Columna

La voz de la calle

Porque el ministro no nos ha explicado si esa voz es más justa, o más acertada, o más piadosa, o más coherente que otras

Los ministros Fátima Báñez, Íñigo Méndez de Vigo e Íñigo de la Serna en el Senado. KIKO HUESCA / EFE

Hay que escuchar la voz de la calle. Por lo menos algo. Lo decía el ministro portavoz del Gobierno hace pocos días. Suena bien, hmm, suena muy bien, como si oliera a café recién hecho. Lo decía Íñigo Méndez de Vigo, con ese aire de madurito bien educado que llevó, por ejemplo, a José Luis de Vilallonga a compartir película con Audrey Hepburn en Desayuno con diamantes. El consejo —porque era un consejo y no una amenaza— iba dirigido fundamentalmente al PSOE por su beligerancia en torno a la derogación de la prisión permanente revisable, uno más de los bodrios que dejó...

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Hay que escuchar la voz de la calle. Por lo menos algo. Lo decía el ministro portavoz del Gobierno hace pocos días. Suena bien, hmm, suena muy bien, como si oliera a café recién hecho. Lo decía Íñigo Méndez de Vigo, con ese aire de madurito bien educado que llevó, por ejemplo, a José Luis de Vilallonga a compartir película con Audrey Hepburn en Desayuno con diamantes. El consejo —porque era un consejo y no una amenaza— iba dirigido fundamentalmente al PSOE por su beligerancia en torno a la derogación de la prisión permanente revisable, uno más de los bodrios que dejó Alberto Ruiz-Gallardón a su paso por el Ministerio de Justicia.

Yo me imaginaba las caras de satisfacción de Pablo Iglesias o de Anna Gabriel. Escuchar la voz de la calle. Suena bien.

Lo único malo es si uno lo hace y se acostumbra. Y empieza a mandar o a legislar —que es más grave— escuchando la voz de la calle. Porque el ministro no nos ha explicado si esa voz es más justa, o más acertada, o más piadosa, o más coherente que otras.

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En los mismos días en que el PP pedía que se escuchara la voz de la calle, en España se podía escuchar a los pensionistas pedir aumentos “insoportables”, por ejemplo.

Pero había voces peores: en el barrio madrileño de Lavapiés, un montón de individuos (no sé si todos eran ciudadanos) llamaban muchas cosas a la policía. Y era la calle.

Los de Lavapiés clamaban contra una muerte. Y posiblemente se equivocaban al señalar a la policía como responsable. Pero estaban en realidad clamando contra muchas otras muertes. Contra las que provocan los Gobiernos europeos, apoyados por sus votantes europeos, que escuchan la voz de sus calles para mantener las puertas cerradas para quienes tienen hambre, pasan frío, o temen ser asesinados en guerras que no entienden.

¿Es una voz de la calle el barco Open Arms, inmovilizado por las autoridades italianas por salvar vidas de inmigrantes en el mar? ¿Es una voz de la calle la de los cientos de senegaleses que quieren vivir de alguna manera (las mafias se han encargado de ofrecerles una de las peores, una manta), que quieren dar de comer todos los días a sus familias?

Quizás Méndez de Vigo se refiera a eso. Y no a la enorme corrupción que supone la democracia directa, la voz de la calle que implanta en algunos países la pena de muerte. “Los de Múnich, al paredón”. ¿Les suena? Voz de la calle.

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