Columna

Los de en medio

No corren buenos tiempos para los moderados. Hoy impera la polarización

Carles Puigdemont charla con Oriol Junqueras durante el pleno en el parlamento de Cataluña.Quique García (EFE)

No corren buenos tiempos para los moderados, los templados, los que evitan los extremos. Lo que hoy impera es la polarización, el estar a favor o en contra de algo. Sin matices. Ocurre con todo, desde los toros hasta, claro está, Cataluña. A mí no me gustan los toros y jamás he ido a una corrida, pero nunca me hubiera planteado prohibirlos. El referéndum del 1 de octubre me parece un disparate. Pienso, sin embargo, que es mucho lo que podría haberse hecho antes de llegar a esta situación y que en su momento —al menos desde después de la consulta del 9-N— hubo tiempo y posibilidades suficientes...

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No corren buenos tiempos para los moderados, los templados, los que evitan los extremos. Lo que hoy impera es la polarización, el estar a favor o en contra de algo. Sin matices. Ocurre con todo, desde los toros hasta, claro está, Cataluña. A mí no me gustan los toros y jamás he ido a una corrida, pero nunca me hubiera planteado prohibirlos. El referéndum del 1 de octubre me parece un disparate. Pienso, sin embargo, que es mucho lo que podría haberse hecho antes de llegar a esta situación y que en su momento —al menos desde después de la consulta del 9-N— hubo tiempo y posibilidades suficientes para buscar fórmulas a través de las cuales los catalanes hubieran podido votar. Como, por ejemplo, plantearse en serio una ambiciosa reforma del Estatuto.

Soy plenamente consciente de que decir ahora algo así, cuando estamos en medio del remolino que nos arrastra hacia quién sabe dónde, me convierte en un left behind, en alguien que ya no cuenta porque no está donde hay que estar, en uno de los dos polos en conflicto. Ha llegado el momento de la decisión existencial, que diría nuestro resucitado Carl Schmitt. Ya no hay espacio para diletantismos. La visión de la política que propone el populismo, la de la confrontación y el antagonismo, ha triunfado. La buena política liberal del “gobierno mediante la discusión” ha pasado a mejor vida.

Lo sorprendente es que hemos llegado hasta aquí a través del choque entre dos tipos de liderazgo radicalmente opuestos. Uno, por exceso, el catalán, que enseguida ha apartado a los tibios y se ha calado el gorro frigio hasta las cejas; y otro, el liderazgo por omisión de Rajoy, el líder-burócrata, alguien que se limita a aplicar la legislación vigente. Por un lado, la furia jacobina; por otro, el Estado administrativo. Aunque, bien pensado, nadie ha liderado, la política auténtica ha estado ausente. Desde ambas partes se nos ha abocado al desastre. Unos por exceso de activismo y otros por pasividad exagerada.

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No me malinterpreten, ser de los de en medio, de los que se resisten a dejarse arrastrar por uno de los dos bloques, no significa pensar que ambas partes sean igual de responsables, no equivale a ser equidistante. Exige reivindicar el derecho al pataleo, la imaginación democrática —que las cosas han podido ser también de otra manera— y evitar someterse a la criba de las lealtades patrióticas.

Mi maestro, el gran Francisco Murillo, solía decir que a él le hubiera gustado ser “hispanista sueco”, poder disfrutar de nuestra pintoresca y dramática historia y no sufrir por ello. En esta coyuntura no puedo dejar de recordarlo. Y lo hago con rabia, porque nuestra generación pensaba que ya se había liberado de esa losa. De ahí esta exigencia de moderantismo radical. ¿O qué pensaban, que los de en medio, los blanditos, no podemos enfurecernos también?

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