Columna

La caza del ecologista

OJALÁ ESTE ARTÍCULO sea inútil. Lo escribo con el deseo de que me lo estropee la realidad. De que todo haya sido una pesadilla. Ojalá los hechos desmientan la sospecha y yo quede como un huevón alarmista. Sería demasiado doloroso, un zarpazo de terror, que en Argentina, donde se ha tenido el coraje democrático de juzgar los crímenes contra la humanidad de la dictadura militar, volviese a darse un caso de “desaparición forzada” por actuación policial.

Nombrar hoy a ...

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OJALÁ ESTE ARTÍCULO sea inútil. Lo escribo con el deseo de que me lo estropee la realidad. De que todo haya sido una pesadilla. Ojalá los hechos desmientan la sospecha y yo quede como un huevón alarmista. Sería demasiado doloroso, un zarpazo de terror, que en Argentina, donde se ha tenido el coraje democrático de juzgar los crímenes contra la humanidad de la dictadura militar, volviese a darse un caso de “desaparición forzada” por actuación policial.

Nombrar hoy a Santiago Maldonado es ponerle nombre a una grieta, un hueco, un vacío donde retumba una pregunta que recorre Argentina y más allá: ¿dónde está Santiago Maldonado? El agujero, el cráter humano, ese primer círculo de vacío, podemos intentar localizarlo en un lugar del mapa mundial de la injusticia. Señalar en la esfera con la yema del dedo. Aquí, en Cushamen, a la orilla del río Chubut, había un joven de 32 años, artesano, tatuador, nacido el 25 de mayo (Buenos Aires). No tenía militancia política, informó su hermano Germán. Detectaba la injusticia, eso sí, y se rebelaba contra ella. Un caminante de orillas, equipado de sensibilidad. Estaba aquí el pasado 1 de agosto. Y ahora no está. Ese día la Gendarmería Nacional reprimió una protesta de la comunidad mapuche, que lucha desde hace años contra el espolio de tierras ancestrales. Hay testigos indígenas que aseguran haber visto cómo Santiago era golpeado e introducido en un furgón policial.

Nombrar hoy a Santiago Maldonado es ponerle nombre a una grieta, un hueco, un vacío donde retumba una pregunta que recorre Argentina.

Desde entonces, lo único que hay es ese vacío que retumba. Y una causa judicial, recalificada como “desaparición forzada de persona”, después de una primera y anómala instrucción. En ese periodo inicial, según denuncia la familia y los organismos de derechos humanos, se habría malgastado un tiempo precioso para descubrir la verdad sobre lo ocurrido.

Hay personas que se consideran ciudadanos del mundo porque pisan muchos aeropuertos. A mí me parece que ser ciudadano del mundo es preguntarse, en Argentina y en cualquier lugar, dónde está Santiago Maldonado. Salvar a Santiago, parafraseando el Talmud, es salvar a la humanidad. Y en el sentido contrario, perder a Santiago sería una derrota de la humanidad.

Todas las historias de salvación o pérdida tienen algo en común. Pero en este caso hay una dimensión singular. La posibilidad, la sospecha, de un crimen que “hace época”. La “desaparición forzada” en el tiempo de Google Maps, de las aplicaciones GPS con un simple celular. Se puede encontrar la aguja en un pajar, pero no una persona en la impenetrable injusticia. El mapa de la infamia también se deslocaliza, se esconde tras fachadas poderosas o se oculta en grandes territorios de hojarasca desinformativa e intoxicación.

La pulsión de la justicia es un viento que atraviesa los tiempos, pero cambian los miedos y las intimidaciones para frenarla. Eros, el deseo, la felicidad como rescate, se enfrentan a un mutante y astuto Tánatos. Lo que ha ocurrido con Santiago enfrenta una “moderna” criminalidad global. La que tiene por principal enemigo el ecologismo, el ambientalismo, porque es un arco iris contra todo el destejido de injusticias. Las codicias de la globalización se llevan por delante a la vez la naturaleza y el medio de vida de los pueblos que la habitan, respetan y protegen.

Así que Santiago es también Wayne Lotter, asesinado en Masaki, Tanzania, el 16 de agosto, defensor de los elefantes y desvelador de las redes de tráfico de marfil. Y es Berta Cáceres, mujer india, ecologista y feminista, asesinada en Honduras junto con otros cuatro ambientalistas por su oposición a la presa de Agua Zarca, que causará la inundación y destrucción de las comunidades indígenas. Como lo fue antes en Costa Rica Jairo Mora, protector del medio marino. Y Chico Mendes, el héroe brasileño que se enfrentó a la destrucción provocada por la deforestación ilegal y a la poderosa maquinaria que está detrás de ese crimen contra el planeta. Como en Brasil perdió la vida por su activismo el biólogo español Gonzalo Alonso, que denunció la actividad criminal contra las aguas y los bosques en el parque natural de Cunhambebe. Y en Nigeria, Ken Saro-Wiwa, escritor del que se hablaba como futuro premio Nobel, ejecutado con otros ocho indígenas ogoni por denunciar el crimen ecológico de las petroleras en el delta del Níger.

Otro mundo es posible, sí. Y por eso hay otro tipo de crimen. El que busca aniquilar a la gente que habla por los pueblos y la naturaleza a la vez.

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