La Europa que funciona

Un parque en Stuttgart.

SI LA UNIÓN EUROPEA pretende avanzar, y seguir en pie, debería posar la vista en Casa Tiña. Un palacete del siglo XVII en lo alto del Albaicín con un hermoso patio central, en cuya mesa suelen reunirse a comer, a estudiar, a charlar, a pasar las horas los 17 estudiantes de 11 nacionalidades distintas de la UE que lo habitan. Los “tiñosos”, se llaman a sí mismos. El hogar parece un experimento sociológico de la Comisión Europea. Pero no es más que una rareza en alquiler, con inscripciones en latín y vigas que dejan ver su historia. El destino, de la mano del ...

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1. Los erasmus

SI LA UNIÓN EUROPEA pretende avanzar, y seguir en pie, debería posar la vista en Casa Tiña. Un palacete del siglo XVII en lo alto del Albaicín con un hermoso patio central, en cuya mesa suelen reunirse a comer, a estudiar, a charlar, a pasar las horas los 17 estudiantes de 11 nacionalidades distintas de la UE que lo habitan. Los “tiñosos”, se llaman a sí mismos. El hogar parece un experimento sociológico de la Comisión Europea. Pero no es más que una rareza en alquiler, con inscripciones en latín y vigas que dejan ver su historia. El destino, de la mano del programa Erasmus, ha querido juntar a estos chicos bajo el mismo techo en los confines de la UE. Como si sus muros ejercieran una fuerza de atracción sobrenatural, una gravitación europeísta. Un sábado caluroso, mientras Leo Pinheiro (luso-alemán) rasguea los acordes de una canción cubana en la guitarra, Elisabetta Borto­lotto (italiana) le pregunta a Rebekah Lyndon (británica):

–¿Y qué vas a votar?

–Creo que seguir en la UE. Ya tenemos demasiadas peleas nacionalistas.

Aún no se ha celebrado el Brexit. Y desde la cocina, donde una pegatina de “Refugees Welcome” luce en la nevera, sale el olor dulce de la pasta recién cocida.

pulsa en la fotoUn italiano, una alemana, dos francesas y un turco charlan en una azotea con el Albaicín al fondo.

La de Granada es la universidad con más erasmus de la UE. Ha recibido casi 2.000 este año. Algunos llegaron por azar, “posando un dedo en el mapa”. Otros apenas tuvieron opción: “Me tocó elegir entre Cork (Irlanda) y Granada”. La mayoría aduce que influyó en su decisión el idioma. El clima. El coste de la vida. Lorca. La Alhambra. Hoy forman parte de los 3,5 millones de europeos que han disfrutado del programa desde 1987. Casi 30 años dan para muchas cifras: un 26% de los erasmus conocieron a su pareja durante su estancia en el extranjero; un millón de niños han nacido fruto de estas relaciones. Según Wenceslao Martín, miembro del Vicerrectorado de Internacionalización en Granada, “de todos los proyectos de cohesión social de la Comisión, no existe ninguno como este”. Hay algo inasible, intangible en este viaje a la madurez de los estudiantes. Y se intuye en el vaso con seis o siete cepillos de dientes mezclados sobre el lavabo que encontramos en el piso que comparte Lisa-Marie Peysang (alemana). Esa idea de una comunidad entrelazada que no se sabe muy bien dónde empieza ni dónde acaba. Hasta que acaba.

La charla se ha ido animando en la Facultad de Traducción e Interpretación. Debaten siete alumnos extranjeros: “Si queremos una Europa unida, debemos conocernos entre nosotros. Es nuestra responsabilidad”. “Organizamos cenas con gente de países distintos. Es bueno para el futuro de Europa que los jóvenes hablemos tranquilamente”. “Es difícil encontrar un erasmus nacionalista”. “La libertad, la ausencia de fronteras, la democracia, el Estado de bienestar. Se podría decir que todos tenemos los mismos valores”. “Lo que estamos viviendo no está garantizado para siempre”. Julian Bourne, su tutor, de origen británico, asiente, orgulloso de sus chicos. Unas semanas después sucede el Brexit. Su país ha sido el primero en saltar del barco. Al teléfono, Bourne suena hecho polvo: “¡Dios mío! Es el caos. ¡Y nadie tiene ni idea de lo que va a pasar!”.

Ocho inquilinos de Casa Tiña, un palacete en el Albaicín donde conviven 17 erasmus de 11 nacionalidades diferentes.

