Columna

La diosa que nunca se fue

NO LEJOS de donde escribo, y en un lugar de abrigo de la Costa da Morte llamado O Cereixo, hay un árbol santo. Es un buen roble, en todos los sentidos. Confieso que voy con frecuencia allí, a abrazarme. No es por superstición ni tampoco por realismo mágico. No espero que el árbol me devuelva el abrazo ni me susurre historias de druidas ni se eche a andar llevando su sombra a modo de sombrero, aunque tampoco me importaría compartir con él la lógica del asombro. Voy porque me sienta bien. Y eso es casi todo.

Donde, de alguna forma, hablan los árboles, y toda la red de almas de lo existent...

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NO LEJOS de donde escribo, y en un lugar de abrigo de la Costa da Morte llamado O Cereixo, hay un árbol santo. Es un buen roble, en todos los sentidos. Confieso que voy con frecuencia allí, a abrazarme. No es por superstición ni tampoco por realismo mágico. No espero que el árbol me devuelva el abrazo ni me susurre historias de druidas ni se eche a andar llevando su sombra a modo de sombrero, aunque tampoco me importaría compartir con él la lógica del asombro. Voy porque me sienta bien. Y eso es casi todo.

Donde, de alguna forma, hablan los árboles, y toda la red de almas de lo existente, también como memoria e imaginación, es en dos obras que venero: La rama dorada, de J. G. Frazer, y La diosa blanca, de Robert ­Graves. En ambos se cumple esa alquimia de ver la naturaleza como un libro y el libro como un mundo.

La diosa blanca es un buen libro para abrazar. Y ojalá funcionara el abrazo como el rito de un contagio.

La diosa blanca es un buen libro para abrazar. Y ojalá funcionara el abrazo como el rito de un contagio. Robert Graves publicó su primera obra cuando era un joven poeta gravemente herido en la batalla del Somme, en 1916, en la Primera Guerra Mundial. Aquel horror, y la desesperación ante la rápida desmemoria ambiental, le llevará a escribir la gran catarsis que es Adiós a todo eso (1929). Obras como Yo, Claudio (1934), que inspirará la serie ya mítica en la ficción televisiva, harán de Graves un autor tan popular como de culto. Cuando publica The White Goddess (1948), esa revolución óptica que sacude la antigua jerarquía patriarcal de lo divino, Robert Graves vivía en Deià, Mallorca, donde dirá su definitivo adiós a todo esto en 1985, a los 90 años.

La diosa blanca (existe una magnífica edición en castellano de Alianza Editorial, la de 2014) es ese tipo de exploración que va más allá de lo desconocido y en la que nos preguntamos no solo cómo alguien ha llegado hasta ahí, sino también cómo ha podido contarlo. Es muy difícil que tanta información, oculta o semioculta, se sustancie en maravilla poética. Tal vez Graves no podría haber escrito ese libro sin ayuda de la mismísima diosa blanca, esa musa que también nombramos como la Luna. Ver con luz de luna coincidiría con la sensibilidad óptica que Paul Celan describía así, abreviando: hay ojos que divisan un fondo y hay otros que van a lo profundo de las cosas. Graves escribía con esos ojos que no divisan un fondo, pero ven más profundo.

Puedo abrazar el árbol santo. Puedo abrazar La diosa blanca. Pero todavía con más fuerza después de descubrir algo que ignoraba sobre la propia historia del libro.

Al principio, y pese al historial literario y académico de Graves, nadie quería publicarlo. Hoy resulta inexplicable, al igual que el rechazo a Lolita, de Vladímir Nabokov, o a Rebelión en la granja, de George Orwell, o El señor de las moscas, de William Golding. La primera obra de Jack London fue rechazada en 600 ocasiones. No me extraña que a London le gustara el boxeo. A Nietzsche también le pusieron la proa, pero el genio estaba por encima de esas adversidades y entendió que había nacido antes de tiempo. En España siempre se cita el caso de Cien años de soledad. Me parece que, más que rechazo, lo de Barral fue un monumental despiste: se asustó con lo de los cien años.

Pero ¿por qué el rechazo a La diosa blanca? Tal vez no sea tan extraño. Podemos imaginar la turbación de lectores y editores. En un principio, las culturas matriarcales tenían un poder divino femenino. El dominio de las menores divinidades masculinas fue paralelo a la imposición del patriarcado.

Fue visto como un libro peligroso. Y lo era. No sabían los editores hasta qué punto.

En un trabajo de Eugénio Lisboa sobre los más llamativos rechazos editoriales en Jornal de Letras leo que el primer editor que no quiso saber nada de La diosa blanca falleció pocos días después de un ataque al corazón. El libro llegó a un segundo editor, que también lo rechazó indignado. Al poco tiempo apareció ahorcado. Llevaba puesto un sostén y unas bragas de mujer. El libro fue enviado a la editorial Faber & Faber. Le correspondió a T. S. Eliot dictaminar la publicación o no del libro. Su informe era más que positivo. Había que publicar y de inmediato La diosa blanca: “¡Cueste lo que cueste!”.

Todo el mundo habla ahora de los abusos del depredador Harvey Weinstein, el productor de Hollywood. En su estupor de falso dios de cartón piedra, seguramente ignora que quien lo hizo caer fue la diosa blanca.

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