Chicago, herida de bala

Jóvenes arrestados por la policía forman un grupo de trabajo en el centro juvenil The Arc, en el South Side.

VINCENT Van Gogh pintó tres versiones de su cuadro de la habitación en Arlés y el Instituto de Arte Chicago las ha reunido por primera vez en Estados Unidos. Como gancho, el museo recreó la estancia en 3D y lo anunció en el portal de alquileres turísticos Airbnb por 10 dólares la noche. Es viernes 4 de marzo y un grupo de jóvenes más bien hipsters protesta en la entrada contra esa alianza comercial. En su opinión, incita a la indecencia en el arte y, por ende, en la sociedad. “Van Gogh must go” (Van Gogh debe irse), “Ban Van Gogh” (Prohíban a Van Gogh), rezan las pancartas. Uno de los...

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VINCENT Van Gogh pintó tres versiones de su cuadro de la habitación en Arlés y el Instituto de Arte Chicago las ha reunido por primera vez en Estados Unidos. Como gancho, el museo recreó la estancia en 3D y lo anunció en el portal de alquileres turísticos Airbnb por 10 dólares la noche. Es viernes 4 de marzo y un grupo de jóvenes más bien hipsters protesta en la entrada contra esa alianza comercial. En su opinión, incita a la indecencia en el arte y, por ende, en la sociedad. “Van Gogh must go” (Van Gogh debe irse), “Ban Van Gogh” (Prohíban a Van Gogh), rezan las pancartas. Uno de los chicos lo clama altavoz en mano, mientras otro de aspecto casi calcado lo graba. Se declaran miembros de una supuesta organización que lucha por la moralidad en la cultura, pero todos parecen más bien parte de una performance.

El tiempo ha resultado clemente las primeras tardes de marzo en este gélido trozo de América. Las calles bullen y la exposición de Van Gogh está repleta. Dentro del museo, la luz se cuela por los cristales y otro par de piezas crean también bastante expectación en esas fechas: acaba de saberse que son dos de las compras privadas de arte más caras de la historia. Se trata de Intercambio (1955), de Willem de Kooning, y Número 17 (1948), de Jackson Pollock. Un multimillonario de la ciudad llamado Ken Griffin pagó por ellos en octubre 500 millones de dólares (442 millones de euros). Y se los cedió al centro de arte.

Griffin tiene 47 años y gestiona Citadel, uno de los mayores fondos de inversión del mundo. Tiene la sede en uno de los rascacielos que han convertido esta ciudad en una meca de la arquitectura. Chicago cuenta además con el mayor mercado de futuros financieros y acoge la sede del fabricante de aviones Boeing, uno de los grandes símbolos de la industria americana. Como una culebra, el metro elevado recorre las calles entre los altos edificios y los turistas se agolpan en las ventanas para tomar fotografías de los puntos más populares del trayecto. A los pies, los teatros iluminan las calles con las luces de neón.

Casas tapiadas y escasez de comercios en los barrios más pobres y violentos de Chicago y dos jóvenes en el barrio de Englewood, al sur de la ciudad. / EDU BAYER

Chicago es sexy, vibrante, y tiene un precio de la vivienda mucho más asequible que Nueva York o San Francisco. El Ayuntamiento exhibió satisfecho el año pasado que la metrópolis había batido un récord de visitantes. Encarna también la élite académica, con más de 130 campus universitarios y una de las mejores escuelas de negocios –la Booth– cuyo máster en dirección de empresas (MBA) está en el primer puesto del ranking mundial del semanario The Economist.

Y a tan solo 25 minutos en coche del Instituto de Arte, de los cuadros de Griffin, de los teatros, de la Bolsa y de los míticos clubes de jazz de la ciudad, algo se derrumba. Porque a 25 minutos de donde ocurre todo eso, hace unos años, el hijo de Pam Bosley, que era músico, se cruzó en la trayectoria de una bala cuando descargaba los instrumentos en el aparcamiento de su parroquia. Murió a los 18 años, y ella, cuando escucha música, se desmorona. La foto del chico, Terrell, es hoy una de tantas en la vitrina a la entrada de la iglesia de Saint Sabina, en el sur, bajo el lema “No os olvidaremos”. Lino Díaz, de 30 años. Tony McCoy, de 20. Antonio Smith, de 9… Algo se quiebra al llegar al South Side, a Englewood. En noviembre, un tipo, a base de mentiras, logró llevarse a un niño de nueve años, Tyshawn Lee, a un callejón y le asesinó como venganza contra su padre, que era miembro de una banda rival, por otra muerte. Algo se rompe en las barriadas, allí un invierno demasiado clemente puede ser sinónimo de problemas.

