Columna

Querido Leonard

LA DEPRESIÓN, como indica Andrew Solomon, “es una grieta en el amor”, y suele aparecer, de forma gradual, en las personas que han amado demasiado y que se han entregado a los demás de forma tan desinteresada como jubilosa, ignorando la maldad sustancial en la que se fundamentan muchas relaciones humanas, así como los abusos de poder que tanto dañan la estructura de nuestro ser cuando nos toca padecerlos. La depresión es en el fondo una protesta pasiva, silenciosa y al mismo tiempo clamorosa contra todas las formas de deslealtad, inhumanidad y malversación que envenenan el mundo y lo convierten...

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LA DEPRESIÓN, como indica Andrew Solomon, “es una grieta en el amor”, y suele aparecer, de forma gradual, en las personas que han amado demasiado y que se han entregado a los demás de forma tan desinteresada como jubilosa, ignorando la maldad sustancial en la que se fundamentan muchas relaciones humanas, así como los abusos de poder que tanto dañan la estructura de nuestro ser cuando nos toca padecerlos. La depresión es en el fondo una protesta pasiva, silenciosa y al mismo tiempo clamorosa contra todas las formas de deslealtad, inhumanidad y malversación que envenenan el mundo y lo convierten en un infierno permanente.

Ya sé que la depresión fue tu novia de toda la vida, querido Leonard. Un periodista proclamó que eras “el depresivo más poderoso del mundo”. ¡Qué contradicción y qué paradoja! La depresión lleva con ella un despojamiento absoluto de todas las formas de poder: el ser se despoja de tanta materia que se convierte en un hilo entre dos abismos: el de la vida y el de la muerte. En tus canciones se percibe el brillo intermitente de ese hilo ardiente y escurridizo, que quema en los dedos y abrasa el corazón.

A través de frases breves, fulminantes y despojadas de oropeles y oratorias nos ibas adentrando en las vidas de dos muchachos de Montreal.

Tuve la suerte de acceder a tu narrativa casi antes que a tus canciones. Apenas si había escuchado tu voz ronca, susurrante y melancólica cuando cayó en mis manos tu primera novela, El juego favorito, y quedé hondamente impresionado por tu agilidad como narrador. A través de frases breves, fulminantes y despojadas de oropeles y oratorias nos ibas adentrando en las vidas de dos muchachos de Montreal. Los personajes secundarios me parecieron magníficos: la madre rugiente, o aquel niño enloquecido que pasaba el día contando las hojas de hierba en un campamento de verano. Los días buenos llegaba a contar más de 100.000, creo recordar. Walt Whitman lo hubiese considerado su mejor discípulo.

No voy a decir que la lectura de El juego favorito fue la causa de mi viaje juvenil a Canadá, pero influyó poderosamente en esa extravagante decisión. De modo que la primera ciudad americana que pisé fue la misma que describes en tu primera novela. Te confieso que Montreal me pareció un territorio salvaje y precario, sobre todo en su versión francesa. La parte sajona, la que tú frecuentaste y en la que te criaste, era más elegante, más fría y también más tétrica. Mientras tomaba cervezas en el viejo Montreal y hacía amigos circunstanciales, me acordaba de ti. Una noche conocí a una mujer parecida a Suzanne que me llevó en su coche y que tocaba la flauta cuando nos deteníamos en los semáforos. Hacía versiones delirantes y escurridizas de tus canciones. Curiosamente se llamaba Marianne.

A lo largo de tu vida pasaste por todos los estados por los que un ser humano puede pasar: la euforia, la tristeza, el deseo de destacar, el deseo de ocultarte, la riqueza, la ruina, la angustia, la apatía, el arrebato, el miedo, la desesperación. Y abusaron de ti hasta el último momento, ignorando tu indefinible grandeza, como tú mismo la solías ignorar. Lo vemos en tus novelas, en tus poemas y tus canciones, y tenemos que agradecértelo porque son lecciones incomparables de humanidad, de honestidad, de cordura, de locura, de placer, de dolor y de fiebre. Que la tierra te sea leve.

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