le pido amablemente que no mame.

Pero todavía me falta mucho. En cada proyecto, un miembro del equipo revisa el lenguaje de mis guiones para cazar palabras raras:

—¿Qué es un chándal? —me pregunta.

—Pues un buzo.

—Creo que te refieres a unos pants.

—No creo. ¿Cómo van a llamar pants al chándal?

En el universo del vocabulario mexicano, además, los planetas se salen de sus órbitas, describen parábolas extrañas, colisionan. Hay unos dulces deliciosos que se llaman “alegrías”. “Charola” sirve igual para una bandeja de copas y para la insignia de un policía. El título de “Licenciado” abarca más o menos a cualquier civil que debas tomar en serio. “Teporocho” es un indigente, pero no cualquiera, sino uno drogado o alcoholizado. El término se originó a principios del siglo XX, cuando los pobres consumían macerados alcohólicos eufemísticamente llamados “té por ocho centavos”. A lo largo de un siglo, han cambiado las sustancias, pero se ha guardado un vocablo para designar ese matiz, para trazar una raya más en el tigre de la degradación.

Esas palabras se me van haciendo cotidianas. Debido a las restricciones de movilidad mundiales, mis compañeros de escritura son también mi vida social. En algunos proyectos, las reuniones en Zoom duran cuatro horas y cinco días por semana. No vemos a nadie más tanto tiempo. Durante este periodo, nos conocemos, hablamos de política y vamos celebrando las vacunas de cada uno, como cumpleaños de nuestra sociedad distópica. El lenguaje que usamos constituye, al menos durante parte del día, el mundo en que vivo.

Conforme avanzamos, además, ese mundo se va materializando. Los departamentos de producción nos hacen llegar fotos de castings y locaciones. De repente, todas nuestras conversaciones de creadores empiezan a cobrar vida y forma.

Las imágenes están hechas de cosas que he visto antes: palacios virreinales, edificios destrozados por un terremoto, ciudades mayas, playas del Pacífico… Pero en un principio estaban hechas solo de palabras. Palabras raras y hermosas.

Un mundo que puedas tocar

—Que tenga una muerte lenta —propongo—. Que sufra un rato. Ha sido un cabrón.

—Pfff… No ha sido tan malo. La relación con su padre le hizo daño…

—No me vengas con excusas. Echarle la culpa a tu familia es más cabrón. ¡Muerteeee!

Mi hijo me observa desde la puerta. Está escuchando mi conversación con otro guionista. No sabe si reírse o aterrorizarse.

Un escritor de libros es como un dios judeocristiano: reina solitario sobre sus criaturas, imponiendo sus deseos con inapelable autoridad. Los escritores de series, en cambio, son como un panteón azteca (o vikingo o griego): un enjambre de deseos, filosofías, a veces caprichos, tratando de alcanzar un acuerdo razonable. Al fin y al cabo, están discutiendo sus visiones del mundo: cuándo y por qué amar. Traicionar. Morir.

En los viejos tiempos de la tele, a pesar de todo, reinaba el dios judeocristiano. La clásica telenovela mexicana de mi infancia era protagonizada por una chica buena que mantenía intacta su virginidad durante 120 capítulos. Nadie a su alrededor decía malas palabras. Solo fumaban los malos. Y los conflictos entre ricos y pobres se solucionaban… casándose con el rico.

Hoy, sin embargo, existe ahí un público muy sofisticado. En consecuencia, los guionistas son más ambiciosos creativamente. Incluso políticamente. Mis compañeros tienen un gran sentido de responsabilidad sobre lo que escriben. Entre ellos, hay autores de documentales sobre la violencia o thrillers que denuncian la corrupción del poder. Una tiene especial interés en desmontar los clichés de género y raza que la pantalla ha contribuido a consolidar. De la mano de estos escritores, descubro a otros: el historiador Miguel León-Portilla, cuya Visión de los vencidos reúne las crónicas de la conquista escritas por los derrotados. La activista Yásnaya Aguilar, que denuncia el borrado cultural de los pueblos indígenas. Viajó por el tiempo y el espacio mexicanos a través de las palabras de todos ellos.

Al final del trabajo de los guionistas, durante la preproducción, nos llegan las fotos de los últimos escenarios. Algunas locaciones se han tenido que construir solo para rodar. Luego serán derrumbadas.

Comprendo entonces que aparte de inventar, transformar, quizá desfigurar un país, hemos inventado otro, un pequeño territorio efímero, que volverá a las pantallas, donde fue planeado, pero existirá físicamente por unos días, material y palpable, en un lugar a 10.000 kilómetros de mí.

Mientras escribo estas líneas, espero una vacuna que me permita visitar ese lugar.

Ojalá llegue a tiempo.

Para ver si la vida sigue como la inventamos.

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