Columna

Palabras repetidas

LO PRIMERO QUE aprendí cuando empecé a colaborar en El País Semanal fue que la actualidad era peligrosa.

Ustedes no pueden saberlo, pero escribo mis artículos con 15 días de antelación. En ese plazo, las noticias envejecen mucho más deprisa de lo que yo imaginaba, y por eso, mis artículos emigraron pronto hacia la ficción para convertirse en pequeños cuentos que me permiten esquivar los noticiones que nadie recuerda dos semanas más tarde. En todo este tiempo, he hecho muy pocas excepci...

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LO PRIMERO QUE aprendí cuando empecé a colaborar en El País Semanal fue que la actualidad era peligrosa.

Ustedes no pueden saberlo, pero escribo mis artículos con 15 días de antelación. En ese plazo, las noticias envejecen mucho más deprisa de lo que yo imaginaba, y por eso, mis artículos emigraron pronto hacia la ficción para convertirse en pequeños cuentos que me permiten esquivar los noticiones que nadie recuerda dos semanas más tarde. En todo este tiempo, he hecho muy pocas excepciones. La de hoy será una de ellas, porque cuando ustedes lean estas líneas, habrán leído ya un millón de palabras sobre los atentados de Barcelona y Cambrils, pero yo no puedo volver a la normalidad sin detenerme en ellos. Les advierto que no seré original. Seguramente no sólo repetiré palabras de otros, sino también palabras que yo misma escribí hace tiempo, siempre después del 11 de marzo de 2004.

Aquel día yo estaba en mi casa, a seis estaciones de metro de la masacre. El 17 de agosto, en cambio, estaba cenando en Sópot, una ciudad del norte de Polonia, cuando alguien me envió un vídeo desde España. Gritos, carreras lejanas, una mujer agonizando sobre el suelo y una línea de texto que identificaba el escenario como Las Ramblas de Barcelona. Al principio no me lo creí. Parecía una broma macabra, como esas noticias falsas que algún cretino se dedica a fabricar para mandármelas y hacerme creer que algún amigo mío ha muerto. En esos casos, tras la falsa necrológica, cuando ya me he quedado sin aliento y el miedo ha doblado mi estómago en un millón de pliegues diminutos, salta una pantalla que avisa de que lo que acabo de ver es una broma. Esperaba algo así, porque me resulta inconcebible que ante la imagen de un cuerpo tirado en una acera, alguien sea capaz de grabar un vídeo en lugar de ayudar, consolar, acompañar al menos a la persona que agoniza. Pero ese aviso no saltó esta vez, porque aquella muerte era real. Al confirmarlo, comenté mi estupor en voz alta sin darme cuenta de que la comensal sentada frente a mí era una traductora polaca que vive en Barcelona. Sólo lo recordé al ver las lágrimas que se asomaban a sus ojos, la velocidad a la que se levantó y salió a la calle a llamar por teléfono. Tras unos minutos regresó más tranquila. Acababa de comprobar que su familia estaba bien, y a partir de ese momento, volví a vivir el infierno de Atocha, el pánico, las llamadas, las noticias, ha muerto alguien que conozco, alguien que conoce un amigo mío, y otra amiga se salvó de milagro porque llegó tarde al AVE, y así un día tras otro, en un círculo perpetuo que nunca se cerrará. Al volver al hotel, mandé mensajes a todos mis amigos barceloneses y no me atreví a preguntarles directamente si estaban bien. Al día siguiente, de sus respuestas deduje que a ninguno le había pasado nada.

Desde entonces, no paro de darle vueltas a la muerte y a la vida.

Desde entonces, no paro de darle vueltas a la muerte y a la vida. Al tiempo que tardó en morir el terrorista tiroteado por los mossos, al coraje del policía municipal que salió corriendo detrás de él, a la bronca que le echó su familia después. El peligro es otra cara de la valentía, el azar, a menudo un cómplice de la muerte. El anonadamiento de los abuelos de Abouyaaqoub, su estupefacción humillada, su insistencia en aclarar que su nieto se radicalizó en España, me ha abrumado tanto como la mala suerte que decretó la muerte de Pau Pérez y salvó la vida de cualquier otro conductor solitario cuyo coche no escogieron los asesinos, cuyo nombre no conoceremos jamás.

Lo demás es lo de siempre. La impotencia de quienes luchan contra suicidas, el asombro de los amigos y vecinos de tantos buenos chicos, el laberíntico subsuelo de las redes sociales, la pobreza, la injusticia, el fanatismo, las viejas reglas del juego eterno, y eternamente perverso, que nutre las filas del Daesh, la angustia que produce detectar un problema y no encontrar soluciones para resolverlo, la división del mundo en víctimas y verdugos, la resistencia a reconocer los defectos de la sociedad que hemos creado. Más allá, sólo hay nombres propios, historias personales, dolores privados y duelos públicos, pena y, antes o después, olvido.

Ya les he advertido que hoy no iba a ser original.

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