La imponente Roma del emperador Adriano: del Panteón a su refugio soñado
Tres de las construcciones más bellas y sólidas de la Antigüedad son su legado: el hipnótico óculo del Panteón, un mausoleo sobre el que se alza el castillo de Sant´Angelo y Villa Adriana, una exquisita ciudad de retiro cerca de Tívoli
Por fuera, el Panteón no da idea de la inmensidad de vacío que encierra. Es su atractivo, incólume por 19 siglos. Atrapa el aire de Roma aligerando con su hueco el peso de la cúpula, un triunfo arquitectónico que aún levanta admiración. No huele a sándalo ni a incienso en la gran campana interior que propició el emperador ...
Por fuera, el Panteón no da idea de la inmensidad de vacío que encierra. Es su atractivo, incólume por 19 siglos. Atrapa el aire de Roma aligerando con su hueco el peso de la cúpula, un triunfo arquitectónico que aún levanta admiración. No huele a sándalo ni a incienso en la gran campana interior que propició el emperador Publio Elio Adriano, quien si no nació en Roma en el año 76, tal vez lo hiciese en Itálica (junto al actual pueblo sevillano de Santiponce).
Lo cierto es que el Panteón supuso una reconstrucción de la obra iniciada en el 118 por el general Marco Vipsanio Agripa. El emperador Adriano lo concluyó en el año 126 dando su sentido de homenaje a “Todos los Dioses”, el significado en griego de Panteón. No debía quedar ni un solo dios suelto, sin su sitio en la gran casa de aire que levantaron los romanos. Tenía que ser, y fue, el mayor templo de Roma, por no decir del orbe.
Adriano se fiaba de sus arquitectos: todo cabría bajo una cúpula de 43,44 metros. Este es un diámetro que aún fascina, superando al de la propia cúpula de San Pedro del Vaticano. Y teniendo ya como alarde que la altura del templo, desde el suelo al cielo, sea la misma que el diámetro de la cúpula. Y encima su óculo sigue abierto. Un ojo que todo lo ve, vigilando la increíble resistencia de los materiales romanos. Empezando por el hormigón armado. No empleaban solo puzolana, la porosa ceniza volcánica, sino cal viva, el secreto por fin desvelado por un estudio en el que ha colaborado el MIT (Instituto de Tecnología de Massachusetts). Esa mezcla no se ha derrumbado en dos milenios, y ha ido reparando con el tiempo sus propias fisuras.
El viajero entra en el Panteón, una y otra vez, y no tiene ojos más que para el óculo. Es verdad que no le han puesto ningún cierre, siendo un ojo a la intemperie de la capital italiana. Sin párpados, abierto día y noche. Hasta el Coliseo tuvo un toldo que se corría para aliviar al público. Los dioses del Panteón se quedaron solo con su omnipotencia. No hay milagro que valga. Si llueve, el Panteón se moja como los demás. Pero al mismo tiempo todo se drena en un suelo que tiene treinta centímetros de sutil desnivel desde el centro hasta los bordes. Mientras toda la estructura se compacta, como si la humedad fuese también responsable de la dureza de ese imbatible cemento romano.
Ya hacia el siglo IV, el Panteón se quedó en carcasa. Llegaron los bárbaros y lo vandalizaron. Luego muchos elementos y adornos de bronce fueron arrancados por orden de Maffeo Barberini, el papa Urbano VIII, y acabaron fundidos para hacer cañones del castillo de Sant´Angelo y para el baldaquino de San Pedro del Vaticano. Por eso los romanos acuñaron: “Lo que no hicieron los bárbaros, lo hicieron los Barberini”.
El Panteón es una basílica, Santa María de los Mártires, y tras la Unidad de Italia acoge la capilla memorial de los reyes italianos. La tumba del pintor Rafael Sanzio, genio del Renacimiento, impresiona por su sencillez en el actual conjunto.
En nuestros días, se ha convertido en un gran foco turístico en el barrio de Trevi. Los restaurantes con terraza casi impiden caminar por calles adyacentes, como la Via dei Pastini. Cualquier día es bueno para admirar el Panteón. Pero mejor si es cuando el solsticio de verano proyecta en el suelo un disco solar del mismo diámetro del óculo.
Un castillo sobre el mausoleo de Adriano
Adriano también fue el responsable de la erección de otros dos templos tan significativos como los de Venus Felix y Roma Aeterna, diosas mayores del Imperio. De ellos apenas quedan unas columnas rotas en la parte oriental del Foro Romano, ya cerca del Coliseo. Pero esa imagen mística de Adriano solapa su belicismo, y su empeño en ampliar las fronteras romanas. Pues no solo las reforzó con un muro, como el que lleva su nombre en el norte de Inglaterra, sino que afianzó los límites romanos hasta el Sáhara, al sur, y Mesopotamia, al este. En el año 132, Adriano aplastó la rebelión de los judíos encabezada por Simón bar Kojiba, y se le acredita la muerte de cientos de miles de hebreos. De ahí la maldición contra él que figura en el Talmud de Jerusalén. Por eso choca en el emperador su querencia por cierto misticismo, como cuando escribía su verso célebre: “Animula, vagula, blandula…” (“Pequeña, delicada, alma vacilante…”).
