La fórmula de Joaquín Reyes para arrasar con el chiste perfecto

Ilustración de Joaquín Reyes

Lograrlo puede proporcionar altas cotas de felicidad a la concurrencia. Pero también están quienes rechazan de plano estas narraciones agudas y graciosas. ¿Quiere saber cómo dar con la tecla?

HAY VECES que, en una reunión informal, la cosa no fluye; cada uno empieza a pensar en sus cuitas y la conversación languidece. Según recientes estudios, lo más frecuente en estas situaciones es que se acabe hablando de los nazis o de Bertín Osborne. No son malas opciones, pero también se pueden pronunciar las palabras mágicas: ¿queréis que os cuente un chiste?

Hubo una época en la que mi primo Juanfrán vivió con mi familia. Opositaba a celador y estaba todo el día en casa sin quitarse el pijama. Un dí...

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HAY VECES que, en una reunión informal, la cosa no fluye; cada uno empieza a pensar en sus cuitas y la conversación languidece. Según recientes estudios, lo más frecuente en estas situaciones es que se acabe hablando de los nazis o de Bertín Osborne. No son malas opciones, pero también se pueden pronunciar las palabras mágicas: ¿queréis que os cuente un chiste?

Hubo una época en la que mi primo Juanfrán vivió con mi familia. Opositaba a celador y estaba todo el día en casa sin quitarse el pijama. Un día al llegar del colegio lo sorprendí apurando la bandeja de macarrones que mi madre había preparado para comer. Parece ser que la simple visión del queso gratinado le produjo una dicha tal que no pudo contenerse.

—La felicidad es la antesala de la felicidad —me dijo mientras rebañaba la bandeja.

—Pero ¿estaban buenos? —le pregunté.

—¡Joder! Estaban de muerte.

Cuando se propone un chiste, lo que está ofreciendo a la audiencia es una bandeja de humeantes macarrones, metafóricamente hablando. En un ensayo sobre humor leí lo siguiente: “Hay algo parecido a una fidelidad en la manera en la que el chiste se formula, como si estuviera anclado en la retórica que precisa de su anuncio para producirse. Y el que oye un chiste empieza también de ese modo a reírse con él antes incluso de haberlo escuchado, porque comenzar a reír es algo que sucede, antes que en los pulmones, en la disposición”. Lo traduzco: el receptor de un chiste se pone más contento que un perro con dos chorras.

¿Y quién puede resistirse a una buena sesión?

Aunque no lo crean hay gente que recela de estas ocurrencias agudas y graciosas. He podido observar dos tipos: los formalistas y los conceptuales.

Los primeros argumentan que es una expresión obsoleta y extienden su crítica al contador del chiste, sosteniendo que suele resultar cargante (como si la pesadez fuera una consecuencia inevitable o tal vez una cualidad consustancial al propio narrador).

Esta actitud lo que esconde es frustración. Son personas desmemoriadas, incapaces de retener los chistes; les encantaría recordarlos pero no pueden. Y cuando por casualidad se acuerdan de alguno, lo cuentan fatal, sin ritmo y casi siempre desvelando el remate.

Físicamente son ojerosos y con los pómulos hundidos. Tampoco tienen buen lustre.

Los segundos, los conceptuales, argumentan que la mayoría de las veces el mensaje de los chistes sirve para perpetuar estereotipos, moldear imaginarios y no sé qué movidas más, porque la verdad es que cuando hablan lo que oigo es algo parecido a una oca graznando. A estos individuos, lo que les sucede es simple y llanamente que no los entienden; son muy obtusos. Se les reconoce por la mirada torva y el gesto agrio.

Por ejemplo, ¿qué tiene de malo el siguiente chiste?

“La DGT advierte que si se va a coger el coche en Nochevieja se haga con precaución, porque hay muchos hombres que han bebido y, claro, conducen sus mujeres”.

Tampoco este otro tiene malicia ninguna:

“Están dos mujeres peleándose en la calle y va un gitano corriendo hacia la comisaría, gritando: ‘¡Ayúdenme! ¡Ayúdenme! ¡Hay dos mujeres que se están peleando por mí!’. A lo que el policía le pregunta: ‘¿Y cuál es el problema?’. ‘Pues el problema es que va ganando la más fea”.

¿O es que a este se le puede poner un pero?

En medio de un incendio, el jefe de bomberos descubre que faltan dos de sus hombres. Inquieto comienza a buscarlos sin resultado alguno. De pronto se da cuenta de que uno de los camiones se mueve rítmicamente y de manera sospechosa. Se acerca, abre la puerta y descubre a sus dos hombres dale que te pego.

—Pero ¿qué se están haciendo? —pregunta el jefe alarmado.

—Es que aquí el compañero tenía problemas de asfixia por humo —responde el que está encima.

—¿Y por qué no le haces la respiración boca a boca?

—¿Y cómo cree que empezamos?

(Les aseguro que es infalible. Si lo van a contar adornen la narración dando un tono amanerado al bombero sorprendido in fraganti).

No quiero resultar pesado, pero déjenme que les cuente el último, que también es inocuo.

“Tres negritos que van caminando por el desierto y de repente se encuentran con la lámpara de Aladino. La frotan, sale el genio y dice: ‘A Aladino le otorgué tres deseos, pero ustedes son tres, por lo tanto solo les concederé un deseo a cada uno’. Los negritos se ponen a pensar. El primero dice: ‘Quiero que me hagas blanco porque por ser negro me marginan’. Y ¡flash! Se convierte en blanco. El segundo negrito dice: ‘Yo también quiero ser blanco porque quiero salir con una chica blanca’. Y el genio también lo convierte en blanco. El tercer negrito comienza a carcajearse y el genio le pregunta: ‘¿Y tú de qué te ríes?’. Y él contesta: ‘Porque mi deseo es que vuelvan a ser negros”. 

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