A media hora del centro, en otras palabras, los carteles ya no se ocupan de Vincent Van Gogh. Porque Chicago, como la habitación de Arlés, tiene varias versiones.

Stop violencia, zona infantil”, “Zona libre de disparos”. Alguien ha clavado esos letreros, en letras rojas y negras, en los árboles de un barrio al sur de Chicago, cerca del colegio Barbara Sizemore, una de las escuelas públicas que batallan contra el cierre por falta de fondos y se encuentran en una zona de plomo. La ciudad, de 2,7 millones de habitantes, ha vivido el comienzo de año más sangriento en casi dos décadas, con 121 homicidios hasta el 17 de marzo, tras un 2015 de casi 500 asesinados. La policía no acierta a apuntar un motivo claro que lo explique. Hay más bien decenas de ellos, y no falta quien simplemente recuerda que el invierno ha sido menos duro de lo habitual y ha habido más gente en la calle.

“No os olvidamos. Nuestros ángeles”. Mural con decenas de víctimas de la violencia callejera en el South Side.

Chicago es la ciudad donde la policía se incauta de más armas ilegales en todo Estados Unidos, hasta cinco veces más que en Nueva York, pero con solo una tercera parte de la población. John Escalante, el superintendente interino, compareció ante la prensa el 1 de marzo para dar algo muy parecido a un parte de guerra mensual. Un tercio de los homicidios ocurren dentro de las casas, a veces por cuestiones tan peregrinas como una discusión por el volumen de la música. El resto están vinculados a bandas criminales. Espoleados, como ocurre en otras ciudades americanas, por las redes sociales, donde las pandillas intercambian insultos o amenazas.

Las cifras de las que habló Escalante ante la prensa se quedaron viejas esa misma noche. Frederick L. Brown, de 25 años, murió apuñalado durante una pelea en un parque al sur de la ciudad poco antes de las seis de la tarde. Media hora después, en otro parque, William Bustos, de 20, fue tiroteado por un desconocido. Al día siguiente cayeron otros tres en diferentes ataques. El Chicago Tribune hace un recuento de cada víctima y pone puntos en un mapa que se actualiza a diario. Este refleja que el repunte de la violencia se ha concentrado en el sur y parte del oeste de la ciudad, zonas castigadas por la pobreza y la droga. Son también áreas de población mayoritariamente negra, epicentros de la segregación racial en EE UU.

“Tenemos una tasa de paro de doble dígito, edificios abandonados y una proliferación de armas como no se había visto hasta ahora”, reflexiona el padre Michael Pfleger, un hombre blanco de 66 años, activista, heterodoxo y padre adoptivo de dos hijos, que lleva cuatro décadas trabajando para la comunidad de Saint Sabina. “Es una tormenta perfecta para la violencia”. Pfleger ha inspirado uno de los personajes de la última película de Spike Lee, Chi-Raq (juego de palabras entre Chicago e Irak).

Víctimas y verdugos son cada vez más jóvenes, según la policía. Un gran número de ellos suman delitos por tenencia ilegal de armas. “Algo tiene que cambiar cuando los jóvenes temen más las consecuencias de dejar las bandas que a la justicia”, dice Escalante.

