Por las colinas de la chilena Valparaíso
Esta ciudad patrimonio mundial de la Unesco se derrama sobre cerros y frente a una bella bahía. Cada calleja, escalera o ascensor conduce a un barrio distinto donde siempre hay una sorpresa para el viajero
Cuando resultaba imprescindible doblar el cabo de Hornos para pasar del Atlántico al Pacífico, antes de que se abriera el Canal de Panamá, Valparaíso era el primer puerto importante que se encontraban los marineros. Esta ciudad fue durante décadas la entrada a Chile, un país comprimido entre la cordillera de los Andes y el Océano Mayor, y desplegado entre el desierto de Atacama y los campos de hielo de la Patagonia. Mientras Santiago se convirtió en una capital de ambiente criollo, “Valpo”, como la llaman con simpatía sus vecinos, tuvo desde la independencia en el siglo XIX una importante comunidad de colonos europeos, que han dejado su impronta en la arquitectura local. El conjunto de casas de madera recubiertas con placas de zinc, tejados a dos aguas, galerías acristaladas y ventanas de guillotina son un testimonio excepcional de la fase temprana de la globalización, motivo por el que la Unesco declaró la ciudad patrimonio mundial en 2003.
A quienes visitan por primera vez Valparaíso les resulta complicado comprender dónde acaba la urbe y comienza el campo. Derramada sobre 45 colinas frente a la bahía, cada calleja, escalera o ascensor conduce a un barrio distinto. Algunos parecen aldeas rurales por las que pululan a su antojo gallinas, otros muestran toda la opulencia de sus villas encaramadas sobre los barrancos. Aseguraba Pablo Neruda que si subiéramos y bajáramos todas las escaleras de Valparaíso se daría la vuelta al mundo. Al final de su vida, el poeta decidió pasar largas temporadas en una casa a la que bautizó como La Sebastiana y convirtió en su peculiar cámara de las maravillas, llena de recuerdos de sus misiones diplomáticas: caracolas de nautilos, proas de barco, obras de arte de amigos o antigüedades chinas. Hoy visitable, entre tantos tesoros es fácil imaginar a este marinero en tierra, como él mismo se presentaba, sentado en su butaca, contemplando el horizonte y navegando con su mirada por los cerros abigarrados, que no dejan nunca de sorprender a quien los observa.
Al igual que todos los laberintos, la mejor forma de descubrir Valparaíso es perdiéndose. El primer contacto con la ciudad de la mayoría de los viajeros que vienen desde Santiago es la estación de autobuses, en torno a la que se encuentran algunas de las instituciones más importantes, como la Universidad Católica Pontificia, el Congreso Nacional de Chile —ubicado desde 1990 en un gigantesco edificio postmoderno con forma de arco del triunfo—, o el Mercado de El Cardonal, en cuya planta segunda hay varias cocinerías. Allí mismo, en El Rincón de Pancho, se sirve la tradicional paila marina, un plato caldoso que mezcla distintos mariscos y pescados. Por el paseo Errázuriz se avanza junto a la costa hasta la plaza Sotomayor, presidida por el edificio de la Armada de Chile, que, como buena parte de la ciudad, fue levantado después del terremoto de 1906. El Monumento a los héroes de Iquique evoca la conocida batalla de la Guerra del Pacífico en la que Perú, Bolivia y Chile se enfrentaron por los yacimientos de salitre, un mineral usado hasta mediados del siglo XX como fertilizante. Justo al lado está la Estación Puerto, con una línea de trenes que recorre el litoral hasta la vecina localidad veraniega de Viña del Mar, famosa en Latinoamérica por su festival de la canción. Del muelle Prat salen barcos para turistas que recorren la bahía. Una réplica de la carabela Santiaguillo, con la que llegó Juan de Saavedra desde Callao, recuerda a quien fue el fundador de Valparaíso.
