Poblados ferroviarios: el tren ya no para aquí

Antonio Salomón, maquinista jubilado, y su vecina Toñi López, hija del antiguo jefe de estación, pasean sobre las vías del poblado de Arroyo-Malpartida (Cáceres).Vídeo: Fotografía de Navia | Vídeo de Saúl Ruiz

La llegada del tren a mediados del siglo XIX propició la construcción de poblados ferroviarios por toda España. Superados por la transformación social de la industrialización, muchos quedaron obsoletos en pocos años. De los que resisten, la mayoría se encuentra en franca decadencia. Sus habitantes se asoman hoy a un futuro incierto.

UN SOL EN ascuas cae oblicuo sobre el poblado de Algodor. En esa muesca de tierra donde Madrid se adentra en Toledo, la llanura roja y verde se rasga con el perfil de una construcción neomudéjar, un edificio solitario con un tejado de ocho puntas y ventanas abiertas en arcos. La vieja estación de tren se erigió en 1929 en sustitución de una anterior, más humilde. Enfrente, un haz de vías reparte dos orillas de casas bajas, 60 en total, todas en hilera. Todas quietas. Una profunda calma se cierne sobre el lugar casi hasta el desasosiego. El gorjeo de los pájaros se superpone al ritmo de la grav...

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UN SOL EN ascuas cae oblicuo sobre el poblado de Algodor. En esa muesca de tierra donde Madrid se adentra en Toledo, la llanura roja y verde se rasga con el perfil de una construcción neomudéjar, un edificio solitario con un tejado de ocho puntas y ventanas abiertas en arcos. La vieja estación de tren se erigió en 1929 en sustitución de una anterior, más humilde. Enfrente, un haz de vías reparte dos orillas de casas bajas, 60 en total, todas en hilera. Todas quietas. Una profunda calma se cierne sobre el lugar casi hasta el desasosiego. El gorjeo de los pájaros se superpone al ritmo de la gravilla que cruje bajo los pasos. El óxido infecta los hierros de los raíles, desbordados por las malas hierbas. Una vieja máquina con dos decenas de vagones de mercancías duerme un sueño que se antoja eterno. En los pilares que sujetan las marquesinas aún se aprecia el logotipo de la compañía ferroviaria que levantó estas 20 hectáreas de ciudad fantasma: MZA, Madrid-Zaragoza-Alicante. Un reloj señala impasible las 4.08. En su reverso marca las 4.30.

Estación original de Algodor, Madrid (1925). La que aún se mantiene en el poblado, de estilo neomudéjar, fue levantada en 1929.Juan Salgado Lancha (Archivo Histórico Ferroviario-MFM-FFE)

Fue en 2005 cuando se hizo el silencio en Algodor. Entonces terminó la circulación de trenes a Madrid, que había fluido regularmente durante casi un siglo y medio. Ese mismo año se inauguró el AVE que une la capital con Toledo. Y la estación, y con ella el asentamiento que había proliferado a su alrededor, quedaron definitivamente obsoletos. “Era un pueblo pequeñito pero con mucha vida. Algodor fue la felicidad de mis años de infancia”, rememora Pepe Rodríguez, hijo de ferroviario, que llegó allí con su familia desde Toledo en 1946, con dos años. “Ahora llevamos más de tres lustros peleando con el Ayuntamiento de Aranjuez [al que pertenecen] y con Adif [la entidad pública creada en 2005 como escisión de Renfe que construye y explota las líneas, y que también gestiona el patrimonio ferroviario]: no tenemos agua potable, no hay línea telefónica… y nos tienen abandonados”, protesta. La decadencia de este enclave, donde perviven una veintena de hogares, se remonta a los años cincuenta. Fueron los tiempos de la modernización ferroviaria impulsada por el desarrollismo. El declive se exacerbó en los setenta, con la desaparición de la tracción a vapor, que hizo innecesaria la mayor parte de la mano de obra. La apuesta por la alta velocidad y el transporte en carretera acabó por hacer el resto.