Carteles contra la violencia en zonas infantiles y un padre espera a la salida de la escuela con la imagen de un amigo asesinado en la sudadera. / EDU BAYER

Hay una suerte de big data macabro en Chicago. Un algoritmo de la policía que le dice a uno lo cerca que está de morir de un balazo. El departamento lleva tiempo trabajando en una base de datos a partir de la cual elabora una lista estratégica que determina lo propenso que es alguien a morir de forma violenta y cruza los datos con arrestos, vínculos con miembros de bandas o los que han sufrido algún percance. Con esto confecciona una suerte de carnet por puntos; conforme se acerca a la frontera de los 200, sus probabilidades de largarse al otro barrio aumentan peligrosamente. La policía los convoca a reuniones para advertirles antes de que sea tarde. Más de la mitad de los muertos hasta marzo figuraban en la lista. “Pero los jóvenes no confían en la policía, en los 40 años que llevo aquí nunca había visto tan mal la relación entre la comunidad y las fuerzas de seguridad”, advierte el activista Michael Pfleger.

John Escalante llegó al cargo de superintendente interino de forma atropellada en diciembre pasado, cuando Garry McCarthy fue despedido en medio de una tormenta llamada Laquan McDonald. Un nombre está grabado ya para siempre en la historia de la ciudad.

El 20 de octubre de 2014, el agente Jason Van Dyke disparó 16 veces contra un chico de 17 años que caminaba por la calzada de una carretera con un cuchillo de tres pulgadas encima. Aseguró que estaba fuera de control y le amenazaba. Nadie más, en teoría, había visto u oído nada distinto aquella noche. Pero el vídeo de la escena, grabado por el coche patrulla de otro agente, mostraba una historia bien distinta: Laquan McDonald se alejaba rápidamente de los agentes conforme estos se acercaban y caía derribado en lo que parece el primer disparo. Luego, ya en el suelo, vendrían 15 más, una breve agonía y la muerte. La grabación no se hizo pública hasta 13 meses después del suceso por el empeño del periodista independiente Brandon Smith. El vídeo salió el 25 de noviembre y las protestas prendieron en la calle. El jefe de la policía acabó cayendo y Van Dyke fue acusado de homicidio.

Entre la muerte y el vídeo operó, según el abogado Craig Futterman, la maquinaria del silencio: “El suceso de Laquan McDonald es algo extraordinario, pero lo que se vio en las imágenes es la negación institucionalizada, que no es extraordinaria. Los informes posteriores al suceso señalaban que los disparos estaban justificados cuando sabían que no era así porque tenían un vídeo que lo demostraba”.

Hora del almuerzo en un edificio de la Universidad de Chicago.

El caso McDonald vino tras una oleada de vídeos que mostraron sucesos de brutalidad policial en Estados Unidos. Futterman, profesor de Derecho en la Universidad de Chicago, ha impulsado una plataforma de defensa en casos de abusos. Después de años litigando, en 2014 logró que el historial de los policías de la ciudad se haga público. “Lo que hemos visto es que la mayoría de los agentes no reciben apenas quejas y un porcentaje pequeño de ellos concentran una parte desproporcionada de las denuncias, y el problema es la impunidad, porque las medidas disciplinarias han sido casi cero”. Futterman asegura que en un decenio, entre 2004 y 2014, la ciudad gastó más de 500 millones de dólares en defender a miembros del cuerpo ante denuncias de excesos, un montante que la policía no confirma. “También hemos visto que la raza importa mucho; mientras más de la mitad de la quejas son de gente negra, las que han llevado medidas disciplinarias son casi todas de blancos”.

“La mayoría de los agentes hacen bien su trabajo, pero los que abusan han estado cubiertos por una cortina de silencio. El caso de Laquan ha levantado esa cortina”, dice Futterman. Escalante defiende que el grueso del cuerpo es cabal. Tampoco pasa un día en el que algún agente no salga herido en su trabajo. “Sabemos que va a llevar tiempo recuperar la confianza de una parte de la comunidad”.

En abril, un mes después de decir aquellas palabras se haría público el informe de un grupo de trabajo (encargado por la ciudad, entre otras investigaciones internas, a raíz del caso McDonald). En él se considera probado, con las estadísticas de la propia policía, prácticas racistas en el cuerpo. El estudio dice también que de las 404 personas que fueron disparadas por la policía entre 2008 y 2015 el 74% son negras y el 14% hispanas. El alcalde demócrata Rahm Emanuel decidió nombrar como nuevo superintendente a un afroamericano, Eddie Johnson.

