Columna

La vida, otra vez

Cuando comprendió lo que le estaba pasando, le dio vergüenza.

Fue una sensación íntima, que no encontró ningún camino para salir al exterior. No se sonrojó, no rompió a sudar, no perdió el hilo de lo que decía, pero se sintió avergonzado. Ella no se dio cuenta, apenas le conocía. Ese era un aspecto esencial de aquel fenómeno.

Desde que Elena murió a destiempo, una muerte demasiado cruel para una mujer demasiado joven, había conocido contra su voluntad a muchas chicas. Las amigas de su mujer, las mujeres de sus amigos, sus compañeras de trabajo, sus hermanas, sus cuñadas, parecían...

Suscríbete para seguir leyendo

Lee sin límites

Cuando comprendió lo que le estaba pasando, le dio vergüenza.

Fue una sensación íntima, que no encontró ningún camino para salir al exterior. No se sonrojó, no rompió a sudar, no perdió el hilo de lo que decía, pero se sintió avergonzado. Ella no se dio cuenta, apenas le conocía. Ese era un aspecto esencial de aquel fenómeno.

Desde que Elena murió a destiempo, una muerte demasiado cruel para una mujer demasiado joven, había conocido contra su voluntad a muchas chicas. Las amigas de su mujer, las mujeres de sus amigos, sus compañeras de trabajo, sus hermanas, sus cuñadas, parecían haberse conjurado para no dejarle morir despacio, para devolverle a la fuerza a una vida que no le interesaba. La muerte se había equivocado de presa. Se había llevado a quien no debía, a la más útil, la más buena, la más digna de seguir viviendo de los dos. Desde que enviudó, pensaba a menudo en cómo habría sido la vida de Elena si él hubiera muerto. Evocaba la fuerza de su mujer, su capacidad para levantarse después de las caídas, la determinación con la que había luchado en vano contra su enfermedad, y concluía que todo lo habría hecho mejor. Él se esforzaba, pero cada pequeña conquista cotidiana le dejaba tan exhausto como si acabara de escalar una montaña con una mochila llena de piedras a la espalda.

Nunca había sido un entusiasta del trabajo y, sin embargo, ahora trabajar le reconfortaba. El tiempo que pasaba con sus hijos le daba tanto miedo que estar en la oficina, haciendo cosas que sabía hacer, resolviendo problemas que tenían una solución, concentrándose en encontrarla, a veces llegaba incluso a divertirle. Luego tenía que volver a casa y no podía encerrarse en su cuarto, tumbarse en su cama para llorar, porque tenía que revisar los deberes, salir a hacer recados, ir a la compra con los niños, negociar duramente el menú de la cena. De vez en cuando se rendía y alguna noche, el viernes o el sábado, pedía unas pizzas que se comían los tres juntos, delante de la tele, viendo con suerte alguna película que se sabían de memoria. Entonces podía desconectar, abandonarse a la tristeza, su pasatiempo favorito. Pero sus semanas tenían siete noches, y las de los domingos seguían siendo terribles.

Él se esforzaba, pero cada pequeña conquista cotidiana le dejaba tan exhausto como si acabara de escalar una montaña con una mochila llena de piedras a la espalda. .

Así llevaba más de tres años, tan empecinado en su destino que, poco a poco, las mujeres que le rodeaban habían dejado de invitarle a barbacoas, a fiestas, a cenas cuidadosamente planificadas para presentarle a solteras y divorciadas de edades compatibles con la suya, con y sin hijos, altas o bajas, muy guapas o no tanto. Cuando su jefe le convocó a aquella reunión, ni siquiera se había dado cuenta del tiempo que había pasado desde la última de aquellas encerronas.

Antes, cuando Elena estaba viva, no se habría atrevido a pedirle aquel favor. Antes, él tampoco habría aceptado sin discutir el encargo de formar a los recién contratados, dos mujeres y un hombre que, en teoría, tenían mucha experiencia en puestos similares. Él conocía la distancia que va de la teoría a la práctica, tenía mucho trabajo que sacar adelante, no le correspondía ocuparse de los nuevos. Pero su jefe sabía que no iba a decirle que no, y a él no se le ocurrió ningún motivo importante para hacerlo. Iba a cansarse más, iba a salir más tarde, iba a comer más deprisa o un bocadillo a destiempo, a solas en su despacho, pero eso le daba igual. Dormiré mejor, se dijo, y entonces pasó.

Se llamaba Alicia y no era la más guapa, ni la más joven de las dos. Era la más lista, la más capaz de los tres, pero eso tampoco explicaba la sensación que su cuerpo recuperó para él cuando le sonrió por primera vez. Al principio optó por desmentirla. No era posible que hubiera vuelto a sentir que tenía piel, no era auténtico aquel hormigueo, la liviandad que esponjaba su cabeza, la humedad que volvía a hidratar de pronto los órganos que parecían haberse secado para siempre.

Al día siguiente, ella le preguntó dónde iba a comer. Donde tú quieras, respondió un eco remoto del hombre que había sido una vez. Alicia se echó a reír y él sintió que todo su cuerpo saltaba hacia arriba aunque sus pies no se hubieran despegado del suelo.

Eso fue lo que le dio vergüenza, pero duró tan poco que después nunca lo recordaría.

Sobre la firma

Archivado En