Pabellones de viviendas en el poblado de Monfragüe.navia

Como el medio centenar de poblados ferroviarios que existen en España, esta localidad se fundó ex novo, de la nada, para cubrir las necesidades derivadas del tren, enseña de la revolución industrial del siglo XIX. A partir de 1860, y a lo largo de décadas, trabajadores llegados de todo el país fueron instalándose en estos asentamientos, que pronto se convirtieron en los lugares de nacimiento de sus hijos. La de ferroviario —casi siempre así, en masculino— era una profesión nómada, de destino en destino. Y muchas veces se heredaba. “Aquellos primeros pobladores eran como marcianos, una especie de paracaidistas que desembarcaron en un territorio con el que no tenían nada que ver”, explica Miguel Jiménez, gerente de patrimonio histórico y turismo ferroviario en la Fundación de los Ferrocarriles Españoles, que firma junto a Domingo Cuéllar y Francisco Polo la publicación de referencia sobre esta cuestión, Historia de los poblados ferroviarios en España (Fundación de los Ferrocarriles Españoles, 2005). Lo que antes eran tierras sin uso o cultivadas se fueron transformando en ciudades en miniatura con lo necesario para articular la convivencia: escuelas, economato, médico, iglesia, fonda, bares y hasta cines… Toda una vida que, al verse atropellada por la rápida transformación social en el siglo XX, acabaría siendo víctima de una muerte lenta. Al igual que Algodor, la mayor parte de los poblados ferroviarios de España se encuentran hoy en franca decadencia. Y, con ellos, sus habitantes se asoman a un futuro incierto.

Caseta de enclavamientos, en ruinas, del poblado de Algodor.navia

En medio de una paz monacal en los límites de Algodor aparece Maribel Uría. Vio la luz hace 56 años en este rincón de España hoy casi olvidado. Es la única autóctona que queda. La suya y el resto de familias que viven en este enclave alquilan sus casas a Adif, empresa propietaria del parque de viviendas ferroviarias. Algunos son descendientes de los pobladores originales, quienes tienen preferencia para acceder a las residencias ferroviarias. El resto son forasteros atraídos por los precios bajos de las cada vez más abundantes viviendas deshabitadas. “Antes estábamos acostumbrados al ruido y no nos molestaba”, recuerda Maribel sobre los años en los que los trenes llenaban casi todo el espacio y el tiempo. “Ahora ya me he hecho al silencio”.

Escaleras de uno de los pabellones para ferroviarios de Monfragüe (Cáceres).navia

Antes de que la empresa pública Renfe se fundara en la posguerra (1941), las distintas compañías privadas que operaban en el territorio nacional (MZA, Oeste, Norte, Ferrocarriles Andaluces…) se encargaron de levantar estos poblados con el mismo celo de un padre que cuida de sus hijos: con un carácter protector y a la vez autoritario. Todo, o casi, estaba provisto por la empresa. Poco a poco, los precarios asentamientos fueron cobrando forma. De residir en chabolas o vagones, las familias recién llegadas fueron ocupando las casas que se iban construyendo. Si bien el economato o el médico estaban pagados por la ferroviaria, hubo quien estableció comercios por iniciativa privada.

En Almorchón (pedanía de Cabeza del Buey, Badajoz; 45 habitantes), Mari Loli Sánchez todavía reside en la misma vivienda donde su padre y su abuelo ejercían su oficio de carniceros. Aún se conservan, vacías, las cuadras donde dormían los animales, y en la sala de despiece se guardan el tajo y la antigua báscula. Del techo cuelgan unos pimientos secos y una tira pegajosa con unas cuantas moscas apelotonadas. En esta misma calle, con media docena de casas, hubo un par de fondas donde se hospedaban los viajeros de paso. En las aceras ahora desérticas se desplegaban terrazas donde parroquianos y visitantes se juntaban a tomar algo cuando caía la fresca. Eran los sesenta y en el poblado vivían más de 1.200 personas. “Aquí enlazaban los trenes de Córdoba, Madrid y Badajoz: esto era un hervidero”, recuerda Clemencia Muñoz Seco, una vecina que, junto a Mari Loli y otros lugareños, ha formado la asociación Vecinos de Almorchón para conservar y difundir su patrimonio ferroviario. “No se trata de obsesionarse con lo que fue”, explica Mari Loli, “sino en pensar todo lo que podría ser”.

