Una ruta por Lima a través de la música criolla y las canciones de Chabuca Granda
De los escenarios de su infancia y el puente de los Suspiros en el barrio de Barranco a la Alameda de los Descalzos y las mejores pistas gastronómicas en el centro histórico de la capital de Perú. Un recorrido que rinde homenaje a la artista que renovó el folclore criollo introduciendo nuevos aires, ritmos y altura poética
El poeta peruano Juan Gonzalo Rose, en su libro Simple Canción, tiene un poema titulado Exacta dimensión que dice así: “Me gustas porque tienes el color de los patios / de las casas tranquilas… / y más precisamente: / me gustas porque tienes el color de los patios / de las casas tranquilas / cuando llega el verano…. / Y más precisamente: / me gustas porque tienes el color de los patios / de las casas tranquilas en las tardes de enero / cuando llega el verano… / Y más precisamente: / me gustas porque te amo”. Es difícil no acordarse de él paseando por Lima mientras se evocan canciones como la que él mismo escribió para Lucha Reyes; ese vals memorable titulado Tu voz, un clásico, u otras como Si un rosal se muere o Pescador de luz. La gran Lucha Reyes nació y murió en Lima (no tuvo la mejor vida) y llegó a grabar su versión de la canción Limeña de Augusto Polo Campos: “Limeña que tienes alma de tradición / Repican las castañuelas de tu tacón…”. Estar en Lima es pensar irremediablemente en el poder catártico del folclore y de la poesía. La vigencia de la música criolla es tal que, por ejemplo, Contigo Perú, la canción que compuso el Zambo Cavero junto a Oscar Avilés, está tan arraigada al sentimiento colectivo que ha devenido el himno nacional del equipo de fútbol de Perú siempre que este salta a un estadio. Hasta Mario Vargas Llosa ha tratado la música criolla en su última novela, Le dedico mi silencio (Alfaguara), una trama sobre la utopía y la capacidad ingobernable y transoceánica de la música para llegar a cualquier rincón del planeta y hacer un mundo mejor. Cuando el personaje central, Toño Azpilicueta, descubre la música criolla, siente una epifanía, una elevación tal que se fascina incluso por los silencios entre los acordes. Se enamora calladamente de Cecilia Barraza, intérprete real, y se interesa obsesivamente por el vals peruano a través de nombres fundamentales (y reales) como Oscar Avilés y, por supuesto, Chabuca Granda, hilo conductor de este artículo.
Chabuca Granda es la compositora y cantautora peruana más universal y es la cronista de Lima. Su legado incluye más de 150 canciones grabadas y decenas de temas inéditos que han dado la vuelta al mundo, como La flor de la canela, Fina estampa, Cardo y ceniza, El surco o Bello durmiente. Empezó a cantar a los 40, después de su divorcio, libre y renovada. Su labor como investigadora y difusora del folclore popular es imperecedera y hay plazas con su nombre en Madrid, México o Argentina. A propósito de ella, Vargas Llosa escribió: “A Chabuca Granda le pasó lo mejor que puede pasarle a una artista: el mundo que inventó en sus canciones sustituyó al Perú real y es a través de aquel que se imaginan o sueñan con la realidad peruana millones de personas en el mundo que no han puesto los pies en nuestro país y que solo han sabido del Perú a través de las composiciones de la fabuladora sentimental que fue la autora de La flor de la canela”.
Una ruta limeña sobre Chabuca Granda requiere empezar por Barranco, uno de los 49 barrios más notorios del mundo, según dijo en 2019 la revista Time Out (donde viven unos 35.000 habitantes de los 12 millones que hay en Lima). Es un distrito tan agradable y tan identitario que, por momentos, uno casi le perdona la gentrificación que lo ha convertido en un lugar prohibitivo en cuanto a la vivienda. Su historia empieza en la época precolombina. La ermita de Barranco es del siglo XVIII y por fin se va a remodelar. En esta zona llegó a vivir Chabuca Granda entre los 5 y 11 años, precisamente en la Bajada de los Baños número 344, donde resiste aún su casa (hoy un albergue de Siervas de Jesús Obrero), y aquí despertó su devoción por la música criolla. Chabuca Granda dignificó Lima en sus canciones y a través de ellas proclamó una defensa de su patrimonio y luchó por la conservación de la memoria visual arquitectónica. Tanto fue así que su primera canción, compuesta en 1948, fue Lima de veras: “Así es la Lima que quiero y esta es la Lima que lloro, / la ciudad de mil quimeras, la del trapío que añoro, / la que dio la marinera, la que sabe a resbalosa, / a qué volverla modosa si esta es la Lima de veras”.
