Selkirk, la isla del fin del mundo

Un grupo de visitantes recorre la costa de la remota isla de Selkirk.martín garcía de la huerta

DESCUBRÍ LA EXISTENCIA de Selkirk en un ejemplar atrasado del New Yorker que incluía un artículo de Jonathan Franzen titulado ‘Farther Away’, traducción literal de Más Afuera, nombre originario de una de las islas del archipiélago de Juan Fernández, a unos 800 kilómetros de las costas de Chile en el Pacífico Sur. En 1574, buscando acortar el trayecto entre los puertos de Valparaíso y El Callao, que podía durar seis meses, Juan Fernández, piloto portugués al servicio de la Corona española, decidió efect...

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte

DESCUBRÍ LA EXISTENCIA de Selkirk en un ejemplar atrasado del New Yorker que incluía un artículo de Jonathan Franzen titulado ‘Farther Away’, traducción literal de Más Afuera, nombre originario de una de las islas del archipiélago de Juan Fernández, a unos 800 kilómetros de las costas de Chile en el Pacífico Sur. En 1574, buscando acortar el trayecto entre los puertos de Valparaíso y El Callao, que podía durar seis meses, Juan Fernández, piloto portugués al servicio de la Corona española, decidió efectuar la travesía alejándose lo más posible de la costa. Para gran sorpresa suya, tras nueve días de navegación, avistó dos islas de altura vertiginosa y enigmático perfil que no figuraban en ningún mapa y a las que, con poética simplicidad, puso por nombre Más a Tierra y Más Afuera.

Entra en juego la literatura. Cuatro siglos después, en 1966, las islas pasaron a llamarse Robinson Crusoe y Alejandro Selkirk. Este es el origen de la historia: en 1704, un marinero escocés llamado Alexander Selkirk cuyo barco había fondeado en Más a Tierra se negó a embarcar con el resto de la tripulación por diferencias con su capitán. Tras cuatro años de soledad en condiciones extremas, Selkirk fue rescatado por una nave pirata en la que volvió a Inglaterra, donde publicó un reportaje sobre sus aventuras. Cuando Daniel Defoe, de profesión escritor, lo leyó, se apropió sin escrúpulos de la narración y escribió Robinson Crusoe, considerada la primera novela inglesa de la historia.

Restos de dos barcas que se estrellaron contra los arrecifes de la costa.

Uno de los libros más hermosos jamás escritos sobre islas recónditas del orbe fue ocurrencia de Judith Schalansky, joven investigadora berlinesa que sabía que jamás pondría un pie en ninguna de ellas. Cuando hacía un alto en sus estudios, se abandonaba a la contemplación de un globo terráqueo, reparando en las islas más inaccesibles. Un día decidió catalogarlas en un volumen titulado Atlas de islas remotas. En el libro hay una ausencia inexplicable: en él no figura Selkirk, lo que acentúa el aura de misterio que rodea a esta isla.

Llegar a Más Afuera raya en lo imposible. Hay que hacerlo desde Más a Tierra, adonde tampoco es precisamente fácil acceder. Hay dos maneras: por barco desde Valparaíso, en una travesía para la que no es fácil encontrar pasaje y que puede durar tres o cuatro días, según el estado del mar, o en avioneta desde Santiago, opción ante la que muchos se echan atrás dada la accidentada historia de los vuelos, puntuada por una serie de episodios trágicos. El aterrizaje en sí es muy arriesgado. Hay un solo lugar donde resulta posible hacerlo, una pista de cemento de dimensiones comparables a la cubierta de un portaviones situada en las inmediaciones de una pequeña bahía donde hay un criadero de lobos marinos y el mar bate con gran fuerza. Una vez allí, es preciso ir en lancha hasta la bahía de Cumberland, único enclave habitado del lugar, con una población de varios centenares de personas. Comienza entonces un periodo de incertidumbre a la espera de que el patrón de una de las tres lanchas que viajan esporádicamente a Más Afuera pueda admitir un pasajero adicional. Para muchos, ese momento no llega nunca. En mi caso, no lo conseguí hasta que volví un año después. Al final del primer viaje me venía a la cabeza el artículo de Franzen. ¿Quién le habló de Selkirk por primera vez? ¿Qué le había llevado a ir allí?

