Sue Stuart-Smith, un diván en el bosque
El trabajo con plantas relaja y mejora la salud mental. En su exitosa obra ‘La mente bien ajardinada’, la psiquiatra inglesa defiende las bondades de participar en el ciclo de la vida a través de la jardinería. Ella y su marido, un reconocido diseñador de paisajes, nos reciben en los jardines que han creado.
Un hombre joven, reducido a un saco de huesos de 38 kilos, se presenta ante la puerta de su prometida tres años después de haber participado en la batalla de Galípoli, en 1915. Fanny apenas puede reconocerle, bajo una gabardina raída y con un fez turco que cubre su cabeza, de la que ha perdido hasta el último pelo. Prisionero del Ejército otomano, tres años de campos de trabajo le han reducido a un estado de malnutrición irrecuperable. Los médicos británicos le daban unos meses de vida. El amor a las plantas y la devoción diaria a su pequeño jardín le devolvieron su fortaleza de hombre; le ayu...
Un hombre joven, reducido a un saco de huesos de 38 kilos, se presenta ante la puerta de su prometida tres años después de haber participado en la batalla de Galípoli, en 1915. Fanny apenas puede reconocerle, bajo una gabardina raída y con un fez turco que cubre su cabeza, de la que ha perdido hasta el último pelo. Prisionero del Ejército otomano, tres años de campos de trabajo le han reducido a un estado de malnutrición irrecuperable. Los médicos británicos le daban unos meses de vida. El amor a las plantas y la devoción diaria a su pequeño jardín le devolvieron su fortaleza de hombre; le ayudaron a enclaustrar en un rincón de su mente un pasado trágico y tirar la llave. Ted May llegó a vivir más de 70 años. “Dedicó gran parte de su tiempo de ocio a cultivar su extenso jardín y adquirió cierta fama en la región por algunas orquídeas de rareza única”, contó en su obituario el periódico local.
Ted May era el abuelo de la psiquiatra y psicoterapeuta inglesa Sue Stuart-Smith, quien con su libro La mente bien ajardinada (editorial Debate) ha triunfado en todo el mundo y que ahora ha llegado a España. Acababa de sobrevenir la pandemia del coronavirus, y la belleza de un mensaje que invitaba al lector a ensuciarse de tierra las manos, participar directamente en el ciclo de la vida y experimentar cómo el tiempo se expande y el alma se relaja al rodearse de flores y plantas llegó justo en el momento que más lo necesitaban miles de personas. “Durante la pandemia, el mundo exterior estaba en completo desorden. Todo había cambiado, estábamos rodeados de miedos y escasos de esperanza. La actividad había sido cancelada y sin embargo la naturaleza seguía adelante con sus propias tareas. En su mayor parte estaba sana y vibrante. La pasada primavera, en esta región, fue sencillamente maravillosa, y eso ofreció consuelo a muchos”, cuenta Sue mientras sorbe una taza de té que envuelve con sus dos manos para calentarse, en una mañana soleada pero gélida. La historia de su abuelo es el caso clínico que le ayuda a introducir la idea de lo terapéutico que puede ser tener una “mente bien ajardinada”. Y su impacto funciona para enfocar desde un principio el propósito del libro, pero no era necesaria. Porque, en realidad, son la vida, la historia, la familia, el hogar de la psiquiatra… la demostración palpable de sus convicciones íntimas.
Hace ya más de 35 años que Sue y su esposo, Tom Stuart-Smith, un cotizado diseñador de jardines y paisajes, decidieron construir su futuro en The Barn (El Granero), una hermosa edificación agrícola del siglo XVII de vigas y travesaños de roble, piedra caliza y tejas planas de barro devoradas por el musgo. El condado de Hertfordshire está a 35 kilómetros al norte de Londres. No es la campiña más bella de Inglaterra, ni mucho menos. Rodeado de campos de cereal y cercano a dos grandes autovías, el viento que azota a menudo el terreno y el ruido del tráfico —intenso algunos días, inexistente cuando la niebla lo apaga— podrían haber desmoralizado a alguien menos soñador.