Esta ciudad alberga la casa del primer presidente afroamericano de Estados Unidos, Barack Obama. Pero, de entre las grandes áreas metropolitanas de Estados Unidos, es la de mayor segregación racial, pese a una leve mejora de los últimos años, según la Brookings Institution. Y si los barrios eminentemente blancos tienen una tasa de pobreza del 10%, en los afroamericanos esa cifra supera el 30%.

Pam Bosley, madre del joven Terrell, asesinado al sur de Chicago y un vecino de Englewood con una camiseta que dice "Dios es bueno". / EDU BAYER

Chicago fue un imán para la población negra a principios del siglo XX. La industria manufacturera ofrecía empleos mucho mejor pagados que los ocupaban en los Estados del sur y se formó el gran cinturón negro de Chicago. Segregado pero vibrante, lleno de teatros y restaurantes, donde la gloria del jazz llegó desde Nueva Orleans. A Pam Bosley, la música la transporta a lugares donde no quiere estar y lleva 10 años sin escucharla. Excepto si se topa con ella, claro, en cualquier lugar público, pero la evita cuando de ella depende. Sobre todo si se trata de góspel. El 4 de abril de 2006, Terrell, estudiante de primer año de la carrera de música, fue a recoger unos tambores a la parroquia y recibió varios tiros.

El hijo de Pam murió en una zona transitada, pero teóricamente nadie vio nada. Así ocurre en un gran número de crímenes de la zona dura de Chicago que se quedan sin resolver. “Romped el código de silencio”, decían los anuncios en los que la familia ofrecía 5.000 dólares de recompensa a aquel que ayudara a arrestar al culpable. Nadie lo rompió. “Te queda la sensación de que da igual cómo críes a tus hijos, que les enseñes el buen camino y vayan a la universidad, porque les pueden matar al salir de misa”, dice Pam. Ella tiene otros dos chicos, de 17 y 22 años, y arrima el hombro en la comunidad.

Algo se rompió en el norte de Estados Unidos después de los años sesenta. “La industria manufacturera tradicional cayó y desapareció el trabajo para mucha gente, que se quedó sin alternativa”, explica Sheri Runner, presidenta de la Chicago Urban League, que trabaja por el progreso de la comunidad afroamericana. “En algunas zonas se han quedado entre el paro y una actividad ilegal como las drogas, con toda la violencia que trae aparejada”. Entre los setenta y los noventa, la ciudad perdió el 60% de sus empleos industriales, según los datos del historiador Robert G. Spinney. Para Runner es claro que “en la raíz del problema está la falta de empleo y la formación”.

Turistas posando junto al monumento Cloud Gate, de Anish Kapoor, en el Millennium, en el distrito centro de Chicago.

Las protestas contra el alcalde se han multiplicado en los últimos meses por la violencia policial y la situación de las escuelas. La escritora Rachel ­Shteir, también profesora de teatro en DePaul University, es muy crítica con los efectos sociales de la desigualdad. “La gente también está cansada de la corrupción de esta ciudad; varios de los últimos siete gobernadores están en prisión…”. El Chicago con la herida de bala está a pocos bloques de la escuela de negocios Booth o del campus del profesor de Derecho Craig Futterman, que incide: “Es una ciudad floreciente, pero muchos no tienen acceso a las oportunidades que hacen grande a esta ciudad”. Con todo, la gran urbe de Illinois está lejos de sus años más sangrientos y de aquel pasado de los gánsteres de película. Solo en 1992 murieron asesinadas 936 personas, casi el doble que ahora. Y hoy la policía no se enfrenta a las grandes bandas de los ochenta, sino a una proliferación de pequeños grupos, clicas que controlan una u otra manzana.

Joseph Saunders recuerda sus días en la banda como un sentimiento de amor falso. Tenía 18 años y llegó a vivir en la calle, pero el marido de su madre lo sacó de allí. Ahora es uno de los mentores que ayudan a chicos problemáticos. Saunders hace suyas las comparaciones de la película de Spike Lee con Irak: “Los niños de aquí han visto cosas que ningún niño debería ver, muchos han perdido a amigos o a familiares, o tienes padres en las cárceles. ¿Qué diferencia esto de una guerra para ellos?”.

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