Columna

El final de una historia

Hace unos meses, tan cansada como ustedes de la deriva de la política española, asfixiada por la perpetua campaña electoral de la que tenía que ocuparme en otras columnas, decidí dedicar esta página a contar una historia. El punto de partida era propio de un telefilme, cualquier episodio de cualquier serie policiaca norteamericana de las que emiten todas las cadenas de televisión a todas horas. Un sábado por la mañana, muy temprano, el portero de un edificio del centro de Madrid encontraba el cadáver de un adolescente en el rellano de la escalera.

En los artículos sucesivos, me ocupé de...

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Hace unos meses, tan cansada como ustedes de la deriva de la política española, asfixiada por la perpetua campaña electoral de la que tenía que ocuparme en otras columnas, decidí dedicar esta página a contar una historia. El punto de partida era propio de un telefilme, cualquier episodio de cualquier serie policiaca norteamericana de las que emiten todas las cadenas de televisión a todas horas. Un sábado por la mañana, muy temprano, el portero de un edificio del centro de Madrid encontraba el cadáver de un adolescente en el rellano de la escalera.

En los artículos sucesivos, me ocupé de aquel crimen desde perspectivas diferentes, la víctima, el móvil, el asesinato y sus consecuencias. Aunque las dos semanas que transcurrían entre las entregas suponían un plazo demasiado largo para un folletín, confié en la memoria de mis lectores y disfruté mucho de un proyecto que yo misma creía que iba a dilatarse mucho más. Tenía la intención de ir acompañando a los personajes implicados, examinando sus estados de ánimo, la evolución de su dolor o de su culpa, durante meses, tal vez hasta el final de este año. Sin embargo, he decidido abandonar antes de tiempo, como un ciclista después de una caída, un boxeador noqueado o un político pillado con las manos en la masa en cualquier país que no sea España.

La razón de mi renuncia no está en el pobre Jonathan, ni en su pobre madre, ni en los atracones de fin de semana que marcan la agenda de una pandilla de politoxicómanos, ni en la reacción de Lucía, ni en las dudas del agente Barrientos sobre la paternidad, ni en la sinrazón del asesinato en sí, ni en los motivos que llevan a Dani a entregarse. Mientras yo me ocupaba de un solo cadáver, el mundo sucumbía a una explosión de violencia generalizada, una epidemia igual de virulenta en las dos orillas del Atlántico, mientras en algunos países musulmanes, como Siria o Irak, se mantenían cifras de víctimas diarias insoportables. Después del atentado de Dallas, de la matanza de Niza, un adolescente alemán de origen iraní, de la misma edad que mis personajes, sembraba el pánico en un centro comercial de Múnich, asesinando a nueve personas antes de suicidarse. Entonces fue cuando decidí rendirme.

La escritura puede ser una actividad balsámica, incluso terapéutica, capaz de equilibrar trastornos, de curar las dolencias del espíritu, pero también puede llegar a proyectar sombras muy oscuras en el ánimo de quien escribe. Así, pese a que la inspiración del asesino de Múnich no estuviera en la normalización del uso social de las drogas, sino en el ejemplo del noruego Anders Brei­vik –que el 22 de julio de 2011, exactamente cinco años antes, disparó sobre una multitud de jóvenes militantes socialdemócratas desprevenidos, matando a más de 75, en la isla de Utoya–, sentí que ya estaba corriendo demasiada sangre verdadera en el mundo como para insistir en derramarla en la ficción.

El dolor de las verdaderas madres que han perdido a sus hijos, de los verdaderos padres que tienen que afrontar que el suyo, el depositario de su amor constante, su proyecto de futuro, se haya convertido en un asesino para suicidarse después, me pareció demasiado abrumador como para prolongar la existencia de mi diminuto crimen inventado. Por esa razón, he decidido resolverlo antes de tiempo, renunciar a desentrañarlo por completo, apoyándome en las historias secundarias capaces de anudarse entre sí para afianzar la historia principal.

Ya sé que la violencia no va a desaparecer porque yo deje de escribir sobre ella. Los europeos no tenemos más remedio que acostumbrarnos a convivir con esta siniestra ruleta rusa que nos amenaza a todos por igual y nos hará llorar otras, muchas veces, en los próximos años. Tendremos que aprender a vivir con los dedos cruzados, a domar el pánico que se apoderará de nosotros cada vez que escuchemos la palabra “atentado”. Si las consecuencias van más allá de los homenajes, de las flores y las velas, si impulsan un debate profundo sobre las razones, o la ausencia de razones, que laten tras esta sangrienta epidemia, quizás llegará un día en el que tanto horror no haya sido en vano.

Ojalá sea así.

Mientras tanto, yo escribiré otra clase de historias.

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