Columna

El calor

ESTE AÑO ha llegado antes, pero ataca siempre, antes o después.

Ahora se organiza en olas y los telediarios de todas las cadenas las anuncian, las amplían, pintan la Península de rojo, gradúan la intensidad cromática entre el naranja y el púrpura y, bajo el pretexto de dar a la población unas instrucciones que coinciden exactamente con lo que nos decían nuestras madres cuando éramos pequeños —no salgas a andar después de comer; dúchate antes de irte a la cama, pero no con agua fría, sino templada, que alarga el frescor; bebe mucha agua, come fruta y gaz­pacho para no deshidratarte; cier...

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ESTE AÑO ha llegado antes, pero ataca siempre, antes o después.

Ahora se organiza en olas y los telediarios de todas las cadenas las anuncian, las amplían, pintan la Península de rojo, gradúan la intensidad cromática entre el naranja y el púrpura y, bajo el pretexto de dar a la población unas instrucciones que coinciden exactamente con lo que nos decían nuestras madres cuando éramos pequeños —no salgas a andar después de comer; dúchate antes de irte a la cama, pero no con agua fría, sino templada, que alarga el frescor; bebe mucha agua, come fruta y gaz­pacho para no deshidratarte; cierra el balcón y baja la persiana hasta abajo a las once de la mañana y no vuelvas a abrir hasta la hora de cenar, etcétera– crean tal estado de pánico colectivo que se diría que en España nunca ha hecho calor, que afrontamos un fenómeno nuevo e insólito que acabará con nosotros.

No se puede negar el cambio climático, porque no sólo es un hecho, sino un hecho catastrófico, pero me permito recordar que aquí siempre ha hecho calor en verano.

No se puede negar el cambio climático, porque no sólo es un hecho, sino un hecho catastrófico, pero me permito recordar que aquí siempre ha hecho calor en verano. Y recuerdo los de mi infancia, en un país donde las olas tardaban más tiempo en llegar y los termómetros subían algún grado menos, pero, a cambio, nadie había oído hablar siquiera del aire acondicionado. Hace 50 años, hasta los ventiladores eran una rareza, unos aparatos pequeños y de escasa potencia que revolvían el calor sin aliviarlo. Y sin embargo, si estamos aquí es porque estuvimos allí, en la prodigiosa patria de los botijos, aquel manantial inagotable de agua fresca que se protegía de las moscas con una rejilla blanca de plástico perforado, como un encaje que se ajustaba a la boca ancha de la vasija mediante una cintita, que también era de plástico, pero de otro color. En muchas casas lo sacaban a la puerta, a la sombra, y al pasar por delante, aunque no conociéramos a sus dueños, los niños pedíamos permiso para beber. Jamás nos lo negaban.

Por lo demás, los veranos de entonces se caracterizaban por ser sofocantes, porque el calor se acumu­laba dentro de las casas hasta convertir los dormitorios en calderas que hacían imposible el sueño hasta bien entrada la madrugada, por las siestas de las que nos despertábamos tan empapados como si nos hubieran regado mientras dormíamos… Nadie tenía aire acondicionado, aunque los adultos de entonces tenían sus recursos. Ahora parecerá una broma, pero en las noches más pesadas se dejaba correr el agua, para que saliera del grifo lo más fría posible, se llenaba un cubo y se fregaban los suelos de los dormitorios para que el frescor que ascendía desde las baldosas ayudara a conciliar el sueño. A veces nos dormíamos, a veces no, pero desde luego nos despertábamos al día siguiente. Las amas de casa hacían la limpieza en ropa interior, los niños nos tirábamos todo el día en bañador y el ruido de millones de incesantes abanicos constituía la banda sonora de todas las tardes. Cuando podíamos bañarnos en una piscina era una fiesta. Cuando no, también, porque en todos los pueblos de España había muchas casas provistas de una manguera y un grifo, y cuando pillábamos a algún vecino regando el jardín cantábamos a coro “la manga riega, que aquí no llega” hasta que nos enchufaba bien y nos poníamos perdidos de agua. Tan frescos, y tan contentos. Eso ocurría en un país donde la verdadera tragedia, el símbolo de confort que dividía a los ciudadanos en pudientes y desheredados, era vivir o no en una casa que tuviera calefacción en invierno.

Yo soporto muy bien el calor. Con olas púrpuras y todo, lo prefiero con mucho al frío. Soy consciente de que pertenezco a una minoría y sufro por el padecimiento de mis semejantes, pero en las últimas semanas, mientras escuchaba hablar del calor a todas horas, de día y de noche, recordaba el calor de los veranos de mi infancia y me preguntaba si este nuevo sistema de alarmas histéricas no acabará resultando mucho peor para el cambio climático que las emisiones de las fábricas.

Al planeta le sentaría mucho mejor un poco de conformidad, de resistencia y de austeridad de la de antes que los disparatados índices de consumo con los que, eso sí, se están forrando las eléctricas.

Porque en España, en verano, hace calor, y eso no puede ser una noticia.

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