Análisis

Una época que agoniza

Las elecciones quieren cerrar un ciclo, pero no es seguro que lo consigan

Carteles de propaganda de Ciudadanos y ERC rotos en Barcelona.Cristobal Castro (EL PAÍS)

No es una campaña la que termina. O no solo. Es una época entera que se despide. Lo único cierto es que no hay regreso y que nada a partir de mañana será como antes. No sabemos ni siquiera si a este final le seguirá exactamente un tiempo nuevo, una época distinta, o si permaneceremos varados en una interminable agonía.

La incertidumbre solo terminará si el resultado define con claridad la política del futuro, un Parlamento con capacidad para hacer sus funciones: dialogar, hablar, hacer leyes para todos no para ...

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No es una campaña la que termina. O no solo. Es una época entera que se despide. Lo único cierto es que no hay regreso y que nada a partir de mañana será como antes. No sabemos ni siquiera si a este final le seguirá exactamente un tiempo nuevo, una época distinta, o si permaneceremos varados en una interminable agonía.

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La incertidumbre solo terminará si el resultado define con claridad la política del futuro, un Parlamento con capacidad para hacer sus funciones: dialogar, hablar, hacer leyes para todos no para unos pocos, y un Gobierno que gobierne dentro de sus competencias y atienda al interés también de todos, no de una secta o una partida.

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La actual convocatoria terminó con una indefinición peor de la que tenemos ahora, cuando todavía no sabemos cómo será esta época en la que pretendemos adentrarnos. Desde el 6 y de 7 de septiembre, con la aprobación de unas iliberales leyes de desconexión, y antes incluso con la gestión partidista de los atentados del 27-A en Barcelona y Cambrils, se abrieron las puertas a una incertidumbre como no había vivido Cataluña al menos desde la muerte de Franco.

A pesar de la corta memoria digital de nuestra época, es difícil olvidar la angustia suscitada por una auténtica situación de doble poder, con dos Gobiernos enfrentados, dotados cada uno de ellos de sus fuerzas de seguridad, sus medios de comunicación y sus movilizaciones en la calle, que ha durado casi dos meses y solo cortó la aprobación por el Senado de la destitución del Gobierno de Puigdemont y la disolución del Parlament para convocar inmediatamente elecciones.

Las elecciones quieren cerrar un ciclo, pero no es seguro de que lo consigan. Por lo que dicen los pronósticos, fácilmente necesitaremos otras para intentar saltar este obstáculo pertinaz que hemos construido. Los procesos judiciales, con los políticos presos y huidos, estarán ahí para recordárnoslo a partir del 22-D como lo están hoy mismo como emblema de la anormalidad política en que nos hemos sumergido.

En tan extrañas condiciones se celebra esta extraña e incierta votación, en la que tanto como a diputados y a partidos se vota a la regla de juego, con algo por tanto de constituyentes, puesto que de ellas surgirán las mayorías que determinarán cómo será la ley futura bajo la que jugaremos todos. Que fueran constituyentes era la persistente voluntad de más de la mitad del abanico de partidos, unos porque querían constituir un Estado aparte, y otros, porque querían constituirlo para todos los españoles.

Pero no lo son. Ni para la otra mitad de los partidos ni para el presidente Rajoy que las ha convocado, y esto basta para que definitivamente no lo sean. Ni siquiera una improbable victoria en votos y en escaños de quienes quieren la república catalana bastaría para que esta se materializara. No sucedió antes de que el artículo 155 de la Constitución fuera desprecintado y no sucederá ahora que está listo para su uso, en cuanto un Gobierno autónomo se aventure a desobediencias legales que le están prohibidas.

No constituirán nada pero pueden desconstituir lo que tenemos, especialmente si en vez de definir nuevas mayorías definen un tiempo sin rumbo, cada vez más embarrado en la división entre catalanes.

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