Bailar bajo la lluvia

Carsten Peter (Getty)

LA ESCENA se produce en la comarca valenciana de la Safor, en los alrededores de Gandía. Es de noche y la playa está completamente anegada. El aguacero no intimida a los tres ocupantes de un vehículo todoterreno que intenta acercarse al corazón de la tormenta. Se desplazan según la información que transmiten sus aparatos y parecen insensibles a la inclemencia del chaparrón. Disfrutan con este inexplicable pasatiempo: son cazatormentas. “Esa noche se registraron más de 300 litros por metro cuadrado solamente en Tavernes. Es un espectáculo soberbio. Proporciona un subidón de adrenalina difícil d...

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LA ESCENA se produce en la comarca valenciana de la Safor, en los alrededores de Gandía. Es de noche y la playa está completamente anegada. El aguacero no intimida a los tres ocupantes de un vehículo todoterreno que intenta acercarse al corazón de la tormenta. Se desplazan según la información que transmiten sus aparatos y parecen insensibles a la inclemencia del chaparrón. Disfrutan con este inexplicable pasatiempo: son cazatormentas. “Esa noche se registraron más de 300 litros por metro cuadrado solamente en Tavernes. Es un espectáculo soberbio. Proporciona un subidón de adrenalina difícil de superar”, explica con entusiasmo Empar Landete, cofundadora de ­Acamet (Asociación de Cazatormentas y Aficionados a la Meteorología).

La tecnología que hoy manejan estos cazadores ha experimentado un avance extraordinario en apenas un lustro y, lo que es más importante, un considerable abaratamiento de las estaciones meteorológicas, de manera que los amantes de las tormentas disponen no solo de medidores propios que archivan y transmiten cada cinco minutos datos sobre la temperatura, la humedad, el viento y el rocío, sino de satélites en red que dan cuenta de los grados a diferentes niveles de la atmósfera. Así se hace posible una predicción eficaz a corto plazo.

En EEUU se organizan cacerías donde se congregan espontáneamente aficionados provistos de equipos prodigiosos.

En el ámbito mediterráneo, las citas para salir de caza no pueden concertarse con demasiada antelación. Los cazatormentas del sureste van siguiendo los radares a través del móvil: en esta zona todo es mucho más repentino que, por ejemplo, en el centro peninsular, donde, por ejemplo, Alberto Lunas y sus colegas pueden anticipar hasta tres días –no más– una convocatoria para ir tras las nubes.

Cuando era niño, Lunas tenía miedo a las tormentas, sobre todo a las nocturnas, y reconoce que a esa angustiosa sensación debe su afición. Hoy es un fotógrafo que persigue los fenómenos atmosféricos en busca de imágenes espectaculares, pertrechado con su cámara y una buena dosis de paciencia. Los rayos son objetivo frecuente de toda cacería, pero las más codiciadas son las supercélulas, que dan origen a granizadas intensas, episodios severos de vientos y lluvias o a los destructores tornados, uno de los fenómenos más violentos con los que la naturaleza nos demuestra su contundente poderío.

En España los tornados se producen raras veces, dos o tres al año, y son difíciles de predecir. En las llanuras de Estados Unidos, sin embargo, son habituales –Lunas vivió la experiencia de cerca en 2012–. Allí se organizan cacerías donde se congregan espontáneamente los aficionados provistos de equipos prodigiosos que deben aprender a desmontar precipitadamente cuando la cosa se pone fea.

Viven pendientes de los modelos de presión, de los mapas isobáricos; consultan constantemente los vientos locales, se guían por su anemómetro –un aparato para medir la velocidad y la dirección del viento, es decir, una especie de veleta sofisticada– y los indicadores de temperatura y humedad. Pero intuyen que la vida no consiste en esperar a que pase la tormenta, tampoco en abrir el paraguas para que todo resbale: la vida es aprender a bailar bajo la lluvia.

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