Columna

Instrucción 18

Después de tantos días grises, de la angustia retorciéndose sobre el piso como un murciélago mutilado, sienta crecer dentro de usted un rizoma de alegría

Despierte. Después de tantos días grises, de la angustia retorciéndose sobre el piso como un murciélago mutilado, sienta crecer dentro de usted un rizoma de alegría, como si una cueva de paredes cenicientas dejara al descubierto un resplandeciente tejido de hilos de seda. La casa está sola. Dígase que trabajará en la mañana y, después, cocinará algo sorprendente. Trabaje, haga compras, cocine sin hacerse preguntas. Sienta que toda la bruma se ha disuelto. Avance hacia el final del día sorprendida por lo fácil que resulta dejar atrás la indiferencia soterrada. Ponga la mesa. Contemple todo como...

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Despierte. Después de tantos días grises, de la angustia retorciéndose sobre el piso como un murciélago mutilado, sienta crecer dentro de usted un rizoma de alegría, como si una cueva de paredes cenicientas dejara al descubierto un resplandeciente tejido de hilos de seda. La casa está sola. Dígase que trabajará en la mañana y, después, cocinará algo sorprendente. Trabaje, haga compras, cocine sin hacerse preguntas. Sienta que toda la bruma se ha disuelto. Avance hacia el final del día sorprendida por lo fácil que resulta dejar atrás la indiferencia soterrada. Ponga la mesa. Contemple todo como si acabara de declarar la paz. Entonces, sienta el primer punto de alarma. Piense: “No puede ser tan fácil”. Dígase que ponerse un vestido la ayudará a revivir el entusiasmo agonizante. Póngaselo. Mientras se contempla en el espejo sienta una punzada de desánimo, como si hubiera quitado la primera de las cartas que sostiene un edificio de naipes. Escuche el ruido de la puerta. Camine hacia allí. Vea cómo él entra en la casa con la expresión de siempre. Dígale: “Hola, amor, hice osobuco al vino tinto”. Escuche cómo él dice: “Qué rico”. Sirva los platos, siéntese a la mesa. Cuando él la mira, no dice: “Hace mucho que no te ponés ese vestido”, ni “qué linda estás”, sino “¿y ese vestido?”, con una entonación que suena a “¿qué te pusiste?”, y que la hace sentir humillada y ridícula. Diga: “Hace mucho que no me lo pongo. ¿Te gusta?”. El dice: “Sí. Pero te vas a manchar”. Sienta una irritación palpitante, desbordada. Diga: “Tenés razón. Me voy a cambiar. Vos andá comiendo”. Escuche cómo él dice: “Bueno”. Al día siguiente, al despedirse cuando parte hacia el trabajo, él le da un beso en la mejilla. Vea cómo, de inmediato, se enmienda y trata de besarla en la boca. Esquívelo con una sonrisa tímida. Entienda que ya no queda nada. Sólo un odio que no es culpa de nadie.

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