Columna

Elke y Matías

ELKE TENÍA 21 años, y su profesor, los suficientes para ser su padre.

En casa dijo lo que, con mucha generosidad para consigo misma, consideró una verdad a medias. Que se marchaba una semana a España, de vacaciones. Que uno de sus profesores de la Facultad venía también. Su madre le preguntó por el resto del grupo y respondió que sí, que bueno, que venían seis o siete. Esa era la mitad falsa de media verdad.

Se fue a España con él y todo le gustó, el clima, el Mediterráneo, los chiringuitos, la pereza de los atardeceres, la intensidad de unas noches largas y luminosas como si fue...

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ELKE TENÍA 21 años, y su profesor, los suficientes para ser su padre.

En casa dijo lo que, con mucha generosidad para consigo misma, consideró una verdad a medias. Que se marchaba una semana a España, de vacaciones. Que uno de sus profesores de la Facultad venía también. Su madre le preguntó por el resto del grupo y respondió que sí, que bueno, que venían seis o siete. Esa era la mitad falsa de media verdad.

Se fue a España con él y todo le gustó, el clima, el Mediterráneo, los chiringuitos, la pereza de los atardeceres, la intensidad de unas noches largas y luminosas como si fueran días. Hasta que el clima sonrosado y tierno de una luna de miel perfecta sucumbió a la dictadura del calendario. Porque después del martes, del miércoles, del jueves, llegó el viernes y, con él, un grupo de viejos amigos españoles de aquel profesor de Uppsala, al que todos habían conocido ya con varias alumnas distintas.

Eran tres parejas de distintas edades, dos antiguas y otra más reciente, aunque ella tenía ya 30 años, un hijo. Los conoció en una cena, en la casa de la pareja con niño, y todos la saludaron con mucha simpatía para no hacerle ni caso después. Hasta el segundo plato, Nils, que hablaba muy bien español, estuvo pendiente de ella. Le traducía alguna frase de vez en cuando, le acariciaba la mano, cuidaba de que su copa estuviera siempre llena de vino. Después, mientras la conversación se iba haciendo más risueña, más divertida, empezó a pasárselo tan bien que se olvidó de ella. Cuando llevaba media hora sentada a una mesa en la que no comprendía absolutamente nada, el niño se acercó a ella.

Se llamaba Matías. No hablaba sueco, no hablaba inglés, no había cumplido todavía seis años y, sin embargo, fue la única persona en aquella reunión que se interesó por Elke.

Se llamaba Matías. No hablaba sueco, no hablaba inglés, no había cumplido todavía seis años y, sin embargo, fue la única persona en aquella reunión que se interesó por Elke, la única que intentó rescatarla del aburrimiento. Después de soltar una parrafada de la que ella sólo entendió que no pronunciaba bien algunas consonantes, le tendió la mano. Cuando se levantó de la mesa para seguirle, su amante ni siquiera advirtió que dejaba su silla vacía. Matías la llevó a su cuarto, le enseñó sus juguetes, sacó una enorme caja de Lego y empezó a montar piezas mientras le explicaba sus planes en español. Ella había jugado mucho con una caja parecida no hacía demasiados años, y se lanzó a construir con el mismo entusiasmo. Matías parecía estar levantando una pared. Elke hizo otra, con dos ventanas. Cuando las unió en ángulo recto, el niño palmoteó de entusiasmo. Nils fue a buscarla a las dos de la madrugada, cuando ya le había puesto a Matías un pijama, y le había acostado, y había cantado en sueco hasta que se durmió. Después, había seguido jugando con el Lego. Al verla, él levantó mucho las cejas, le preguntó si quería una copa y ella le respondió que no, que estaba muy bien. Aquella noche no durmieron juntos. Al volver al apartamento, Elke le dijo que aquel viaje había sido un error, que lo sentía mucho, que quería volverse a Uppsala al día siguiente. Él pagó el precio del cambio del billete y no la acompañó al aeropuerto.

Esto sucedió hace 31 años. Hoy, en un aeropuerto de París, una señora sueca de 52, guapa y bien conservada para su edad, hace cola ante el control de seguridad. Delante de ella empujan sus maletas por la cinta una pareja de franceses. Ante ellos, un español de 36 años pasa el control sin problemas. Poco después, ambos se encuentran ante una mesa donde devuelven sus respectivos ordenadores a sus maletas, se ponen el cinturón, los zapatos, y se miran.

Él tiene la sensación de que conoce a esa mujer, y frunce el ceño. Ella abre mucho los ojos al verle por el mismo motivo. Los dos se quedan quietos un momento.

Él repasa a toda velocidad la lista de las amigas de su madre, de sus profesoras extranjeras, de los nombres femeninos de su agenda profesional, pero no la encuentra.

Ella escucha una voz interior que grita que está delante de aquel niño que la salvó de un error descomunal, pero no se atreve a pronunciar su nombre. Se limita a sonreírle. Él le devuelve la sonrisa. Luego, los dos se van.

El hombre joven es una de las personas más importantes de la vida de la mujer madura, pero nunca lo sabrá.

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