No había nadie más limeña que ella, aunque María Isabel Granda Larco nació el 3 de septiembre de 1920 en Las Cotabambas Aurarias, en el departamento de Apurímac, dado que su padre era ingeniero de minas y se veía obligado a pasar temporadas fuera de casa. Fue en 1923 cuando la familia se mudó a Lima. Ella fue bautizada en la parroquia Sagrado Corazón de Jesús, también llamada “de los huérfanos”, junto al parque universitario. Fundó con Pilar Mujica el dúo Luz y Sombra, dedicado a la música mexicana. Más adelante, junto a las hermanas Martha y Rosario Gibson, creó un trío que llegó a debutar en Radio Miraflores y Radio Nacional. Al mítico vals Lima de veras le siguieron Callecita encendida, Zaguán (dedicado a ese clásico de la arquitectura del centro de Lima, espacio de transición entre el exterior y el interior de una casa, lugar de encuentro y despedida, de secretos y de recuerdos) y la marinera limeña Tun tun…abre la puerta. Peleaba tanto por la buena conservación del patrimonio arquitectónico que llegó a decir: “Los alcaldes son peores que los terremotos”.
A causa de sus problemas respiratorios, Barranco le resultaba ideal y por estos cerros cercanos al mar se crio yendo al colegio a través del puente de los Suspiros (hoy convertido en una de las mayores atracciones turísticas de la capital peruana), al que le dedicó la canción que cualquier limeño recita de memoria y que describe la realidad del paisaje tal cual es: “Puentecito escondido entre follajes y entre añoranzas, / puentecito tendido sobre la herida de una quebrada…”. Bajo el puente, se encuentra una placa con el poema que le dedicó Juan Parra del Riego: “Yo he sentido al pasar por este puente / Silencioso, propicio, ensoñador, / Cual si fuera pasando lentamente / La página de un libro evocador…”.
Sobre su barrio tan querido Chabuca diría: “El Barranco mío es el lugar natural donde transcurre mi niñez. No es que esté en mi recuerdo, si allá está, en su mismo sitio, en la misma Bajada de los Baños; no le altera siquiera algún ruido diferente, las mismas algarabías infantiles, ningún automóvil. Acaso le falta el lejano tranvía desde lo alto y desde lejos; los mismos gallos de madrugada, los mismos perros desde la ermita”.
Más allá de la que fue su casa, rumbo al mar, barranco abajo, se aprecian terrazas como la del restaurante Javier y, enfrente, la del albergue La condesa de Barranco. Estamos en la esquina con la Bajada de la Oroya, junto al camino de los murales. Es el lugar adecuado para hacer recuento de los tres periodos creativos que hay en la carrera de Chabuca: la primera etapa costumbrista, la segunda etapa de compromiso político que coincide con su vinculación con poetas como César Calvo y una tercera etapa de pasión por la música negra.
Resulta emocionante subir estas escaleras de la Oroya, una calle de casas blancas que se ha llenado de versos de poetas de distintas generaciones como Arturo Corcuera (“tiré una rosa en el fondo del mar y provoqué un incendio bajo el agua”), César Calvo (“ayúdame a ser la llave que abro sin cerrar nunca nada”), Antonio Cisneros (“es difícil hacer el amor pero se aprende”) o Rocío Silva-Santisteban (“si yo sola no cicatrizo ¿quién me sanará?”). También hay espacio para el poeta más genial del Perú, César Vallejo: “Murió mi eternidad y estoy velándola”, último verso de otro de sus poemas mayores, La violencia de las horas, otro de esos que atentan contra la estabilidad emocional de cualquier ser humano mínimamente sensible. César Vallejo llegó a Barranco en 1918 a entrevistar a uno de los poetas que más admiraba, José María Eguren. La entrevista concluía así: “Al despedirme, el día había volado. De regreso, miro Barranco, con sus calles rectas pobladas de alamedas; con sus helechos arborescentes y sus pinos. Los chalets, de los más variados estilos, muestran jardines de pulcra elegancia y los vestíbulos abiertos a las brisas vespertinas; las lujosas residencias del confort burgués. La hora virgiliana, turquesa y verde enérgico. Y el mar de rica plata”.