2. El comercio

Los espárragos de Pedro Sillero crecen en las tierras frescas y esponjosas de la vega de Granada sin necesidad de regarlos, un poco como el espíritu Erasmus. Su negocio no existiría sin la lluvia. Tampoco sin la UE. Estos trigueros se consumen en 15 países de la eurozona; cuando necesitó mano de obra, voló al Este y contrató a 120 rumanas. Los Gallombares, la cooperativa que preside, comenzó a rodar en 1995 con financiación de Bruselas. En su oficina, una revista especializada exhibe en la portada una regadera azul con un círculo de 12 estrellas en el lomo. De ella no cae agua, sino subvenciones de la Política Agraria Común (PAC).

Granada es la gran huerta de espárragos española; España, la gran huerta de Europa. Las exportaciones hortofrutícolas del país sumaron 11.900 millones de euros en 2015, y el 93% se quedó en la UE. Tal y como lo ve Sillero, de 52 años, hijo y nieto de agricultores, “no soy político, pero creo que Europa debería significar mucho para todos; hemos de remar en la misma corriente. ¿Cuántos coches nos vende Alemania? Esto es lo mismo. Porque también necesitamos dinero para comprarlos”. Es evidente que hay cierto desequilibrio en el intercambio. Y que estos desajustes regionales han acercado a Europa al abismo. En cualquier caso, Los Gallombares sirve 8.000 toneladas de trigueros al año y envía a la UE el 80% de su producción. Es la mayor esparraguera del continente. Y su despegue ocurrió durante la tormenta económica. Empezaron 20 socios, hoy son 700. Generan cerca de 3.000 empleos. “Y si el año es bueno”, según Sillero, “queda un duro en el bolsillo”.

Empleadas de la mayor cooperativa de espárragos de Europa. Exportan el 80% a la UE.

Desde su oficina se escucha un ruido ensordecedor. Ahí abajo, un centenar de mujeres mueven los dedos como si le hicieran cosquillas a la verdura. Seleccionan al tacto el calibre de los espárragos. Los separan por tamaños. Los introducen en la cortadora. Los atrapan en manojos. Envueltas por un anillo aéreo por donde circulan decenas de cajas vacías, las jornaleras parecen interpretar una danza ritual. Toman al vuelo una. La llenan. Y la etiquetan: “Cliente: Lidl, Alemania”. Un trabajo duro, monótono, mileurista. Por sus manos desfilan 70 kilos de espárragos por minuto. Es viernes. Y a las 22.44, mientras los erasmus ya tapean por la ciudad, 17 toneladas parten rumbo a Alemania. En 30 horas, y sin que el camión descanse más que para cambiar de conductor, llegan a su destino sin detenerse en una sola frontera.

3. Las fronteras

Durante la crisis de refugiados y la oleada de atentados islamistas, ocho países de la UE suspendieron el año pasado el tratado de Schengen. La Comisión emitió entonces un informe: el restablecimiento de controles fronterizos generaría unos costes de hasta 18.000 millones de euros anuales. Y supondría un enorme freno al comercio. Para la inmensa mayoría de países de la UE, la UE es su principal socio comercial. Y el 75% de estos intercambios se llevan a cabo por carretera. Por el continente circulan 14.000 millones de toneladas de mercancías al año. Y un día cualquiera cruzan las fronteras interiores más de 127.000 camiones.

Mihail, camionero rumano, descansa cerca de la frontera entre Francia y Alemania.

Es lunes, y a un pasito del Rin, en un área de servicio en Baden-Wurtemberg, se mezclan matrículas de media Europa. Por aquí han pasado hace unas horas los espárragos granadinos con destino a Neustadt, al norte de ­Stuttgart. De una cabina azul asoma Mihail, rumano de 28 años, camionero desde los 18. Pasa tres meses seguidos viajando, libra dos semanas y vuelve al tráiler. Calza unas chanclas con la bandera de España, toro incluido. Se dispone a descansar las nueve horas preceptivas. Conoce 26 de los 28 países de la UE. Holanda es su favorito: “Todos hablan inglés y no son racistas”. Acaba de cruzar de Francia a Alemania. Pero viene desde España. De allí trae cajas vacías. Y aquí carga piezas de motor y las lleva a la fábrica de Seat en Martorell (Barcelona). De su boca salen sapos y culebras cuando habla del Gobierno rumano. Ha preferido buscarse la vida fuera, igual que su padre y su hermano, que trabajan limpiando en Cambrid­­ge. “Y ahora Reino Unido se quiere salir de Europa”, lamenta. En parte, por el rechazo a esos europeos que le sacan brillo a la mugre inglesa. Mihail también menciona los atentados islamistas: “¿Cómo se puede matar así, sin escrúpulos? En el paso fronterizo de Mulhouse han reestablecido controles. Todo por culpa de Siria”. El lugar se encuentra a unos kilómetros. Allí no se ven retenciones, pero la hilera de camiones se espesa. Primero unos conos, luego un estrechamiento en la autopista. Una furgoneta de policía. No parecen estar parando a nadie. Pero da pavor pensar que todo eso podría regresar de nuevo.

