Frutas, joroba de brahmán y un cocinero a tener en cuenta

Una mañana en el Mercado Minorista de Medellín equivale a una especie de inmersión en un universo que estimula la fantasía

El cocinero Miguel Warren, en el restaurante Barcal.I. M.

Una mañana en el Mercado Minorista de Medellín equivale a un curso intensivo de fruticultura. Una especie de inmersión en un universo que estimula la fantasía y acaba siendo llamativo y excitante. Voy abriendo y probando frutas que nunca había tenido en la boca y la semana se vuelve luminosa y fértil. Descubro sabores, formas y colores que se revelan tan impactantes como el de la gulupa. Su nombre legal es Passiflora pinnatistipula, pero ¿qué quieren?, cuando te bautizan así vives abocado al mote: gulupa por estas tierras y leo que purupuru en Ecuador y tintin en Perú. Por fuera es re...

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Una mañana en el Mercado Minorista de Medellín equivale a un curso intensivo de fruticultura. Una especie de inmersión en un universo que estimula la fantasía y acaba siendo llamativo y excitante. Voy abriendo y probando frutas que nunca había tenido en la boca y la semana se vuelve luminosa y fértil. Descubro sabores, formas y colores que se revelan tan impactantes como el de la gulupa. Su nombre legal es Passiflora pinnatistipula, pero ¿qué quieren?, cuando te bautizan así vives abocado al mote: gulupa por estas tierras y leo que purupuru en Ecuador y tintin en Perú. Por fuera es redondeada y oscura, sin demasiado atractivo, y cuando la abres va llena de pequeños granos parecidos a los del maracuyá pero coloreados en verde y naranja. El sabor es ácido, aunque no punzante, muy perfumado y envolvente. Quiero vivir con ella. El otro es el níspero costeño, alias sapotilla —Manilkara huberi en los registros—, también redondo aunque un poco más grande que la gulupa y la piel marrón, salpicada de irregularidades. Dentro tiene grandes pepas negras y una pulpa color crema, azucarada y densa, con un profundo y hechizante sabor a panela; como una confitura envasada en el propio fruto. Increíble. Me enamoro dos veces en la misma mañana.

Hay más descubrimientos en este paseo por el mercado. Encuentro la cañandonga —dejamos ya la nomenclatura oficial—, con la vaina larga y oscura llena de semillas y una pasta amarga y astringente rodeándola, la calabaza de olor —apepinada, piel amarillenta— a la que también llaman melocotón, una variedad de la algarroba más gruesa y corta que en mi tierra, el zapote costeño y así sucesivamente. También abunda el minúsculo y temible ají pajarito, de todos los colores imaginables, y me quedo enganchado con lo que llaman oreganón —orégano francés, orégano brujo o tomillo español en otras tierras—, con sus descomunales hojas y un aroma parecido al del orégano aunque más fresco y estimulante. Nunca lo había visto, así que pregunto y resulta originario de África, muy abundante al sur de México donde le dicen menta mexicana. También es tiempo de moras. Gozo sólo con ver las manos de los vendedores teñidas con el jugo.

Dejo de lado la precariedad que enmarca la relación con la carne y el lamentable espectáculo de las pescaderías, convertidas en coto casi privado de la tilapia y por eso cómplices de una de las grandes atrocidades que sufren las aguas dulces latinoamericanas, buscando nuevas sorpresas. Una de ellas es una pieza de carne espectacularmente tratada. Procede del morrillo de una res —corresponde al músculo de la joroba del ganado brahmán— y me la sirven en Carmen, un comedor de referencia. Están jugando a madurar las carnes con toda la cordura que le falta a tanto aprendiz de brujo —no suelen pasar de 30 días; lo necesario para quitar el rigor mortis y darle ternura— y han entendido que cada músculo tiene unas necesidades específicas. Este va por encima de los 40 días, pero propone una carne jugosa, tierna y delicada. Pido otra ración.

La mayor sorpresa llega en Barcal, el pequeño restaurante abierto hace apenas dos años por Miguel Warren, un cocinero insultantemente joven y sorprendentemente bueno. No está en los circuitos gastronómicos que últimamente muestra Pro Colombia en las campañas promocionales de la gastronomía nacional. Hacen un buen trabajo, pero deberían entender que cuando sus rutas dejan de lado a cocineros como Warren, los cartageneros Jaime Rodríguez y Sebastián Pinzón o Julián Hoyos, en el Quindío, están ocultando algunos de los momentos más brillantes de la actual cocina colombiana y sobre todo el tremendo futuro que le aguarda a la vuelta de la esquina.

Barcal es uno de esos restaurantes se asoman a los nuevos tiempos de la cocina desde el producto local. El trabajo de Miguel Warren muestra ideas, compromisos, un buen dominio técnico, sensibilidad y sentido común. Si lo acumulas, es mucho. Le queda camino por recorrer para redondear sus propuestas y darle más impacto a algunas combinaciones, pero platos como la arepa con mahonesa de café, la lengua con mandioca y hormiga culona o el kumis con zapallo, sandía y limón son más que una carta de presentación; toda una llamada de atención.

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