Columna

Leones y leonas

EL PENSAMIENTO también está sujeto a modas, por supuesto. De pronto impera una manera de entender el mundo y poco después triunfa otra mirada. Por ejemplo, en mi juventud los intelectuales de pro defendían vigorosamente la influencia de la sociedad sobre el individuo. En la vieja polémica sobre qué importa más, la herencia genética o el ambiente, el último ganaba por goleada: creíamos ser lo que nuestras condiciones sociales nos hacían, una visión marcada por el marxismo y por el psicoanálisis. Yo crecí con esa convicción y la repetía tontamente como un lorito, porque las personas que por ento...

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EL PENSAMIENTO también está sujeto a modas, por supuesto. De pronto impera una manera de entender el mundo y poco después triunfa otra mirada. Por ejemplo, en mi juventud los intelectuales de pro defendían vigorosamente la influencia de la sociedad sobre el individuo. En la vieja polémica sobre qué importa más, la herencia genética o el ambiente, el último ganaba por goleada: creíamos ser lo que nuestras condiciones sociales nos hacían, una visión marcada por el marxismo y por el psicoanálisis. Yo crecí con esa convicción y la repetía tontamente como un lorito, porque las personas que por entonces me parecían sabias pensaban todas así.

En unas cuantas décadas, en cambio, nos hemos ido todos al extremo contrario. Ahora impera el biologismo más radical, como si todo lo que somos pudiera ser reducido a una determinada dotación genética y a una sopa de hormonas y neurotransmisores. Ha sido un corrimiento mental bastante comprensible, por otra parte, porque los últimos años hemos vivido una explosión de maravillas tecnológicas que nos ha predispuesto a idolatrar la ciencia. Sucedió lo mismo con la revolución industrial del siglo XIX: los avances fueron tantos y tan rápidos que la gente se sintió poco menos que divina. Hubo científicos que pronosticaron que en medio siglo habríamos descubierto todos los secretos del universo, y otros se pusieron a galvanizar fideos con corrientes eléctricas seguros de que podrían crear vida. El mito del monstruo de Fran­kenstein no nació por casualidad en aquella época. Pues bien, ahora, tras la revolución microelectrónica, estamos experimentando otra ola de entusiasmo semejante.

Yo me digo, con cierto escepticismo ante los vaivenes del mundo, que probablemente la verdad se encuentre entre ambos extremos.

Yo me digo, con cierto escepticismo ante los vaivenes del mundo, que probablemente la verdad se encuentre entre ambos extremos. Que herencia y ambiente influyen por igual. Es una decisión salomónica que suena sensata, pero lo cierto es que cada día se descubren nuevas cosas que abonan la fiebre biologista. Por ejemplo, me ha dejado patidifusa la noticia de que en la reserva de Moremi (Botsuana) han aparecido cinco leonas a las que les ha crecido una hermosa melena y que han empezado a comportarse como leones. He visto las fotos: son iguales a los machos. Un grupo de científicos de la Universidad de Sussex (Reino Unido) acaba de sacar un estudio sobre ellas. Narcotizaron con dardos a un ejemplar y comprobaron que genitalmente era una hembra normal. Y, sin embargo, intentaba montar a otras hembras, marcaba el territorio y rugía como un león. Concluyeron que era una anomalía genética y que los cambios se debían probablemente a un aumento inusual de la testosterona. O sea, que una dosis algo mayor de una maldita hormona, esto es, de un solo principio químico dentro del enorme puchero de ingredientes que somos los mamíferos, puede derivar en alteraciones físicas y psíquicas radicales.

Este asunto de las leonas llueve en mí sobre mojado. Hace algunas semanas vi en Internet un vídeo de nueve minutos de un joven transexual, Aydian Dowling, con imágenes tomadas a lo largo de cuatro años. El chico, nacido mujer, quiso acreditar así su evolución física desde el momento en que empezó a hormonarse con testosterona La transformación es alucinante; no sólo le engrosan las cejas y empieza a aparecerle barba, sino que se diría que hasta muda la forma de la cara. Parece que se le robustece la mandíbula, por ejemplo. Su rostro pierde suavidad y se hace más anguloso. Por no hablar de la voz, del cuello, de los hombros. Y todo eso sucede en tan sólo unos pocos años y está causado por un ligerísimo cambio en la composición química de su organismo.

Tal vez estemos más cerca de la herencia que del ambiente, después de todo, y eso es inquietante, porque cuanto más nos aproximamos a la biología, menos destino individual parece existir, menos libre albedrío. Pero esto también tiene su parte buena. Pensemos en todas esas leyes, religiones y filosofías que han nacido y engordado de la división discriminatoria del mundo entre mujeres y hombres. No me digan que no sería genial ponerle un frasco de testosterona en la mano a un talibán y decirle que toda su supuesta superioridad no es más que eso.

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