Playa de vías fuera de servicio de la estación de Monfragüe (Cáceres), con viviendas del poblado al fondo.navia

Desde su creación, Adif tiene la misión de gestionar el conjunto de sus bienes, que Renfe heredó de las anteriores compañías privadas. Acumulan casas de más o menos categoría; pabellones, estaciones; edificaciones que albergaron colegios, consultorios médicos, residencias para trabajadores… Muchos se encuentran en estado de ruina, o casi. En las grandes ciudades, como ocurre con el barrio ferroviario de Vicálvaro, en Madrid, hace tiempo que se vendieron casi todos los inmuebles. “Son edificios antiguos, en los que se ha hecho el mantenimiento que se ha podido”, reconoce José Luis García Montón, a cargo del patrimonio de Adif en Madrid. “Por eso no se ofertan a los valores del mercado”. Consultados diferentes vecinos de varios poblados para este reportaje, los precios de alquiler oscilan entre 100 y 200 euros mensuales. En la misma estación de Algodor vive Irene Muñoz, toledana de 34 años, que arrenda junto a su pareja y su hija parte de la que fuera la casa del jefe de estación. Aunque la han reformado de su bolsillo, no pueden optar a compra.

Soledad Cobos y su marido, José Antonio Canedo, delineante ferroviario jubilado, en el local de la asociación de vecinos de Monfragüe.navia

A la hora en que la tarde se vuelve violeta se perfila la silueta de Paco, profesor jubilado, en una calle de Algodor. Descarga del maletero la compra que ha hecho en un supermercado. “No tenemos trenes ni autobuses, así que dependemos de nuestro vehículo”, suspira. Antaño, el ferrocarril constituía un medio de transporte diario. Con él iban de compras o de visita a Madrid, Toledo, Aranjuez, Ciudad Real… Más allá de las estancias vacacionales —hay hasta quien se ha construido una piscina—, la actividad que resiste en este lugar, que alcanzó los 384 habitantes en 1940, la mantienen los aficionados a la fotografía que se presentan aquí los fines de semana. El paisaje es tan evocador que numerosas parejas vienen a sacarse su álbum de boda. Además, Adif alquila distintos espacios, en especial la estación, para rodajes. Aquí se han grabado la Julieta de Almodóvar y un capítulo de la ficción de TVE El caso. Tampoco faltan los aventureros con ganas de explorar la zona, donde hay desperdigados una docena de búnkeres de la Guerra Civil.

En aquellos años de sangre, una bomba atravesó la escuela del hoy llamado poblado de Monfragüe (nacido como Plasencia-Empalme y rebautizado como Palazuelo-Empalme). Situado en Cáceres y erigido a partir de 1880, los paisanos vieron morir a siete niños y dos adultos en aquella jornada fatídica que, aunque no presenciaron, todos recuerdan hoy en el pueblo. En una casa cercana aún se aprecian las dentelladas de la metralla. Frente a los 8 o 10 habitantes que residen en invierno, en este tórrido último día de mayo hay congregados una docena de forasteros, antiguos vecinos y sus consortes que en la actualidad, ya jubilados, viven esparcidos por el país. Hace dos décadas, varios vecinos tomaron el relevo de sus padres para organizar las fiestas. Han llegado a reunir a 125 personas, aunque ahora se juntan unas 70. Este viernes colocan guirnaldas y unas sillas de plástico en una plazoleta junto a la iglesia, tapiada, en cuyo campanario reposan unas estilizadas cigüeñas. “Hacemos un baile, una rifa y una misa. Luego comemos en el campin”, cuenta Víctor Macías, antiguo maquinista de 70 años. “Sobre todo lo hacemos por vernos, por juntarnos y saludarnos”.

