Columna

Soy globalista. Sin complejos

Necesitamos un sistema que no permita a unos Estados, por poderosos que sean, bloquear constantemente decisiones que afectan a millones de personas

Jair Bolsonaro momentos antes de pronunciar su discurso en Davos.FABRICE COFFRINI (AFP)

Es sabido que la globalización está no solo seriamente cuestionada, sino en retroceso. El comercio mundial, uno de sus más claros exponentes, apunta a una constante desaceleración en los últimos meses (guerra comercial mediante).

Es sabido también que la globalización se ha convertido para muchos en el chivo expiatorio de todos los males, hasta el punto de que cada día son más los que vociferan a favor del proteccionismo y del nacionalismo más rancio y excluyente. Y, lo que es peor, cada vez son más los que los escuchan.

De pronto está de moda dejarse de tapujos y reivindicar pos...

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Es sabido que la globalización está no solo seriamente cuestionada, sino en retroceso. El comercio mundial, uno de sus más claros exponentes, apunta a una constante desaceleración en los últimos meses (guerra comercial mediante).

Es sabido también que la globalización se ha convertido para muchos en el chivo expiatorio de todos los males, hasta el punto de que cada día son más los que vociferan a favor del proteccionismo y del nacionalismo más rancio y excluyente. Y, lo que es peor, cada vez son más los que los escuchan.

De pronto está de moda dejarse de tapujos y reivindicar posturas consideradas hasta hace poco fuera de nuestro sistema de valores, como el racismo, la xenofobia o el machismo. Sin complejos, dicen.

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Es cierto que la globalización, junto con enormes cuotas de progreso —los 700 millones de personas que China ha sacado de la pobreza son el mejor ejemplo—, ha generado graves problemas; el más visible, el de una desigualdad lacerante. Solo una cifra: desde 1980, el 1% de la población más rico del mundo concentró el 27% de los nuevos ingresos.

El debate entre los intelectuales pivota hoy entre los que creen que la globalización es un proceso inevitable, una evolución natural —si bien accidentada— del ser humano y los que consideran que es un fenómeno pasajero —si bien recurrente— y prescindible.

Buena parte de los primeros encuentra su mejor escenario estos días en el circo de Davos, por el que circula anualmente la élite del poder económico y político global. Curiosamente, en esta edición la estrella invitada ha sido uno de los adalides del retroceso, el presidente brasileño, Jair Bolsonaro. Un foro, por cierto, donde España suele estar escasamente representada, aunque este año ha contado con la presencia del presidente Pedro Sánchez.

Pero la historia demuestra que la solución no pasa por construir muros, recuperar fronteras o identificar nuevos enemigos; tampoco por seguir dejando que sean los mercados los que se autorregulen; ni por la vuelta a un pasado trasnochado, reconstruido en los imaginarios colectivos sobre falacias.

Tal vez porque pertenezco a una generación, y a un entorno, que vio en Europa en particular, y en el mundo en general, una puerta abierta, una aspiración, entiendo que la solución pasa por mejorar un sistema de gobernanza global que ya nació gripado. Un sistema que no permita a unos Estados, por poderosos que sean, bloquear constantemente decisiones que afectan a millones de personas; que ordene la gestión de los bienes comunes —la atmósfera, los océanos…— antes de que caigan en los abusos de unos pocos; que tenga en cuenta que los problemas globales hay que abordarlos también localmente, para no dejar a nadie atrás.

En estos tiempos de introversión es necesario mantener una mirada abierta, y decirlo. Soy globalista. Sin complejos.

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