La reconquista de los espacios urbanos
Quedan pocas plazas en España donde se haga vida de barrio, con los niños jugando libres y los padres descansando en las terrazas. Pero el confinamiento ha devuelto algunas calles a los vecinos y estos espacios han recobrado parte de su esencia.
El día en que el Atleti ganó la Liga me sentí como los fotógrafos Català-Roca o Ramón Masats. Frente a mí, como posando sin querer, un friso de caras encandiladas con la luz de una pantalla gigante. Había niños de comunión y vestidos de asistentes a comunión, repeinados y con corbata, dando a la imagen un tono años cincuenta que rozaba el blanco y negro, tirando a sep...
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El día en que el Atleti ganó la Liga me sentí como los fotógrafos Català-Roca o Ramón Masats. Frente a mí, como posando sin querer, un friso de caras encandiladas con la luz de una pantalla gigante. Había niños de comunión y vestidos de asistentes a comunión, repeinados y con corbata, dando a la imagen un tono años cincuenta que rozaba el blanco y negro, tirando a sepia. Yo estaba de espaldas a la pantalla, disfrutando de una caña en una terraza, invisible al gentío que se emocionaba con los goles. No sabía que hubiese tantos colchoneros en Zaragoza, pensaba mientras componía un plano imaginario con una cámara invisible y fantaseaba con exponerlo en algún museo dentro de 50 años, como testimonio costumbrista de una tarde soleada de 2021.
No parecía 2021, y no por los niños de comunión ni la ingenuidad desarrollista de las caras, sino por la algarabía desocupada de tarde eterna en la plaza, de domingos pretéritos y liturgias compartidas entre familias y amigos. Tras el affaire de Ana Iris Simón en La Moncloa escribo esto con miedo: entre el blanco y negro, los repeinados y el fútbol, me van a colocar el sambenito falangista en cuanto avance tres frases más, pero qué le voy a hacer si lo viví y lo gocé así.
Más madera: aunque la plaza de San Francisco de Zaragoza —mi plaza, la de mi barrio, donde pierdo el tiempo— se diseñó antes de la Guerra Civil como parte de un campus universitario moderno de inspiración norteamericana, se construyó en el franquismo y está rodeada y coronada por símbolos nacionalcatólicos, como la estatua del rey Fernando I. Los soportales recuerdan a un claustro. No hay urbanismo rompedor, ni tan siquiera democrático, y hasta la oferta hostelera tira a conservadora, con el repertorio del vermú que se toma tras salir de misa. Todo se conjura para ofrecer, en pleno centro de una ciudad europea que se deshilacha como todas las demás, un oasis de vida urbana tranquila donde los niños pueden correr y hacer el gamberro mientras los padres se medio desentienden de ellos y charlan de sus cosas. No es extraño que la plaza propicie escenas dignas de Ramón Masats, porque se ha quedado congelada en un tiempo indefinido, inmune a las garras del turismo, la gentrificación y las franquicias.
Cuando comparo mi infancia con la de mi hijo me doy cuenta de lo hostil que se ha vuelto la ciudad para los niños. A los ocho años yo gozaba de una autonomía inimaginable para él, y eso que la España de hoy es varias veces más segura, tranquila y próspera que la que me tocó a mí a su edad, cuando los yonquis acampaban en plazas como esa. Y sin embargo era aquel un país menos inhóspito porque la gente aún no se había mudado a las urbanizaciones con piscina, como explica Jorge Dioni López en su estupendo ensayo La España de las piscinas (Arpa Editores). La ciudad era una comunidad no del todo mercantilizada, donde los tenderos eran dueños de sus negocios y vivían en el piso de arriba. Los columpios eran mucho peores, incluso asesinos para los estándares esponjosos y ergonómicos de hoy: estaban oxidados, tenían puntas metálicas que contagiaban el tétanos y parecían más propios del patio de una cárcel que de un colegio, pero se usaban con una despreocupación inaudita para un padre helicóptero de hoy.
Y no, no idealizo ni suspiro arrobado por aquellos días azules, tan solo me maravillo de cómo florece un espacio amable, lleno (pero lleno a reventar) de niños, donde es posible una vida de barrio refinada y jolgoriosa, que no se postra ante los turistas ni las tiendas clónicas.
En las últimas semanas he paseado por una Córdoba desierta y una Málaga amable que empezaba a recibir a los primeros ingleses, y he podido asomarme a mundos parecidos al de mi plaza, insólitos en esas ciudades tan fatigadas por las sandalias de los guiris (la mía, por suerte o por desgracia, nunca ha despertado mucho interés turístico). Se ha escrito mucho del silencio de las calles sin coches y del trino de los pájaros durante el confinamiento duro de 2020, pero no tanto —quizá por no entristecer más a los dueños de los hoteles— de la quietud de unas calles recuperadas por los lugareños. Me parecía que algunos vecinos deambulaban alucinados, un poco sonámbulos. Hacía tanto tiempo que el centro y los monumentos les eran extraños que los miraban como por primera vez.
Qué poquitas plazas de San Francisco quedan en España. Qué poquitas grietas quedan en el corazón de las ciudades para que respiren juntos los adultos y los niños sin que haga falta una verja ni suene el hilo musical de un centro comercial. Por eso parecemos personajes de Masats, atrapados en una dimensión paralela que casi nadie ve.