Columna

Tres kilos doscientos cincuenta gramos

A LOS 52 años, y sin trabajo fijo, empalmando contratos temporales en la tienda de regalos de su cuñada para ganar la mitad de lo que le pagaban antes de echarla de la empresa donde había trabajado como contable durante más de 20, estaba demasiado triste como para no hacer nada. El primer día, estuvo a punto de no ir, porque le daba vergüenza que la vieran con unas mallas y una camiseta elástica, pero en el vestuario reconoció a una vecina, más gorda que ella, que se declaró enamorada de las clases de zumba. Y se quedó. Al recibir la noticia, estaba en su mejor momento

Juan contaba los ...

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A LOS 52 años, y sin trabajo fijo, empalmando contratos temporales en la tienda de regalos de su cuñada para ganar la mitad de lo que le pagaban antes de echarla de la empresa donde había trabajado como contable durante más de 20, estaba demasiado triste como para no hacer nada. El primer día, estuvo a punto de no ir, porque le daba vergüenza que la vieran con unas mallas y una camiseta elástica, pero en el vestuario reconoció a una vecina, más gorda que ella, que se declaró enamorada de las clases de zumba. Y se quedó. Al recibir la noticia, estaba en su mejor momento

Juan contaba los meses que le faltaban para jubilarse.

Profesor de instituto con más de 35 años de docencia, pensaba despedirse a los 60 y ni un día más. Después de hacer muchos cálculos, creía que podría permitírselo. Todavía no le había contado nada a su mujer, pero tenía tantos planes que no había minutos libres en sus días para repasarlos todos, arreglar la casa de sus padres en el pueblo, cultivar la huerta, y si María se negaba a marcharse de la ciudad, entrenarse para llegar a correr al menos un medio maratón, trabajar como profesor voluntario en cualquier lugar del extrarradio donde hiciera falta de verdad, hacer un puzle de 5.000 piezas que sus hijos le regalaron muchos años antes y que criaba polvo desde entonces en el altillo de un armario.

Ana por fin había encontrado un trabajo que le gustaba.

Hoy, los cuatro han sido abuelos. Ha sido niño, ha pesado tres kilos doscientos cincuenta gramos, está completo y perfectamente sano. .

Era la más joven de los cuatro, pero hasta los 48 años nunca había tenido suerte. Conocía a muchas personas más tontas y con peor formación que habían hecho carreras profesionales interesantes en las mismas redacciones a las que ella siempre se incorporaba tarde y mal, justo en el momento en que la empresa atravesaba por dificultades que hacían inevitable el despido de los recién llegados. Hasta que se hartó, se examinó a sí misma, analizó sus posibilidades, y decidió emprender algo por su cuenta. Como el destino la había abocado al ámbito de las revistas femeninas, creó un blog para contar su experiencia. Su estilo, ácido e ingenioso, malévolo con los estereotipos, balsámico para las mujeres auténticas, tuvo un éxito tan fulminante que la publicidad le deparó muy pronto ingresos superiores a su último sueldo, que mejoraron cuando simultaneó sus entradas con un videoblog, y desde entonces, no daba abasto.

Ignacio estaba contento.

Él siempre estaba contento, era su carácter, su temperamento, aunque en los últimos años le había costado trabajo estar a su altura. Para un arquitecto no es fácil dejar de hacer urbanizaciones en la costa para dedicarse a las reformas de oficinas, pero al fin lo había conseguido. A la fuerza ahorcan, y él había llegado a sentir la aspereza de la soga alrededor del cuello, semanas y semanas sin otra cosa que hacer que proyectos y más proyectos para concursar aquí y allá, a la espera de que llegara algún encargo de verdad. Así que cuando empezaron a llegar, bendijo las reformas de oficinas con todo su corazón.

Hace nueve meses, los cuatro estaban bien, satisfechos, más tranquilos que en cualquier otra época reciente de sus vidas. Hasta que la hija de Ana e Ignacio, 23 años, una licenciatura, dos másteres, becaria con salario miserable, les contó a sus padres que estaba embarazada y quería tener el niño, el mismo día, y a la misma hora, en que el hijo de María y Juan, 27 años, mileurista con contrato regular, habitación propia en piso compartido, daba la noticia en su casa.

A los abuelos paternos les sentó como un tiro. A la abuela materna, como un tiro en la sien. Su marido fue el único que se lo tomó con tranquilidad, porque acababa de ganar el concurso de un pequeño polideportivo en un pueblo de la sierra pobre. Gracias a él, al optimismo congénito que le dictó media docena de brindis, la comida en la que se conocieron no fue un fracaso.

Hoy, los cuatro han sido abuelos. Ha sido niño, ha pesado tres kilos doscientos cincuenta gramos, está completo y perfectamente sano.

Al mirarlo, se preguntan si han visto alguna vez a un bebé más guapo, más inteligente y adorable que su nieto. Y los cuatro se responden que desde luego que no.

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