Hay en Barranco continuas referencias a Chabuca, pero la más vistosa es el inmenso y hermoso mural del fotógrafo, pintor y artista plástico Eric Cárdenas, que se puede apreciar en la pared de la Municipalidad de Barranco en el pasaje Chabuca Granda.
En Perú, la poesía es como la comida, apunta y llega directa al corazón. Para comprobarlo, en Barranco hay lugares imprescindibles como Central, de los mejores restaurantes del mundo, más camuflado imposible, encontrarlo requiere su esfuerzo. Hay opciones más económicas e imbatibles como Isolina, una delicia, cuyas colas en la acera los sábados a mediodía son tradición y forman parte del decorado urbano del barrio. Para tentaciones dulces, a la vuelta de la esquina está Alanya, postres peruanos premiados. Si encuentra un cruasán mejor, por favor avise. Un pisco sour en el bar Ayahuasca es lo suyo, aunque para bares ninguno como La Noche de Barranco, el local soñado por todo practicante de la bohemia tiene todo lo que necesita un disidente de las normas y de las horas, incluso un acertado retrato al óleo de Vallejo. Todo el mundo sabe que la comida chifa es una de las señas de identidad de la gastronomía peruana. El chifa favorito de Chabuca Granda y el más histórico de Lima está también aquí y se llama Chifa Chung Yion, fundado por don Juan Tong Wu LauLoi con la migración china que llegó a Perú en 1920. La escenografía tiene su gracia porque este lugar fue antes un circo y después teatro. Tiene más de 100 años y es una reliquia, el placer estético que suscita es proporcional al de sus platos: arroz chaufa, wantanes fritos, tallarines con chancho… alucinante. En el pasillo de entrada cuelgan retratos de clientes ilustres como John Wayne, la cantante Susana Baca y, evidentemente, Chabuca Granda. Si es preciso, en los puestos callejeros siempre vale la pena probar un emoliente, y si viene al caso atención a otro clásico de sándwiches: El Chinito Sanguchería. Para amantes de la trova el lugar es La Posada del Ángel, donde llegó a actuar Sabina y donde harían bien en ahorrar en incienso.
El Museo Jade Rivera, artista que ha cultivado el muralismo por todo el mundo, es muy frecuentado y sus murales fotografiados a todas horas. Dédalo es el lugar para las compras de artesanía, joyería, arte o ropa; y la librería es Los Heraldos Negros (como el famoso poemario de Vallejo), donde, además, tienen una buena selección de retratos del artista gráfico Cherman Quino, cuyo imaginario ha creado escuela. Sin duda, es un buen sitio para hacerse con Otras caricias, la novela canónica sobre música criolla de Alonso Cueto.
Por el lado de la ermita de Barranco, antes de cruzar el puente de los Suspiros, se encuentra la plazuela Chabuca Granda con el monumento a su figura, una escultura de piedra de Fausto Jaulis que recuerda su característica forma de levantar los brazos mientras interpretaba. El conjunto escultórico se cierra con la efigie al chalán José Antonio Lavalle, uno de los grandes amigos de Granda, criador de caballos de paso, a quien la artista le dedicó el tema José Antonio, compuesto como homenaje tras su muerte. Una estupenda versión de esa canción corrió a cargo de Joaquín Sabina en el disco de homenaje que se grabó en 2017, A Chabuca, y a mitad de canción se oye a Sabina recordar: “Chabuca no era pituca, era más pueblo que tú”.
Vale la pena rescatar la historia de la canción La flor de la canela para salir de Barranco y poner pie en otro barrio.