Mari Loli Sánchez, hija y nieta de los carniceros del poblado ferroviario de Almorchón (Badajoz), en la sala de despiece de su padre.navia

A partir de los años cuarenta, cuando alcanzó su pico de 800 habitantes, la vida en Monfragüe se fue desmoronando. Hoy solo hay un ferroviario empleado: el jefe de estación. Desde la ventana de su oficina se ven más vacas pastando que vagones en movimiento: se mantienen 10 servicios diarios. En los buenos tiempos se empleaban 225 personas. Todo el poblado vivía del ferrocarril. Y sus calles se llenaban con las historias de las rutinas diarias. “Había un tren que iba todos los días a La Bazagona [a unos 20 kilómetros] para traer agua, y los niños aprovechaban el viaje para bañarse en el Tiétar”, rememora Víctor. Por entonces, los juegos de los chavales discurrían entre vías mientras sus padres desempeñaban las labores que exigía el sector: factor de circulación, fogonero, maquinista, interventor… Aunque estaban acostumbrados al trasiego de vagones, de vez en cuando ocurría alguna desgracia. Soledad, hija del médico, aún se acuerda con espanto de cuando presenció cómo un tren decapitaba a un hombre.

La vida de los trabajadores del ferrocarril, coinciden los entrevistados, requería de grandes esfuerzos. Pero, en una época de penurias, recibían un sueldo fijo todos los meses. Que no era poco. Muchos invocan un dicho: “El hambre pasa por la puerta del ferroviario, pero no entra”. Organizados y sindicados, se trataba también de un colectivo reivindicativo que en ocasiones plantó cara al régimen de Franco. El 19 de julio de 1936, tras el alzamiento, numerosos trabajadores del tren organizaron una huelga espontánea en la estación de Arroyo-Malpartida (Cáceres). Más de uno no vivió para contarlo. Más tarde llegaron las tropas de Mussolini para ayudar a controlar el tráfico ferroviario a Portugal, y un soldado se quedó para regentar un bar, el Italia. “En la Guerra Civil estos lugares desempeñaron un papel estratégico. Eran objetivos militares y luego fueron estaciones de castigo”, ilustra Francisco Polo, director del Museo del Ferrocarril de Madrid y autor de La depuración del personal ferroviario durante la Guerra Civil y el franquismo (Fundación de los Ferrocarriles Españoles, 2019). Como empleados de empresas concesionarias del Estado, 83.000 ferroviarios fueron sometidos a procesos de depuración en la posguerra. “Más de 7.000 fueron despedidos y 13.000 o 14.000 sancionados. Una sanción muy común fue la del traslado a estos poblados”, explica Polo, quien añade en su libro que, en un proceso que se prolongó hasta la muerte del dictador en 1975, “la sublevación militar de 1936 se cebaría con este grupo profesional, fuertemente politizado y sindicalizado, que había puesto en jaque al país en diferentes momentos de su historia [principalmente a través de la huelga]. El franquismo debía neutralizar todas las fuerzas que podrían volverse en su contra en el futuro”.

Casas para ferroviarios construidas en Algodor en los años cincuenta.navia

En estos enclaves, los vecinos se han ido asociando para salvaguardar y dar nuevos usos al patrimonio que se conserva. La mayoría defiende que en los edificios vacíos se podrían montar residencias de ancianos, centros culturales, hoteles… También aspiran a preservar y difundir los usos y objetos ferroviarios en museos como los que ya existen en Almorchón o Las Matas (Madrid). Para montar estas colecciones, los lugareños han contado con el apoyo de Adif, que les ha cedido materiales. Sin embargo, en no pocos poblados resuena un eco de quejas por la “dejadez” de la empresa pública con respecto a su patrimonio inmobiliario. Desde Adif responden que hacen todo lo que se encuentra en su mano. Y que el futuro de estas propiedades no depende solo de ellos, sino también de las Administraciones. “Nuestra intención es vender la vivienda del parque antiguo, que rehabilitamos en la medida de lo posible”, apunta Fernando Gómez, gerente de patrimonio y urbanismo sur de Adif, “pero además del saneamiento físico también es necesario un saneamiento jurídico”, un proceso burocrático que se encuentra en diferentes estadios dependiendo del poblado (de ahí que en algunos se pueda optar a compra de las viviendas y en otros no). Desde 2000, el Ministerio de Cultura trabaja en el Plan Nacional de Patrimonio Industrial, a través del cual se incoó en 2004 el expediente para declarar bien de interés cultural el poblado de Monfragüe. Para ello se diseñó un proyecto de rehabilitación que también pondría en valor el cercano parque nacional de Monfragüe, hogar de buitres negros y búhos reales. Pero en estos 15 años la declaración no se ha hecho efectiva. Y el poblado se cae a pedazos.

