Análisis

Un cuento peligroso

La secesión no era un cuento que terminaba bien. Los cuentacuentos hicieron todo para alcanzarla, pero no bastaba con las palabras

El expresident Carles Puigdemont en una imagen de archivo.Vídeo: Markus Schreiber (AP) / EL PAÍS

Ahora resulta que la secesión era un cuento. Un cuento que los secesionistas explicaban a sus partidarios y se explicaban ellos mismos para convencerse de la justicia de su causa y, sobre todo, del ineluctable cumplimiento de sus planes. Era tanta la fe que ponían en sus palabras que llegaron a creer en sus virtudes generadoras. Iban a proclamar la república y la república iba a hacerse de la noche a la mañana.

Para la secesión no bastaba el cuento. También se necesitaban actos del Govern y del Parlament y la participación de millones de ciudadanos, con ficciones de leyes y de ...

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Ahora resulta que la secesión era un cuento. Un cuento que los secesionistas explicaban a sus partidarios y se explicaban ellos mismos para convencerse de la justicia de su causa y, sobre todo, del ineluctable cumplimiento de sus planes. Era tanta la fe que ponían en sus palabras que llegaron a creer en sus virtudes generadoras. Iban a proclamar la república y la república iba a hacerse de la noche a la mañana.

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Para la secesión no bastaba el cuento. También se necesitaban actos del Govern y del Parlament y la participación de millones de ciudadanos, con ficciones de leyes y de referendos imprescindibles para que encajara la narración sobre la independencia y la construcción de la república. Había que vulnerar las prohibiciones y desobedecer a cuantos tribunales, leyes, instituciones, letrados y organismos se interpusieran en los propósitos de los cuentacuentos.

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La secesión no era un cuento que terminaba bien. Los cuentacuentos hicieron todo para alcanzarla, pero se olvidaron de lo más importante: no bastaba con las palabras. Las palabras fueron dichas en dos ocasiones y en dos ocasiones los hechos no siguieron. La ruptura con la legalidad democrática y constitucional fue consumada, pero sus autores se esfumaron, unos fugados al extranjero y otros encerrados en sus casas a la espera de que la justicia les convocara. Amagaron y no dieron. Se declararon en rebelión pero no se rebelaron.

Ahora un tribunal alemán, lejano y ajeno, solo se atreve a atisbar una posible malversación de fondos en aquella gesta insólita, única en la reciente historia europea, de unos revolucionarios inconsecuentes, unos rebeldes reluctantes, unos secesionistas burgueses y acomodaticios, incapaces de terminar lo que habían empezado. Lo celebran, y con razón, sus abogados defensores: les están librando de lo peor. También lo celebran, sin razones políticas de fondo, los dirigentes de la inconsecuencia independentista y lo condenan, con idéntica fuerza argumental, sus enemigos vigilantes de la sagrada unidad de la patria.

Unos y otros pronuncian palabras indebidas, que poco se corresponden con el correcto funcionamiento de la justicia, en España, en Alemania y en la UE, pero sirven para mantener el hilo del cuento. La justicia europea no ha desautorizado a la española. Nada de lo sucedido mancilla la independencia de los tribunales, los de allí y los de aquí. Nada debe enturbiar tampoco la cooperación judicial europea. Los políticos presos no son presos de conciencia, ni víctimas de una limitación de libertades que no ha existido. Por más que se empeñen los cuentacuentos, no será un tribunal provincial alemán el que declare que en España hay presos políticos.

Es flagrante la dificultad para tratar como se merecen a quienes pretenden la secesión de un territorio, vulnerando la legalidad y unilateralmente, pero a la vez sin utilizar la fuerza, esperando que sea la fuerza utilizada para reprimirla la que consiga el efecto de la separación deseado. Era solo un cuento, pero un cuento peligroso, sobre todo para los que lo han contado.

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