Por el centro histórico
En 1951, Chabuca asistió a una conferencia de Raúl Porras Barrenechea en la que el historiador y ensayista pidió “piedad para el puente, el río y la alameda” y que se trataran mejor los edificios y las calles de Lima. Coincidió que en aquel entonces Chabuca trabajaba en la Botica Francesa de Jirón de la Unión y siempre veía pasar a una señora morena, alta, hermosa, madura, de pelo entrecano (“jazmines en el pelo”) con una forma de caminar elegante que llamaba poderosamente su atención. Un día la siguió, la detuvo y se puso a hablarle. Esa señora se llamaba Victoria Angulo, era una lavandera afroperuana que iba todos los días del puente a la alameda, y esa señora fue su flor de la canela. La amistad que se dio entre ellas duró toda la vida. De ahí Chabuca sacó la inspiración para su canción más célebre, nuevamente en defensa del patrimonio histórico y reivindicando a figuras corrientes y autóctonas. No es el puente de los Suspiros, sino el puente de Piedra sobre el río Rímac del que habla y la cercana Alameda de los Descalzos. Puente, río y alameda se mantienen intactos y conforman una estupenda puerta de entrada al casco histórico de Lima.
Frente al restaurante El mirador de Chabuca (en la Alameda Chabuca Granda, cómo no) se levanta una escultura en hierro recortado de Rhony Alhalel que simula una mujer danzando. Es el Monumento a la Marinera, baile tradicional del Perú. Lo que inevitablemente se desprende de tantas referencias es la identificación de Chabuca con su ciudad, con los barrios, con sus tradiciones, con sus personajes más sencillos, con la buena gente que camina.
En el centro histórico hay lugares que deben visitarse, como el convento de Santo Domingo, imprescindible para cualquier interesado en historia, arte religioso y/o arquitectura colonial. Un complejo religioso y cultural fundado por los frailes dominicos en 1535. La belleza de sus claustros, de sus retablos, sus pinturas y la extraordinaria biblioteca dan la razón a quienes lo consideran uno de los monumentos históricos más importantes de Lima. La Casa de Literatura, ubicada en la antigua estación de tren de los Desamparados, con sus detalles art nouveau y su cambiante programación, es siempre una visita reveladora. Enfrente está el restaurante Cordano, clásico imperecedero, abierto en 1905. Aquí hay que probar sí o sí el sándwich de jamón o el de butifarra. Además, en esa onda conviene no descuidar otro bar centenario y acogedor como es la Antigua Taberna Queirolo (la de centro histórico, hay otra en el distrito de Pueblo Libre), escenografía central de La lealtad de los caníbales, impresionante novela de Diego Trelles Paz en la que el personaje principal, en la ficción dueño de este bar, escucha música criolla y menciona a Lucha Reyes. Cerca queda uno de los mejores restaurantes de hoy en día: Casa Tambo, en el que el ceviche clásico, el anticucho o el tiradito de ají amarillo conmueven como canciones de Chabuca y Lucha.
Este es el centro histórico al que tanto cantó Chabuca en la Lima de los años cincuenta, la de la emigración, la que empezaba a “cholarse”, la capital del Perú suyo, la de las vendedoras de maní, la de la plaza San Martín y el Gran Hotel Bolivar y la plaza Bolognesi. Y es que de adolescente, a los 13 años, su familia volvió a vivir aquí, concretamente en el número 100 de la plaza Dos de Mayo. La ventana de su habitación daba a un solar en el que se preparaban jaranas criollas hasta altas horas y así fue como se aficionó a esas parrandas, fiestas bulliciosas donde se cantaba defendiendo la alegría y de cuyo recuerdo nació la canción Callecita encendida.
En una entrevista le preguntaron por la Lima de sus canciones y respondió: “Yo conocí una Lima distinta, mis letras están siempre en pasado… airosa caminaba. Yo conocí Lima cuando tenía dos pisos y estaba empedradita. Yo a Lima la amo, pero con ese cariño que se le tienen a las cosas perdidas… se me ha muerto Lima como se me murieron mis padres, por eso odio a los alcaldes… han bombardeado la ciudad con su estupidez. Hay cosas que me deprimen tanto”.