POr el continente circulan 14. 000 millones de toneladas de mercancía al año. Y más de 127. 000 camiones cruzan las fronteras interiores a diario.

Siguiendo el curso del Rin, un poco más al norte, un puente une Francia y Alemania a la altura de Estrasburgo. Se levantó en 2004. Simboliza la paz entre ambos países. Y en el centro cuelgan cientos de candados con mensajes de amor adolescente. La pasarela forma parte del Jardín de las Dos Riberas, quizá el único de su especie: se encuentra en dos países simultáneamente. Niños de una excursión escolar cruzan el río felices. De un lado a otro. Si uno repite el trayecto a menudo, comienza a perder la perspectiva y deja de saber en qué país se encuentra. Para salir de dudas, conviene fijarse en un búnker solitario: queda del lado francés, muestra cientos de balazos y su vieja chepa herrumbrosa ha sido cubierta por la hierba. El verdín está vallado, pero se puede abrir la portezuela, y un letrero indica que, a partir de ese punto, el lugar queda reservado para que los perros defequen. Sobre el búnker, sobre siglos de guerras. Puede que no exista mejor símbolo de la paz en todo el continente.

Lápidas francesas (al fondo) y alemanas se juntan en el cementerio de las dos guerras mundiales de Estrasburgo.

Aunque los hay más obvios. A las afueras de Estrasburgo, el británico Peter Allen es esta mañana el único visitante del cementerio de las dos guerras mundiales. Dispuestas en hileras, se juntan lápidas de franceses y alemanes. En una de ellas se lee: “Herman Arnold. Sargento. 1919-1944”. Parido al acabar una guerra. Muerto en la siguiente. Como si hubiera sido concebido solo con fines bélicos. El inglés tiene 52 años, es profesor de arte, está casado con una francesa y han criado dos hijos francobritánicos en un pueblecito de Alemania. “Esa es mi idea de Europa”, dice. La mezcla, la convivencia, la ausencia de barreras. “Ojalá no olvidemos esto”, añade junto a las tumbas. “Es tan sencillo pensar que se trata de algo remoto”. Poco después, el día en que ganó el Brexit, colgó en Facebook: “Stupid Arsehole Brexiters!”. Algo así como “estúpidos gilipollas partidarios del Brexit”.

“ojalá no olvidemos esto”, dice un británico en el cementerio de las guerras mundiales de estrasburgo. “Es tan fácil pensar que es algo remoto”. .

4. La justicia

Mientras la carga de espárragos bordea la frontera entre Francia y Alemania, una reunión animada se cuece en el centro cultural sardo de Stuttgart. Beben vino y cuentan viejas anécdotas. Es sábado, ronda la medianoche. La mayoría son jubilados que dejaron Italia en los sesenta, emigraron a Alemania y alimentaron con su mano de obra las grandes fábricas de motores y automóviles. En esta ciudad se encuentra Mercedes-Benz. De entre todos los sardos destacó uno, Giovanni Maria Sotgiu, nacido en 1933, pastor en la infancia, poeta autodidacta, un tipo “carismático”, “honesto”, “coherente”, “un verdadero comunista”, “para nosotros era como un ministro”, dicen sus compañeros de fatigas. Sotgiu trabajó unos años en la fábrica de motores Mahle, que hoy cuenta con más de 60.000 empleados. En 1965 se unió al servicio de correos Deutsche Bundespost. Viajaba en camioneta entregando paquetes. En los setenta comenzó una batalla judicial con la empresa pública para que los inmigrantes europeos recibieran el mismo salario que sus compañeros alemanes. El caso Giovanni Maria Sotgiu vs Deutsche Bundespost llegó al Tribunal de Justicia de la Unión Europea (TJUE), que en 1974 emitió una de esas sentencias que marcan un antes y un después. El asunto se estudia en universidades de Derecho. Y el TJUE, aún hoy, lo usa a menudo para argumentar la equidad entre europeos: “Las normas sobre igualdad de trato no solo prohíben las discriminaciones ostensibles basadas en la nacionalidad, sino también cualquier forma encubierta de discriminación (sentencia Sotgiu, C‑152/73, EU:C:1974:13, apartado 11)”./

Sotgiu, un hombre que cambió el derecho de la UE. Antonio, nieto de Sotgiu, luce un tatuaje de su abuelo.