Di con la respuesta por casualidad. Un periodista americano me presentó a Peter Houdun, un ornitólogo amigo suyo, y en medio de una conversación surgió el nombre de Franzen. Al parecer, fue Houdun quien, sabedor de que Franzen es un apasionado de la observación de las aves, le convenció de que visitara Más Afuera y escribiera un reportaje para dar a conocer la labor de los naturalistas del archipiélago, uno de los santuarios de aves más privilegiados del planeta.

Franzen fue a Selkirk en plena resaca del éxito de su novela Libertad. En su artículo, el escritor cuenta que viajó a la isla con un ejemplar de Robinson Crusoe y una caja de cerillas que contenía una pequeña parte de las cenizas de David Foster Wallace, su gran amigo y rival literario, que se había suicidado dos años antes. A tal efecto, fue a ver a su viuda, explicándole que su idea era dispersar las cenizas en aguas de Selkirk.

Supe por Houdun que Franzen se había alojado en la misma pensión donde me encontraba yo, acompañado por los integrantes de una expedición botánica. Hice indagaciones entre personas que participaron en labores de apoyo. Cuando les pregunté si lo recordaban, me comentaron con regocijo su empeño por quedarse solo en un alto risco, donde instaló una tienda de campaña, que el viento no tardó en desarbolar. Su mayor frustración, me dijeron, fue no haber llegado a avistar un ejemplar del pájaro más misterioso de la isla, una suerte de santo grial entre los ornitólogos, un espécimen minúsculo y delicado que vive a más de 800 metros de altura y que tiene para los habitantes del lugar el valor de un mito: el rayadito de Más Afuera. También les causó extrañeza que alguien que decía buscar la soledad hubiera viajado a un lugar donde no hay teléfono, Internet ni electricidad con un teléfono satélite. Al parecer, cuando bajó del alto risco dio por concluido su viaje, mostrándose impaciente por regresar cuanto antes.

Llegar a Más Afuera, el otro nombre de Selkirk, es ya de por sí una aventura. En la imagen, una especie de lobos marinos endémicos de la zona.

Las islas de Juan Fernández son lugares fascinantes, cargados de misterio y con un impresionante caudal de historias que han sido recogidas en numerosos libros. Casi nadie logra ir más allá de la primera isla, aunque el verdadero misterio de la soledad reside en Más Afuera, donde no vive nadie de manera permanente. Durante los meses que dura la temporada de captura de la langosta se trasladan allí unas 70 personas, que se instalan en un poblado de 22 viviendas de madera con los restos de unas antiguas prisiones de piedra como trasfondo. El carguero que abastece Más a Tierra efectúa tres viajes al año a Selkirk, al principio y al final de la temporada de pesca, para transportar y recoger el contingente humano junto con algunos enseres y animales. A mitad de temporada se efectúa un viaje adicional de avituallamiento. No es posible imaginar un lugar más remoto y a la vez más hermoso. Las lanchas zarpan de Más a Tierra a mediodía con el fin de llegar a Selkirk al amanecer, 16 horas después. Cuando la primera luz del día permite el desembarco, siempre difícil, y la isla empieza a revelar su perfil, es imposible no tener la sensación de que se está ante un lugar que tiene vida propia. Su interior, marcado por una serie de quebradas que dividen las alturas de la isla, encierra lugares de inquietante belleza a los que los pocos que han logrado contemplarlos se refieren con nombres como cuevas de duendes o bosques de neblina. La expedición fotográfica que tomó las imágenes que acompañan este reportaje recurrió al uso de drones para explorar las zonas más recónditas del lugar.

La isla, habitualmente desierta, acoge a unas 70 personas durante los meses de captura de langostas.

Mientras espera el momento de desembarcar, el viajero tiene ante sí dos imágenes imborrables: los restos de dos barcas que se estrellaron contra los arrecifes, en lo que constituye el último de la larguísima historia de naufragios acontecidos en la isla, y las dos enormes cruces de madera de un cementerio situado al borde mismo del mar. Entre una y otra imagen se divisa el rudimentario embarcadero de piedra, completamente abierto al mar. Una vez en tierra, la sensación de soledad es infinitamente superior a la que se experimenta en Robinson Crusoe. Las canciones y leyendas que dan cuenta por la noche de la historia de Más Afuera hablan de un mundo más extraño y misterioso aún que el de la vecina, aunque nadie le pueda disputar el logro que supuso que alguien viera en ella el corazón del mito de la soledad como lo hizo Defoe, quien además lo consiguió sin salir de su hogar londinense.

Archivado En