Ese verso, cual si fuera un epitafio, se reproduce en una placa del castillo de Sant´Angelo, en la rampa que lleva a donde se cree que estuvo el mausoleo de Adriano. El emperador mandó construirlo hacia el año 123 en la orilla derecha del Tíber. Ideó una tumba que estuviese acorde con su grandeza en vida, aunque con el tiempo sobre ella se alzó un castillo varias veces destruido y reconstruido hasta su actual imagen. Allí también fueron enterrados otros emperadores, Cómodo, Caracalla, Antonino Pío, y el propio Marco Aurelio, el autor de unas Meditaciones llenas aún de razón y vigencia.
El castillo de Sant´Angelo tampoco se libró de ser vandalizado por los bárbaros. Después se convirtió en la gran defensa de los papas, incluso durante el Saco de Roma que ordenó el emperador español Carlos V en 1527. Durante siglos sirvió de mazmorra, para herejes y alquimistas de la talla de Cagliostro, y como habitaciones privadas de muchos pontífices. Allí se sentían más seguros que en los palacios vaticanos. Con todo, aún queda el Passetto di Borgo, un pasadizo de 800 metros que comunica el Vaticano con el castillo, y viceversa. En el nivel IV se encuentran los aposentos de los papas. Destaca la stufa o baño caliente de Clemente VII, que allí se refugió durante el Saco de Roma. Ya no queda su bañera con una escultórica Venus que echaba el agua, pero sí los frescos, no censurados, de ninfas, conchas y demás criaturas acuáticas.
Pero el castillo es, sobre todo, para echar a volar los ojos en su terraza, una de las más espectaculares para contemplar hoy la capital italiana. Ahí se alza la copia del arcángel que da nombre al sitio, un San Miguel de acero inoxidable y titanio. Otra apuesta por la Roma eterna.
Villa Adriana, toda una ciudad
Pero si se quiere atesorar perspectivas distintas, y altas vistas de Roma, a unos 25 kilómetros al este de la capital, en las afueras de Tívoli, se encuentra Villa Adriana. Y quietud y verdor como el de un oasis. Es adonde el emperador Adriano replegaba para buscar reposo y belleza pese a vivir en una zona romana tan exclusiva como el Palatino. Villa Adriana surge como el compendio de cuanto Adriano idealizó. Una especie de anticipo del posible paraíso terrestre. Lo cual no quiere decir desmesura, jardines colgantes, palacios de mármoles colosales. Villa Adriana, lo que de ella nos ha quedado, demuestra aún con sus ruinas una llamada a la serenidad, a la suspensión del conflicto, con la ayuda del arte, el silencio y el suave despeinarse de los cipreses.
Fue toda una ciudad de 120 hectáreas, aunque solo se haya excavado la tercera parte de esa superficie. Y con todo, el lugar da para un viaje no tan parco. Allí paseó y se inspiró Marguerite Yourcenar para sus Memorias de Adriano (1951). Y es que se trata, más que de una villa, de una síntesis de Roma. Una ciudad en sí misma, aun con todo lo roída y saqueada de mármoles que fue. Conmueve acaso el delirio de querer hacer una metrópolis para el disfrute de un solo hombre. Para satisfacer sus pretensiones de controlar el mundo, en especial el del arte, la congruencia, el equilibrio entre la razón y la verdad, el interés y lo onírico. Una ilusión, claro. Y más con el destello hoy roto de tantos lujos. De tanto espacio. Tenía sus Termas Grandes y sus Termas Pequeñas, y templos de Venus, sin la necesidad de apabullar como en el Foro Romano. Y un Praetorium y cuarteles, y teatros y biblioteca. Sin olvidar partes menos convencionales como el Pecile, un largo paseo porticado donde los filósofos, más bien estoicos, pudieran solazarse. Y para exhibir ingenio servía su Teatro Marítimo, con el escenario en un islote. Y para citar las delicias de Egipto nada mejor que reinventar un Canopo, un gran lago donde solo las estatuas de los bordes son las que hacen el papel de árboles de sombra. Adriano asistía tras una cortina de agua pulverizada.
El visitante puede seguir su propio mapa. O simplemente esperar el atardecer en el mirador de Roccabruna. Se supone que fue un edificio más alto que sus dos plantas actuales, usado como observatorio astronómico. Lo cierto es que la plataforma superior es un belvedere de 360 grados desde donde no se oye sino la música del silencio. Y con tus ojos echados a navegar, por un lado, hasta la propia Roma en lontananza. Una de las mejores vistas de la llamada Ciudad Eterna. Mientras, por otro lado, la avaricia no ha podido aún con todos los campos de Roma, ni con todas las laderas de Tívoli, ni con la verde altura, lejos de la altivez, de los montes Lepinos. Lo mismo que debió ver Adriano una tarde feliz.
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