Columna

Regalo de reyes

NAVIDAD rima con edad, y no es en vano.

Recuerdo algunos olores y sabores, la luz y la temperatura de las Navidades de mi infancia. De mi abuela Rosalía, que murió cuando yo era muy pequeña, guardo sólo una docena de recuerdos. El más poderoso y feliz, imborrable por siempre, me la devuelve cada Nochevieja a las ocho de la tarde, la misma hora en la que hace ya muchos años, cuando yo tenía muy pocos, la vi pelar con un cuidado exquisito dos docenas de uvas, una para ella, la otra para mí, mientras me explicaba por qué era tan importante comerlas con cada campanada. Aquel año, mi abuela ...

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NAVIDAD rima con edad, y no es en vano.

Recuerdo algunos olores y sabores, la luz y la temperatura de las Navidades de mi infancia. De mi abuela Rosalía, que murió cuando yo era muy pequeña, guardo sólo una docena de recuerdos. El más poderoso y feliz, imborrable por siempre, me la devuelve cada Nochevieja a las ocho de la tarde, la misma hora en la que hace ya muchos años, cuando yo tenía muy pocos, la vi pelar con un cuidado exquisito dos docenas de uvas, una para ella, la otra para mí, mientras me explicaba por qué era tan importante comerlas con cada campanada. Aquel año, mi abuela me enseñó a distinguir los cuartos, a ver bajar la bola, a identificar 12 sonidos iguales. Desde entonces, he seguido religiosamente sus instrucciones año tras año, y jamás me he comido una uva de más, ni una de menos. Recibir un año más representa para mí una nueva edición del homenaje, íntimo y hondo, que oficio cada 12 meses en memoria de Rosalía Rodríguez Álvarez.

En aquella época no daba importancia a los ritos de los adultos. Honraba y respetaba mis propios ritos, que arrancaban con la imagen de Raphael, cantando El tamborilero, el mismo día que llegaba a casa a comer porque me habían dado las vacaciones. Siempre he asociado aquel concierto benéfico, patrocinado por la mujer de Franco y retransmitido en directo por televisión, con el sorteo de Navidad, y no sé si mi memoria me engaña. Da igual, porque en mi casa nunca tocó un premio gordo, aunque mis hermanos y yo celebrábamos por todo lo alto otros, más modestos, cada vez que sonaba el timbre y un recadero traía algo, lo que fuera, envuelto en papel de celofán y sembrado de bombones de licor, como joyas brillantes de papeles de colores. Daba igual que no nos dejaran probarlos, que el regalo fuera un objeto de cerámica, a menudo horroroso, que mi madre enterraba en el fondo de un armario para no usarlo jamás. Cada regalo de empresa mantenía viva la ilusión de recibir alguna vez una cesta de tres pisos y dos jamones, como las que salían en la revista TBO. Nos quedamos con las ganas, pero eso tampoco importaba mucho, porque después de Nochebuena quedaba el día de los Inocentes y más allá, en la cúspide de la última colina de la felicidad, la visita de los Reyes Magos.

RECUERDO MIS REGALOS DE REYES. El campeón indiscutible que reinará por siempre en mi memoria fue un carrito de plástico con verduras, frutas, balanza y dinero de papel.

El 28 de diciembre, mis abuelos maternos celebraban su aniversario de bodas. Invitaban a todos sus hijos, todos sus nietos, a merendar, y después nos desplegaban en el pasillo, en una fila india dispuesta por orden de edad, de mayor a menor, para darnos el aguinaldo. Tampoco he olvidado nunca aquella fiesta, la alegría pura, sin sombras, que evoqué en un relato y que recuerdo aún, con mis primos Hernández, los años en que la agenda de cada cual permite convocar una comida, en la que nunca estamos todos, el 28 de diciembre. La felicidad de tener dinero en las manos, de poder decidir en qué íbamos a gastarlo o no, la perspectiva de ahorrarlo, se mantiene viva en mi memoria, aunque ya no me acuerdo de cuánto dinero era, ni en qué me lo gasté ningún año.

Recuerdo sin embargo algunos de mis regalos de Reyes. El campeón indiscutible que reinará por siempre en mi memoria fue un carrito de plástico con verduras, frutas, balanza y cesta del mismo material, y mucho dinero de papel, con el que pregoné mi mercancía por el pasillo durante muchos meses. Otros tesoros, como una cristalería completa de plástico duro que no llegó viva a febrero, un huerto de juguete con unas macetas diminutas y monísimas en las que nunca logré que creciera nada, y diversas muñecas condenadas a la calvicie, fueron más efímeros.

Los Reyes Magos, los únicos monarcas a quienes amo, respeto y admiro, siguen siendo muy generosos conmigo. De todos los regalos que recibo cada año, ninguno me gusta tanto como la existencia del 6 de enero. Porque ese día, al volver a casa después de la merienda ritual que vuelca un regalo más sobre cada uno de los nietos de mis padres, empiezo a quitar los adornos del árbol, a meter cada cosa en su caja, sin pararme siquiera a ponerme las zapatillas.

Es la última paliza de la Navidad, pero gracias a Melchor, a Gaspar y a Baltasar, el día 7, cuando me levanto, parece que no ha pasado nada.

Y nunca se lo agradeceré bastante.

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