Columna

Política a la española

Cuando gobierna la izquierda, la derecha acostumbra hacer una oposición dura y demagógica; cuando gobierna la derecha, la izquierda acostumbra hacer una oposición dura y demagógica

Pedro Sánchez y Pablo Casado, durante el pleno del Congreso. ULY MARTÍN (EL PAÍS)

El Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) pregunta por la crispación y, si el propósito es hacernos ver que tenemos un problema, hace bien. Vivimos en un país excesivo con la irritante costumbre de generar un caso Dreyfus cada semana, en el que la conversación pública es un aspérrimo concurso de exageraciones, rompimientos de vestiduras y careos tan pródigos en consignas como cicateros en ideas. Sumemos el efecto repetidor de unas redes sociales que, variando a Warhol, nos garantizan a...

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El Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) pregunta por la crispación y, si el propósito es hacernos ver que tenemos un problema, hace bien. Vivimos en un país excesivo con la irritante costumbre de generar un caso Dreyfus cada semana, en el que la conversación pública es un aspérrimo concurso de exageraciones, rompimientos de vestiduras y careos tan pródigos en consignas como cicateros en ideas. Sumemos el efecto repetidor de unas redes sociales que, variando a Warhol, nos garantizan a todos 15 minutos de odio y el resultado es una invitación a brindar con cicuta. Lo sorprendente es que bajo la borrasca de acritud está la intrahistoria de una sociedad, la española, ampliamente dotada para las relaciones sociales. Un embajador se preguntaba hace no mucho cómo es posible que un país que destaca por la calidez del trato humano entre particulares no sea capaz luego de trasladarla a su vida política. La pregunta quedó sin respuesta.

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Dos países que conozco bien ofrecen un interesante contraste. Podríamos hacer como en Canadá, donde la conversación política es mesurada. O podríamos hacer como en Italia, donde la trifulca es habitual, pero en el que su clase dirigente, al contrario que la nuestra, no se cree sus propias exageraciones y halla siempre el modo de llegar a amplios acuerdos. En España, en cambio, los políticos parecen creerse las cosas tremendas que dicen. La retórica de la izquierda es redentorista: con ella ha llegado la democracia y la dignidad. La retórica de la derecha es apocalíptica: sin ella ha llegado el caos y la ruptura. Pablo Casado acusa al presidente de ser partícipe de un golpe de Estado: una acusación falaz que envenena la vida pública. Pero no la emponzoña menos que la izquierda sostenga rutinariamente que el PP es extrema derecha, o que se acuse a Ciudadanos de “agitar el odio”, cosas igualmente falsas. Seamos francos: en España, cuando gobierna la izquierda, la derecha acostumbra hacer una oposición dura y demagógica; cuando gobierna la derecha, la izquierda acostumbra hacer una oposición dura y demagógica. No agraviemos nuestra capacidad de juzgar honestamente llamando a lo primero “crispación” y a lo segundo “indignación”.

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Tengo para mí que la causa de tanta irritabilidad proviene de la anómala circunstancia de haber sumado en España, a los problemas típicos de una democracia madura, un problema existencial: el de la propia pervivencia del Estado. No por nada según los entrevistados del CIS son los independentistas los que más contribuyen a la crispación. Mientras los grandes partidos no saquen de la competición política la cuestión territorial y priven al secesionismo de su papel de árbitro, seguiremos tensos y contraídos, que en eso consiste estar crispado. La política española se serenará solo cuando el país vuelva a pasar, 40 años después, por la experiencia de un gran acuerdo interpartidista que crezca desde el centro hacia los extremos, y no desde los extremos hacia ninguna parte.

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