Hay que callejear por la estrecha franja de tierra que se abre entre los cerros y el mar antes de subir a los barrios residenciales. Algunos de los edificios más ostentosos, como la sede del Banco Londres, el Reloj Turri o la redacción histórica del periódico El Mercurio, se encuentran en esta zona, una suerte de antiguo centro financiero de Chile que hoy presenta un aspecto decadente. La Librería Crisis es una buena metáfora de la ciudad. Ubicada en el segundo piso de un vetusto edificio de la calle Blanco, tiene un catálogo de editoriales independientes y fondo de segunda mano. Por las noches, en Cervezocracia —un bar especializado en chelas artesanales— programan música en directo, lo que mantiene vivo el recuerdo de un barrio que fue durante algún tiempo el corazón del país y del Pacífico Sur.
De cerro en cerro
Enumerar el nombre de los cerros —Rinconada, Mariposa o Lobería— y poder describir la personalidad de cada uno son las credenciales que exhiben los verdaderos porteños. Con el Ascensor Concepción, un funicular de 1883 (calle Esmeralda, 1146), subimos a la colina homónima, donde estuvo la fortaleza de la época virreinal y que, más tarde, comenzó a poblarse con emigrantes británicos y alemanes. Por este motivo aquí se encuentra la catedral Anglicana de San Pablo, decorada con vidrieras prerrafaelitas que incluyen diseños de Burne-Jones, y la iglesia Luterana de Valparaíso, que hasta no hace tanto tuvo un colegio. Desde el paseo Gervasoni, donde está la casa museo del famoso caricaturista chileno Lukas, se alcanza una imponente vista del puerto. En esta zona abundan los restaurantes para tomar algo, pero es Tres Peces una de las opciones más interesantes, al apostar por la pesca sostenible.
Justo detrás del cerro Concepción, como si lo abrazara, se levanta el cerro Alegre, escenario de la vida bohemia de Valparaíso. Muchas de sus medianeras han sido cubiertas en los últimos años por murales y grafitis, lo que convierte estas calles en un extraordinario museo de arte urbano, siempre en constante movimiento. Abundan las casas con jardín, como el Palacio Baburizza: la residencia de estilo liberty construida por un empresario croata es hoy la sede del Museo Municipal de Bellas Artes, que conserva obras del español Julio Romero de Torres. Si Gente de Mar, en la calle Monte Alegre, ofrece distintos tipos de chupes (sopas de pescado), en la calle Almirante Montt se encuentran algunos de los mejores restaurantes de la ciudad: en Mito hay una terraza con vistas y en Cocina Puerto se puede degustar una amplia variedad de ceviches o la merluza austral. Bajando por esta cuesta aparecen las cervecerías y los bares de copas. Un poco más allá se alza el cerro Cárcel, llamado así por la prisión que ha sido reconvertida en el parque cultural Valparaíso, con sala de exposiciones, auditorio y teatro.
Al otro lado del puerto está el cerro Artillería, coronado por el edificio de la Escuela Naval, que hoy es el Museo Marítimo Nacional de Chile, punto de referencia que se ve desde todas las colinas. Aquí fue donde primero triunfó el golpe militar de Pinochet en 1973. A sus pies se levantan los antiguos depósitos y almacenes del puerto, muchos de ellos abandonados. Justo al lado, de la Caleta del Membrillo, salen a faenar todas las mañanas los pescadores. El alga de cochayuyo, que en quechua quiere decir “planta de mar” y puede verse en grandes cantidades junto a las rocas de las ensenadas, se guisa en algunos de los restaurantes de la zona. Aunque hasta hace poco era un plato de la comida pobre, posee enormes propiedades nutritivas.
Valpo tiene la melancolía característica de las ciudades de mar, lo que la emparenta con Lisboa o San Francisco. Su halo de espejismo solo la han sabido retratar dos de los mayores cineastas chilenos: Aldo Francia, en Valparaíso, mi amor (1969), y Pablo Larraín, en Ema (2019). No obstante, la mejor manera de dejarse embrujar es visitándola.
Suscríbete aquí a la newsletter de El Viajero y encuentra inspiración para tus próximos viajes en nuestras cuentas de Facebook, X e Instagram.