Columna

Hacer las cosas bien

A VECES nos conmueven cosas que no podemos entender.

Un día de verano, hace ya 12 años, mi hija Elisa sacó un gatito recién nacido de debajo de un coche. Si no hubiera estado famélico, deses­perado de hambre, habría sido tan mono como un muñeco de peluche. Su madre no lo alimentaba porque creía que no saldría adelante, y le daba zarpazos cuando intentaba acercarse a mamar con el resto de la camada.

Elisa me lo trajo a casa y dije que no, de ninguna manera, que no quería un gato. Ella aparentó resignarse, pero pasaban los días y el gato seguía apareciendo por el patio, protegido y...

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A VECES nos conmueven cosas que no podemos entender.

Un día de verano, hace ya 12 años, mi hija Elisa sacó un gatito recién nacido de debajo de un coche. Si no hubiera estado famélico, deses­perado de hambre, habría sido tan mono como un muñeco de peluche. Su madre no lo alimentaba porque creía que no saldría adelante, y le daba zarpazos cuando intentaba acercarse a mamar con el resto de la camada.

Elisa me lo trajo a casa y dije que no, de ninguna manera, que no quería un gato. Ella aparentó resignarse, pero pasaban los días y el gato seguía apareciendo por el patio, protegido y mimado por mis tres hijos, que lo alimentaban a escondidas. El día que vi salir a mi marido de la cocina con un cuenco lleno de leche rebajada con agua, capitulé. Si nos lo quedamos, les dije, vamos a hacer las cosas bien. Lo llevamos al veterinario, lo vacunamos, empezamos a alimentarlo con pienso y ahora, aparte del gato callejero más mimado del hemisferio norte, es sobre todo Negrín, un animal especial y único en el mundo, inteligente, elegante, independiente y limpísimo. Cuando me voy de viaje, me lo reprocha igual que una persona. Al volver, se frota con todos los demás mientras me dedica una mirada retadora, y a veces tarda hasta dos días en perdonarme.

Mientras yo me enamoraba de mi gato, mi prima Alicia acogía perros tan desafortunados como él cuando lo conocimos.

Mientras yo me enamoraba de mi gato, mi prima Alicia acogía perros tan desafortunados como él cuando lo conocimos. Aunque los amores verdaderos no tienen por qué ser excluyentes, confieso que no me gustan demasiado los perros. Ya sé que hay estudios que afirman que son más inteligentes que los gatos, pero, frente a la sigilosa elegancia, la soberana independencia felina, los encuentro ruidosos, sucios y demasiado exigentes. Sin embargo, los perros que acoge Alicia me han conmovido siempre. Cuando los veo por primera vez, no puedo mirarlos a los ojos sin que me recorra un escalofrío de vergüenza y de piedad. Después, mientras ganan peso, confianza, y empiezan a dejarse acariciar, sus ojos más limpios, más brillantes, me transmiten una alegría fácil y difícil de explicar. Porque están a salvo, libres del hambre, de los parásitos, de las enfermedades que los han torturado durante años. Porque mientras los miro, recuerdo que a mí no me gustan los perros, pero ni siquiera eso perjudica a mi emoción.

Escribo este artículo para Alicia, para la Asociación Protectora Valverde Animal, con la que colabora, y para las demás asociaciones sostenidas por personas tan generosas y bondadosas como ella. Porque se acerca el verano, y con él la angustia de los abandonos, de todos esos perros que de repente estorban y se dejan solos, a su suerte. Para mí, que amo a mi gato y me paso el verano yendo y viniendo con él, 600 kilómetros arriba y abajo, de Madrid a Cádiz y otra vez a Madrid, resulta incomprensible, pero no tiene sentido llorar sobre los platos rotos de la crueldad y la barbarie, el egoísmo y la estupidez humanos. Me parece más útil contar mi experiencia con un animal vulgar, desahuciado por su propia madre, una criatura débil y desamparada que se convirtió sin demasiado esfuerzo, ni por su parte ni por la nuestra, en un miembro más de mi familia. Negrín es blanco y negro. Tiene el pelo corto, los ojos verdes y una genealogía sencillísima de animal callejero, descendiente de animales callejeros hasta el origen de las generaciones. No es persa, ni de Angora. No existe un gato más bonito ni más guapo que él.

Desde aquí, me gustaría transmitir mi amor y mi convicción, animar a todas las personas que estén pensando en comprar un perro a que no lo hagan. A que se eleven por encima de las modas y del esnobismo de los pedigrís, y adopten a cualquiera de los muchos que abarrotan las perreras de unas asociaciones desbordadas, que casi siempre funcionan sin más ayuda que la generosidad de sus socios. Se lo merecen, porque son mucho más que meros rescatadores. Porque conocen a los animales, los acogen en sus casas, los educan, los asignan en función de las necesidades de cada familia interesada.

Hagan las cosas bien, adopten a un perro abandonado. Porque yo les garantizo que muy pronto, antes de que se den cuenta, no existirá en el mundo otro más hermoso, ni más leal ni más noble que el suyo.

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