Chabuca llegó a tener en Lima su propio café concert, llamado Zeñó Manué, y se espera que algún día se concrete la apertura del museo Casa Chabuca en Jirón Ica. Pero no podemos hablar de ella sin recordar su vinculación con los poetas como Juan Gonzalo Rose, Arturo Corcuera, Antonio Cisneros y, por supuesto, el que sería gran amigo, César Calvo. Fueron ellos fundamentales en su viraje a la izquierda y en su posterior inmersión en la música negra. Fueron ellos quienes le hablaron de Javier Heraud, poeta guerrillero acribillado a balazos en mitad del río Madre De Dios, en la selva de Puerto Maldonado, para quien Chabuca compuso un ciclo de nueve canciones.
Fue precisamente César Calvo con quien Chabuca compuso la canción María Landó en su etapa de música negra, cuando con unos percusionistas fundó Perú Negro, en cuyas composiciones tuvieron prioridad los matices del baile y la poesía popular. Resulta enternecedor cómo Calvo hablaba de su amiga una vez fallecida. En una entrevista con Domingo Tamariz Lucar recordaba el instante en que se encontraron y reconocía: “Un hombre que conoció a Chabuca y no se enamoró perdidamente de ella no es un hombre. Todos los que la rodeamos la seguimos amando: hombres, mujeres y patos. Chabuca tuvo el suficiente tino de darse cuenta de que conmigo lo del romance iba a ser una pérdida de tiempo. Nunca lo aceptó. Me rechazó. Me dijo que prefería mil veces ser mi amiga toda la vida que ser mi amor eterno un solo día. Al principio me mortificó, me dolió en mi vanidad, pero luego entendí que era una mujer, además de hermosa, sabia”.
Las huellas de Chabuca Granda y de la música criolla se encuentran hoy en locales como Superba (un maravilloso café que frecuentó en su momento). También en varias peñas de Lima: ahí está, por ejemplo, La Oficina, local de música criolla donde realmente se respeta a pies juntillas la tradición; como ocurre en Don Porfirio, lugares en los que se promueve y se difunde el folclore a base de música, baile, comida y bebida, jaranas en modo familiar que se encienden con valses, polkas, marineras y pisco. También destacan Sachún, con ritmos afroperuanos, el Centro Social Cultural Musical Breña o La Casa de Pepe Villalobos en el distrito de Lince. “Guitarra, cajón y olla, eso es la música criolla”, dice su creador José Pepe Villalobos Cavero.
Chabuca vivió y murió del corazón. Renovó el folclore criollo introduciendo nuevos aires, ritmos y altura poética. Murió en Miami en 1983. Su cortejo fúnebre reunió en Lima a artistas nacionales e internacionales y a miles de admiradores que siguieron su recorrido desde la Alameda de los Descalzos, pasando por la casa de su amiga Victoria Angulo —la flor de la canela—, y por la plaza de Armas hasta llegar a su última morada: el cementerio El Ángel, donde también está enterrada Lucha Reyes. Hay una foto en internet en color sepia en la que Lucha Reyes y Chabuca Granda sonríen a la cámara y se dan la mano. Cuando se ve esa imagen es normal pensar en canciones como Regresa, de Polo Campos, y sentir un decalaje. Ambas son leyenda y son mito. Sus repertorios evocan la nostalgia de un país, dignifican con sus voces la poesía popular, el sentimiento, la melancolía. Son parte esencial del acervo de Perú, de su historia y de su gente más corriente, de su resistencia, de su temperamento. El también poeta corriente (y que tampoco gozó de mucha suerte) Juan Gonzalo Rose, con el que se abre este artículo, tiene otro poema titulado Gastronomía, en el que habló de ello y lo explicó mejor que nadie: “Para comerse un hombre en el Perú / hay que sacarle antes las espinas, / las vísceras heridas, / los residuos de llanto y de tabaco. / Purificarlo a fuego lento, / cortarlo a pedacitos / y servirlo en la mesa con los ojos cerrados, / mientras se va pensando / que nuestro buen gobierno nos protege. / Luego: / Afirmar que los poetas exageran. / Y como buen final: / Tomarse un trago”.
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