Vicente Virtus, en su casa del poblado de Las Matas (Madrid).navia

El de Monfragüe o Arroyo-Malpartida, ambos con una arquitectura similar, de inspiración alsaciana, fueron poblados “puros”. Es decir, se dedicaron exclusivamente al tren. En Arroyo, que tuvo 1.100 habitantes y donde hoy no pasan de los 50, aún quedan vestigios de esa fijación: el sagrario de la iglesia (que antes fue un cine) se apoya en dos topes de vagón, hay vigas hechas con raíles… Antonio Salomón, exmaquinista, sigue conservando a sus 83 años el uniforme y la gorra impecables, junto con piezas de exposición como una trompetilla y un farol de tres fuegos. Durante largos años, iba y volvía todos los días a Madrid, a la estación de Delicias. Muchas veces, confiesa con picardía, cargaban café portugués de contrabando. De todos sus viajes, nunca fue tan feliz como en su poblado. “Era el mejor depósito de máquinas de España”, afirma orgulloso, caminando sobre las vías semiabandonadas. Otros lugares fueron lo que Cuéllar, Jiménez y Polo clasifican como “poblados mixtos”. En ellos se alternaban otras actividades económicas, especialmente en enclaves fronterizos o mineros. Este es el caso de Barruelo de Santullán, en las tripas de la montaña palentina. Allí, Fernando Cuevas, responsable del centro de interpretación de la minería, no escatima en desvelos para mantener la memoria de esta población surgida en el siglo XIX. “A lo largo de casi toda su historia, las minas de Barruelo estuvieron vincu­ladas al ferrocarril, produciendo briquetas (bloques combustibles elaborados con carbón), hasta que este ya no necesitó carbón”, explica.

Emilio López, mecánico jubilado, junto a la locomotora de vapor a escala Santa Rosa, diseñada y construida por él en el depósito de material ferroviario de Avenfer, en Venta de Baños.navia

Cada poblado es el único que puede contar la historia de su desaparición. Existen también algunos ejemplos de supervivencia. La estación de Las Matas, en Madrid, pertenece a Las Rozas, uno de los municipios más ricos de España. “En los setenta, la poca luz que había venía de unas farolitas colocadas en las esquinas de cada casa. Y ni siquiera había asfalto”, rememora Vicente Virtus, antiguo factor de circulación, quien vive desde entonces en esta recoleta barriada, ya con todas las comodidades. Venta de Baños, en Palencia, creció mucho más allá del ferrocarril hasta alcanzar los 7.500 habitantes en los sesenta (ahora son 6.300). De ellos, más de 1.200 eran empleados del tren. La alta velocidad terminó de rematar buena parte de la actividad de esta localidad que, como dice José Luis Renedo, presidente de la Asociación Venteña de Amigos del Ferrocarril, “ya no es ni sombra de lo que era”. “El AVE dividió el pueblo y ni siquiera hay estación ni puesto de adelantamiento, como se dijo”, se queja. En esta localidad, dentro de una nave cedida por Adif, unos cuantos ferroviarios jubilados como él continúan volcados en su pasión, en esos trenes que les “corren por las venas”. Con 87 años, Emilio López construye maquetas de trenes a vapor. No solo tienen un aspecto realista, sino que funcionan perfectamente. Realiza los cálculos a mano, anotando las cuentas con tiza en una pizarra, mientras otros compañeros se dedican a rehabilitar antiguos vagones charlando de los buenos tiempos. “Había gente muy muy competente trabajando en Venta de Baños”, suspira Eugenio de Val, antiguo maquinista de 82 años. “¡Si supierais la categoría que tuvo esta estación y lo que le han hecho!”. 

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