Pero Tom, alto y espigado como un inglés salido de una serie de la BBC, vio en el establo medio en ruinas que le regalaron a la pareja los padres de él el paisaje de su infancia. Los campos que había ayudado a sembrar o el bosque cercano donde acudía a recoger leña o a cazar ardillas. Con el pelo revuelto, sus botas de goma y un menudo y nervioso perro jack terrier que no se despega de él ni un minuto, arranca hierbas, replanta flores y revolotea en la conversación con ganas de intervenir, mientras Sue muestra uno a uno los diversos apartados del paraíso que ambos han construido en más de tres décadas de matrimonio.
“La vida es un proceso, y en ese sentido es importante estar conectado con algo que siempre está cambiando y creciendo. Me preocupa ese sentido tan lineal de la existencia que tenemos en el siglo XXI. Dominados por el trabajo, con objetivos y fechas límite de entrega. Todo bajo el reclamo de una gratificación inmediata”, explica ella. “La jardinería es un antídoto frente a todo eso, porque el tiempo es cíclico. La recompensa llega siempre después de una espera. Y también hay decepciones. Pero tiene una enorme virtud: siempre te ofrece otra oportunidad. La posibilidad de un nuevo intento. Si algo no ha salido como estaba previsto, lo puedes volver a intentar al año siguiente”.
Sue, Tom, la familia y los operarios de los cercanos pueblos de Watford y Saint Albans tardaron más de un año en comenzar a hacer habitables unas ruinas tan prometedoras como desmoralizantes. Y al mismo tiempo que se reforzaban vigas o aislaban paredes, el recién licenciado en Zoología por la Universidad de Cambridge y en Diseño de Paisajes por la de Mánchester comenzaba a experimentar a la vez con las proyecciones florales que acumulaba en su cabeza.
El Jardín del Patio, pegado a los cristales correderos que dan a la cocina de la vivienda, es la antesala de todo lo que vendrá después. Un breve interludio entre la calidez interior y la naturaleza salvaje, los versallescos setos y el productivo huerto que se apoderan del complejo agrícola. “Todo jardín es un espacio transicional, en el que sientes la seguridad del hogar, pero dejas atrás las tareas domésticas. Es un lugar en el medio. Estás en contacto con la realidad, pero en tu mente comienzan a entrar todo tipo de ensoñaciones”, precisa Sue, para advertir de que ha llegado el momento de cruzar al otro lado del espejo. En el centro, una pila rectangular de paneles de hierro oxidado, repleta de agua hasta el borde, refleja los tulipanes y euforbios que la rodean y las ramas aún desnudas de los robles esparcidos por la finca. Durante años, los paneles yacieron amontonados en un almacén. Formaba parte del proyecto que Tom había diseñado para el diario Daily Telegraph, que como toda institución británica que se precie debía tener su propio despliegue en el Festival Floral de Chelsea, momento clave en la vida londinense.
No sabía qué hacer con ellos, hasta que un arranque de inspiración los convirtió en lo que estaban destinados a ser desde su fundición. “De la escuela holandesa, sin duda los mejores paisajistas del mundo, aprendí la revolución que ha cambiado todo en las últimas décadas”, cuenta apasionadamente el paisajista mientras ofrece café, té y galletas a los visitantes. “Los jardines ingleses tradicionales, o los franceses, eran una proyección del orden interior de la vivienda, simétricos y equilibrados. Hasta que descubrimos otro tipo de belleza que consistía en dejar que la naturaleza autóctona que nos rodeaba conquistara poco a poco la edificación hasta convertirla en parte del paisaje”. Un salvajismo meticulosamente planeado en el que todo crece libremente, pero nada crece por casualidad. Durante la década de los noventa, los inversores y banqueros que amasaron fortunas en la City de Londres aspiraban necesariamente a ser verdaderos caballeros ingleses y tener su casa de campo. Acostumbrados a decidir con rapidez y con dinero a su disposición, contrataban a Tom para que les diseñara un paisaje sin dar demasiadas indicaciones. “Esto te va a costar un millón de libras… ¡y me decían que adelante!”, recuerda entre risas. No para de viajar por todo el mundo. Tiene clientes también en España, especialmente en Mallorca. Y ayudó a embellecer las bodegas de una conocida firma del Priorat.
