Columna

Grandes inventos de la humanidad

LA HISTORIA es sincrónica, aunque nos las arreglamos para percibirla como sucesiva. Tal es la función de las agendas y de los abecedarios y del motor de cuatro tiempos. Pero todo ocurre a la vez. Ahora mismo acontece el Holocausto, por ejemplo, y el tráfico de esclavos, tan antiguo, y la edad de piedra o la de los metales. Vivimos simultáneamente en la contemporaneidad y en el medievo, en el útero de nuestra madre y en el ataúd. El éxito del Aleph, el cuento de Borges, se explica a partir de esta revelación. Usted y yo ya estuvimos aquí, como esa mosca a la que aplastamos con el perió...

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LA HISTORIA es sincrónica, aunque nos las arreglamos para percibirla como sucesiva. Tal es la función de las agendas y de los abecedarios y del motor de cuatro tiempos. Pero todo ocurre a la vez. Ahora mismo acontece el Holocausto, por ejemplo, y el tráfico de esclavos, tan antiguo, y la edad de piedra o la de los metales. Vivimos simultáneamente en la contemporaneidad y en el medievo, en el útero de nuestra madre y en el ataúd. El éxito del Aleph, el cuento de Borges, se explica a partir de esta revelación. Usted y yo ya estuvimos aquí, como esa mosca a la que aplastamos con el periódico en el salón y vuelve a aparecer dos minutos después en la cocina. Ya estuvimos aquí y fuimos reyes y lacayos, y mendigos y príncipes y lo seguimos siendo, todo de golpe. Estamos vivos y muertos a la vez y somos felices y desdichados de forma simultánea. Pero como tal acumulación de hechos provoca mucha angustia, nos hemos inventado la sucesión del mismo modo que, para defendernos del azar, se nos ha ocurrido la causalidad.

Y el invento funciona. El pronombre “yo” me libra de ser “ella”. “Ella” es la dueña de ese trozo de piel de la fotografía donde un proxeneta (él) ha grabado el código de barras que señala su precio. Se trata de una mujer rumana explotada en cualquier garito de carretera cuyas luces de neón observamos desde el coche, ignorantes de que, sin dejar de estar fuera, estamos dentro del burdel. La otredad, también un gran invento, nos insensibiliza frente a la barbarie. No soy rumano, ni mujer, ni me han tatuado la muñeca, así que puedo seguir mi camino alegremente.

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