A los hijos de los esclavos no les gustan las estatuas
Cualquiera que viva en EE UU sabe que las barreras entre negros y blancos siguen ahí
Ruth Odom Bonner murió el 25 de agosto con 100 años. Varios periódicos publicaron la noticia porque Mamá Bonner, como se la conocía en su comunidad, tuvo un papel estelar en la inauguración del Museo de Historia y Cultura Afroamericana de Washington el pasado otoño. Su padre, Elijah Odom, fue un esclavo nacido en 1859 que, después de la guerra civil, logró la libertad y se convirtió en médico. En Estados Unidos aún hay —o había, hasta hace poco— hijos de esclavos. Recordarlo ayuda a entender la profundidad del debate de las estatuas de la América confederada, que muchos grupos progresistas y a...
Ruth Odom Bonner murió el 25 de agosto con 100 años. Varios periódicos publicaron la noticia porque Mamá Bonner, como se la conocía en su comunidad, tuvo un papel estelar en la inauguración del Museo de Historia y Cultura Afroamericana de Washington el pasado otoño. Su padre, Elijah Odom, fue un esclavo nacido en 1859 que, después de la guerra civil, logró la libertad y se convirtió en médico. En Estados Unidos aún hay —o había, hasta hace poco— hijos de esclavos. Recordarlo ayuda a entender la profundidad del debate de las estatuas de la América confederada, que muchos grupos progresistas y antirracistas pugnan por retirar.
El símbolo más criticado es el del general Robert E. Lee, que comandó a las fuerzas del Sur en la guerra de Secesión y, por tanto, resulta perfecto icono de la defensa del esclavismo. El problema, como apuntó Donald Trump tras los disturbios racistas de Charlottesville, estriba en dónde trazar la línea. “George Washington tenía esclavos. ¿Lo quitamos?”, desafió. Lee, según la documentación de la época, era especialmente cruel con los esclavos y su huella en la historia se ciñe a la defensa de esa Confederación. El primer presidente americano, amén de propietario, fue uno de los fundadores de la nación, defendió el principio de la libertad universal y firmó la emancipación de sus esclavos entre sus últimas voluntades.
Ni unos personajes son iguales a otros ni recordar el pasado requiere homenajearlo: muchas estatuas confederadas se erigieron en los años cincuenta y sesenta, justo en plena ebullición del movimiento por los derechos civiles.
Hay quien sostiene que eliminar monumentos implica borrar capítulos de la historia. Ese temor, expresado por un americano, destila candidez. Cualquiera que viva en Estados Unidos y vea las barreras socioeconómicas que separan a los negros de los blancos, o la buena salud de la que gozan los grupos supremacistas, sabe que la huella del legado racista es imborrable. En el museo que Ruth Odom Bonner inauguró unos vándalos han dejado sogas dos veces.