Columna

Telépolis

Los dos grandes precursores fueron Puigdemont y el director de Tráfico

Discurso desde Bruselas de Carles Puigdemont. En primer plano Josep Rull con otro candidato.Massimiliano Minocri

Cuando comenzó a profundizarse en la globalización, algunos empezaron a hablar del “fin de la geografía”. Poco después esta idea cobró aún más fuerza con el desarrollo de las tecnologías telemáticas. Ya no había distancias. Con el smartphone en el bolsillo uno podía estar en todas partes o acceder a todas las comunicaciones humanas posibles. Conceptos como la presencia o la ausencia, la cercanía o lejanía, perdieron su sentido. Siempre podíamos hacernos presentes, estar sin estar, participar sin concurso físico. La visión dejó de ser el único sentido que podíamos ejercer a distancia, ...

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Cuando comenzó a profundizarse en la globalización, algunos empezaron a hablar del “fin de la geografía”. Poco después esta idea cobró aún más fuerza con el desarrollo de las tecnologías telemáticas. Ya no había distancias. Con el smartphone en el bolsillo uno podía estar en todas partes o acceder a todas las comunicaciones humanas posibles. Conceptos como la presencia o la ausencia, la cercanía o lejanía, perdieron su sentido. Siempre podíamos hacernos presentes, estar sin estar, participar sin concurso físico. La visión dejó de ser el único sentido que podíamos ejercer a distancia, todo devino posible en este bravo nuevo mundo de la comunicación virtual generalizada.

Los historiadores, aunque en esto la doctrina no es unánime, fecharon la traslación a la política de estas innovaciones a comienzos de 2018 y, curiosamente, en España. Los dos grandes precursores de la telépolis fueron, a su juicio, Puigdemont, el primer telepresident del mundo, y un hasta entonces oscuro director general de Tráfico, quien afirmó que la gestión de crisis podía hacerse desde el sofá de su casa en provincias; bastaba con estar conectado a Internet y a la red telefónica.

Como todos los grandes innovadores, al principio fueron incomprendidos y vituperados. Guiados por un trasnochado fetichismo de la presencia física, nadie supo apreciar su atrevimiento. Por empezar con Puigdemont, ¿acaso no se gobernaba Europa desde Bruselas? Pues con mayor razón valía esto también para una pequeña región como Cataluña. Además, ¿no habíamos acabado con el determinismo espacial? Entonces, ¿qué sentido tenía el Estado territorial? La auténtica independencia es la que se consigue unificando a los ciudadanos en una comunidad virtual bien acoplada a su líder. La comunión con el líder virtual pasaba a ser el equivalente funcional del control soberano del territorio. La república catalana estará donde se encuentre su president conectado en red con sus fieles.

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Nuestro director general no fue menos osado. Porque le taparon la boca, si no hubiera dicho que eso de la gestión está sobrevalorado. Al final todo es cuestión de impulsos telemáticos cuasiautomatizados. ¿Acaso no florecieron en Europa gobiernos en funciones durante meses y meses sin que nada ocurriera? Por lo demás, hacía tiempo ya que eso de gobernar de verdad había pasado a mejor vida, ya estuviera uno en Sevilla, Madrid o en la sierra de Gredos.

Hay que decir que hasta que acabó asentándose la verdadera telépolis pasamos por fases oscuras y difíciles. Faltaba por incorporar al sistema político de una manera más efectiva a los propios ciudadanos, que hasta entonces vagaban perdidos por estruendosos y caóticos enjambres digitales. Como casi siempre, la solución se encontró gracias a una innovación tecnológica, una app que permitió el cese popular online de políticos cantamañanas. Dicen que su joven inventor se inspiró para ello en nuestros dos protagonistas, cuya relevancia histórica quedó así corroborada. Pero sobre esto tampoco hay unanimidad en las fuentes.

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