Columna

Una sartén y unas croquetas

NO ESTOY segura de cuál es la interpretación correcta de lo que pasó.

Lo que es evidente es que a esa guionista de treinta y tantos años nunca le ha pasado lo que me había pasado a mí a su edad. Ningún hombre ha consultado ante ella el reloj en una reunión política para decirle que ya eran las nueve de la noche y a lo mejor tendría que irse a casa a hacer la cena en vez de seguir molestando con sus propuestas. Ninguno le ha dedicado en un partido de fútbol, o de baloncesto, el antaño célebre grito “¡forofas, a fregar!”. ...

Suscríbete para seguir leyendo

Lee sin límites

NO ESTOY segura de cuál es la interpretación correcta de lo que pasó.

Lo que es evidente es que a esa guionista de treinta y tantos años nunca le ha pasado lo que me había pasado a mí a su edad. Ningún hombre ha consultado ante ella el reloj en una reunión política para decirle que ya eran las nueve de la noche y a lo mejor tendría que irse a casa a hacer la cena en vez de seguir molestando con sus propuestas. Ninguno le ha dedicado en un partido de fútbol, o de baloncesto, el antaño célebre grito “¡forofas, a fregar!”. Nadie le ha sugerido que ponga morritos ante la cámara o que se baje la hombrera del vestido para lograr una pose pícara en una foto profesional. Estoy segura de que nunca le ha pasado nada parecido y me alegro por ella, pero ni aun así consigo entenderla.

Me pasó hace muy poco, en un programa en directo de una televisión regional. Cuando me estaban maquillando, la guionista, una chica normal, vestida de chica normal, con la cara lavada y un gesto simpático, hasta travieso, me dijo que, como sabían que me gusta cocinar, habían tenido una idea genial. Habían encontrado un mueble de cocina, una placa eléctrica portátil, y habían decidido que yo iba a ponerme un delantal y a freír croquetas de jamón durante una entrevista destinada, en teoría, a hacer promoción de mi última novela. Hace 30 años, cuando empecé a publicar, de vez en cuando me proponían esa clase de cosas. Desde hace más de 20, jamás creí que algún día volverían a pedirme nada parecido.

Por supuesto le dije que no. Que no iba a ponerme un delantal para salir en la tele, que no pensaba tocar una sartén delante de una cámara, que nunca jamás había posado en una cocina y que nunca jamás lo haría. Ella me devolvió una mirada de asombro purísimo y me preguntó por qué. Le respondí —de una forma un tanto atropellada, desestructurada por mi propio estupor, lo reconozco— que yo soy escritora, no cocinera, que no me apetecía que las redes sociales me consagraran como la autora maruja de la temporada, y que a ella jamás se le ocurriría proponerle a un escritor de mi edad que cambiara la rueda de un coche o colgara un cuadro en un plató de televisión. Porque a lo mejor ella no lo sabe, pero yo sí lo sé. Estoy segura de que eso nunca se le habría ocurrido.

Le respondí que yo soy escritora, no cocinera, que no me apetecía que las redes sociales me consagraran como la autora maruja de la temporada.

No me entendió. Me di cuenta de que no me entendía. Al rato, mientras seguían maquillándome, vino a verme una mujer mayor que ella, algo más joven que yo, para preguntarme si me importaría que fuera el presentador del programa el que friera las croquetas. Yo ya estaba escuchando las voces de Martes y Trece, el sketch de Encarna y las empanadillas de Móstoles, y sólo tenía ganas de salir corriendo, de quitarme los pañuelos de papel que me había puesto la maquilladora en el cuello de la blusa y huir, pero respondí que no, que si él quería freír las croquetas, a mí no me importaba estar a su lado. A mi entrevistador no debió de gustarle la idea, porque al final, tras una nueva conversación con la directora del programa, sostuvimos una charla normal y corriente, los dos sentados, él en su silla, yo en un sofá. Hablamos de mi libro y, además, de un estudio de algún investigador que ha descubierto el Mediterráneo al concluir que cocinar estimula la creatividad. Y todo salió muy bien, aunque respiré aliviada cuando volví a salir a la calle.

He pensado mucho en esto y no sé cómo interpretarlo. ¿Vivimos en un mundo feliz, donde los viejos estereotipos de la sociedad patriarcal tradicional han sido superados y yo no me he enterado? Me temo que no. Y entonces… ¿Cómo es posible que una mujer joven no los tenga en cuenta? ¿Que ante la posibilidad de hacer “algo fresco, distendido, divertido, cool”, y por muy de moda que se hayan puesto los cocineros en la televisión, no repare en las implicaciones de insistir en un estereotipo caduco, tan peyorativo para la imagen de las mujeres trabajadoras de cualquier época, como ponerle un delantal a cualquiera que haya destacado en su profesión para que fría croquetas delante de una cámara? ¿Qué hemos hecho mal? ¿Qué no hemos sabido contar? ¿Por qué esa chica y yo no nos entendimos?

Todavía no he descubierto la respuesta.

Sobre la firma

Archivado En