Pidió la retribución en especie, en forma de botellas de vino. Pero se trataba de un caldo demasiado codiciado, y el empresario prefirió pagar en dinero. Cuando vuelve a The Barn, se dedica en cuerpo y alma a su proyecto personal, que le sirve para experimentar nuevas ideas y locuras. Si desde pequeño ya sabía Tom cuál era su destino, Sue dejó que la inercia de una vida campestre, en la que se zambulló de lleno después de una infancia urbanita y un periodo universitario en Cambridge más volcado en la literatura que en las plantas, le fuera atrapando sin darse cuenta. Hasta que comprendió que había un vínculo que merecía ser explicado entre las largas horas de trabajo con la salud mental de sus pacientes en un hospital londinense y la paz que ella había encontrado en Hertfordshire.
“Cuando visité el Centro Nacional de Rehabilitación Médica del Ministerio de Defensa, en Headley, los soldados tratados allí describían cómo, en el mismo momento en que atravesaban la verja del jardín, su ritmo cardiaco descendía, su estado mental era diferente y tenían la sensación de estar dejando atrás las malas experiencias”, cuenta los resultados de años de indagación y curiosidad que dieron como fruto un libro bálsamo. “Un jardín es siempre un espacio protector, donde puedes dejar atrás otras preocupaciones de tu vida. No se trata de una vía de escape, porque no dejas de estar en contacto con la vida misma. La muerte también existe en un jardín. Simplemente estás en contacto con las distintas realidades que te ofrece la vida”.
Al atravesar el Jardín Oeste, largos pasillos de césped acolchado delimitados por setos de tejo arbitrariamente podados, un banco de madera al que se ha dejado envejecer con una elegancia descuidada invita desde un rincón a guarecerse con un buen libro. Si uno escapa por cualquiera de los huecos abiertos a la izquierda de los setos, se adentra en otro paisaje de cerezos, almendros y flores silvestres de colorido hipnótico. Sue no sabe cómo se llama cada una de las especies, ni falta que le hace. Pero controla hasta la última de las hierbas aromáticas, las acelgas, las espinacas o los espárragos del huerto que hay pegado a la vivienda o del invernadero que da de comer a la familia durante todo el año. “Los jardines y los huertos urbanos, abiertos a los vecinos del barrio, ayudan a que las personas se abran entre ellas. Son auténticos puentes sociales. El contacto con los árboles y con la naturaleza provoca un estímulo de la empatía y de la generosidad. Funciona incluso cuando introduces plantas en espacios de oficinas. Su presencia, nos cuentan los psicólogos, cambia ligeramente nuestra actitud hacia los demás”, ha descubierto en años de colaboración y estudio en centros para menores, prisiones o proyectos de regeneración urbana.
Cuando Sue y Tom llegaron al establo se empeñaron, como buenos ingleses, en tener su jardín de rosas. Sigue llamándose así, The Rose Garden, pero son otras las flores que lo adornan, más perennes y autóctonas. “Las distintas capas que nos rodean son capas del tiempo y reflejan lo que ha sido nuestra vida. Entendimos pronto una realidad inescapable: solo cultivas aquello que tu suelo y tu clima te permiten cultivar”.
A un extremo de The Barn, la pareja ha comenzado a construir un centro educativo, que van pagando de su bolsillo y de pequeñas donaciones, para que hospitales o colegios lleven a pacientes y alumnos a descubrir la naturaleza. Tom ha dividido en decenas de cuadrículas el terreno, para crear una “biblioteca de las plantas”. Arena para que surja la vegetación del desierto, tierra árida para recrear los espacios mediterráneos, humedad esponjosa para las flores inglesas. En el otro extremo, The Meadow (La Pradera) es una suave colina de césped alto y salvaje, salpicado de narcisos amarillos, que borra de un modo casi imperceptible los lindes que separan el refugio de los Stuart-Smith de los cultivos agrícolas que lo rodean. “Aquí pierdes la noción del tiempo, como la pierde un niño cuando está jugando. Entras en un estado mental creativo en el que las horas pasan a ser algo irrelevante y, en ese sentido, se alargan. Aprendes a ser paciente”, se despide Sue con otro puñado de ventajas adquiridas después de años de ajardinar su mente.