Sotgiu fue uno de esos hombres que construyeron Europa desde el anonimato. Su historia representa, quizá, la mejor cara del continente. Esa idea de que la justicia y los derechos universales se encuentran por encima de los países, de los Gobiernos, de las empresas; de que una pelea individual puede mejorar la vida de 500 millones de habitantes. El hombre murió el año pasado, enfermo de alzhéimer. Dejó en Stuttgart tres hijas. Las dos pequeñas nacieron en Alemania, estudiaron en la Universidad, hoy tienen apellido alemán de casadas. La mayor, Salvatorica, sufrió en el colegio la segregación propia de los niños que arribaron a Alemania sin conocer la lengua. Llegó con cinco años. Y desde hace 28 trabaja, como su padre, en correos, repartiendo cartas a domicilio. A menudo, la gente le para en la calle para hablarle de cómo aquel sardo le ayudó en tal o cual ocasión. El hijo de Salvatorica tiene ya aire de alemán. Con 19 años, antes de ir a la universidad, quiere pasar un año ayudando a refugiados sirios. Se remanga la camiseta y muestra un tatuaje. Su abuelo, de joven, a caballo. Dice: “De él aprendí a combatir por lo que uno cree que es justo”.

5. La ciencia

En la sala de control de los satélites Sentinel 1A y 1B suena cada poco una alarma y todos, independientemente de su origen (hay griegos, alemanes, ingleses, españoles, italianos…), miran una pantalla en la que se indica que una de las cápsulas del programa Copernicus de la Agencia Espacial ­Europea está a punto de conectarse a una estación en algún punto de la Tierra. El satélite, que orbita a unos 623 kilómetros, comienza a enviar datos a 520 megabytes por segundo. Imágenes de radar. Los Sentinel se dedican a mapear el planeta. De forma constante. Sin descanso. Cada 12 días, retratan al menos un par de veces cada palmo del globo. Y sus fotografías están a disposición de todo el mundo. Libres, gratuitas. Es una de las claves del proyecto. Una rareza en el espacio. “El open policy de los datos”, lo denomina José María Morales, spacecraft operation manager del Sentinel-3A (hay cuatro Sentinel ya en el espacio). “Esto es lo bueno de Europa”./

José Morales, directivo de la Agencia Espacial Europea.

Sotgiu fue un hombre que construyó europa desde el anonimato. Luchó por esa idea de que la justicia está por encima de estados y empresas.

El beneficio de una iniciativa open free es diferido, una apuesta a largo plazo. Queda en manos de universidades y emprendedores descubrir el potencial. Encontrar la utilidad de las imágenes, transformarlas en un producto de valor añadido. En palabras de Ramón Torres, project manager del Sentinel-1, “suena a ciencia-ficción. Pero acabará sirviéndole al agricultor de Granada, con la incipiente automatización del sector. Podrá controlar la humedad del terreno, la necesidad de nutrientes, la salud de la cosecha”. Desde 2014, cuando se envió al espacio el primer satélite, 30.00 usuarios se han descargado 5 petabytes de datos. Y la Comisión Europea, que es quien puso en marcha el programa –y quien lo financia al 65%–, ya lo usa para determinar lindes, tipos de cultivos y el montante de las ayudas de la PAC; para rescates y emergencias; para medir el deshielo de los polos y el hundimiento (la subsidencia) de ciudades; para regular el tráfico marítimo y medir el terrestre; para controlar las fronteras y los riesgos de incendio, y calcular la cimentación de los edificios.

En la sala se ocupan de que los satélites sigan girando. Son como los ingenieros en boxes de la Fórmula 1. Hablan un inglés particular, “estilo ESA”, con profusión de latinismos. Entre alarma y alarma, David Bibby, ingeniero inglés, responsable de la carga útil de los Sentinel, cuenta una anécdota de cuando aún trabajaba en Airbus. Una día le encargaron a un grupo de británicos y a otro de franceses resolver un problema. Ambos aportaron una solución idéntica, pero el diseño resultó completamente distinto. Cuando se pusieron a trabajar juntos, la solución común superó las individuales de cada país. Para Bibby, este es el resumen de la ESA: “La agencia reúne a lo mejor de Europa; y esa unión mejora la suma de las partes”. Lástima que la UE lo vaya a perder como ciudadano.

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