Escuela de vida para jóvenes reclusos

Un misionero y catequista imparte clases en un penal de Mozambique para ofrecer a los reclusos otra libertad: "La ignorancia es una esclavitud"

Clase con reclusos del Centro Prisional de Recuperaçao Juvenil de Boane.
Más información
Los hijos 'presos' y la señora Claire
El país de los niños encarcelados
Iwahig, la prisión sin rejas
Vivir entre la escuela y la cárcel

“¿El infierno está en la tierra o en el cielo?” Es la incertidumbre de un muchacho espigado que lleva un gorro de lana. 17 grados centígrados de mañana nublada, al sur de Mozambique, justifican hasta una puesta de guantes. Está llegando el otoño. El chico que pide las coordenadas del averno se llama Artur, tiene 22 años, y forma parte de la veintena de reclusos que asisten cada viernes a la Escuela de Vida, impartida por Antonio Perreta en el, Centro Prisional de Recuperaçao Juvenil de Boane, a 50 kilómetros de Maputo. Perreta es misionero y catequista napolitano de 44 años, afincado en África desde 1991. Viene cada semana a Casa do Gaiato. Gran conversador, enseguida nos despertó mucho más que curiosidad por su trabajo con los presos de diferentes instituciones penitenciarias. Apenas me sugiere la posibilidad de acompañarle a un penal, anoto el día en mi agenda: será un viernes de abril.

Poco después de las siete de la mañana, recogemos en la aldea a una mujer llamada Magdalena, que asiste al Padre Antonio en las visitas a esta galera local. Tiene 53 años, un discurso sensato, un rostro sereno, y las piernas reventadas de tanta caminata. Vive con sus tres hijos, ayuda siempre que puede a sus vecinas y me cuenta que hace 22 años desalojó un cáncer mortal de algún rincón de su vientre a base de hierbas prodigiosas. Supercherías al margen, compruebo enseguida la habilidad de Magdalena para hacerse querer y respetar por los muchachos, que la escuchan con un esmero, que envidiarían muchos educadores. “Venimos para que este lugar sea más hogar y menos cárcel, al menos por un rato”, me explican. Antonio insiste en que no pretende hacer proselitismo. “Con los que asisten me conformo; con uno que aproveche mis visitas, me doy por satisfecho”.

Al llegar me sorprende no sentir un solo escalofrío. Esperaba una alambrada espinada, férreos controles de documentación, cacheo, y firmas. Agentes armados hasta los dientes, torres de control, muchas rejas, y pasillos largos con ecos de chirridos metálicos, portazos, y algún grito no precisamente de bienvenida. Pasamos a la nave inmensa que hace de comedor, capilla, sala de reuniones, y aula de cualquier materia. Los muros en verde desteñido, tienen cenefas ahuecadas por las que entran los pájaros y mucha luz. El tejado es de Uralita.

Alfredo Antonio acaba de cumplir 19 años y será libre en tres semanas, después de cumplir sus 15 meses de pena. Tarda tanto en confesarme su delito que mi cabeza ya imagina a Alfredo Antonio con las manos manchadas de sangre. Cuando me dice que su gran pecado fue robar, lanzo un suspiro de alivio. Magdalena se apresura a recordarle la fábula del ratoncito bueno, mal aconsejado por los ratones perversos, que no se zafará del cepo, mientras los demás se fugan.

Este centro es más correccional que una prisión pura y dura. Hay 63 reclusos, la mayoría ronda los 18 años

—15 meses por robar, ¿qué? —pregunto sin ocultar mi pasmo.

—Una tablet —responde el chico contagiando a los demás las ganas de confesar su falta. “Yo compré material robado. Delito contra el honor. Me detuvieron por peleas, es mi tercera condena. Me acusan de ofensa moral”, enumera.

En este centro, más correccional que prisión pura y dura, hay 63 reclusos, de los que puede que el 60% tengan la edad de mi hijo (18 años). La Funcionaria de Acción Social me cuenta que en los últimos cinco años solo han cobijado a un asesino. El Padre Antonio le está expresando su deseo de retomar las clases de arteterapia, suspendidas por la contaminación de algún episodio de trapicheo con drogas.

Cuando la Misa termina, los chicos recogen el altar improvisado en una mesa, con el Cáliz y la Biblia apoyados sobre una preciosa capulana. De la pared ya cuelga una pizarra cochambrosa, cuando nos invade un ruido de cacerolada procedente del fondo de la nave. Es la cocina, que despide un olor a riquísimo estofado, justo cuando el Padre Antonio se refiere al milagro de los panes y los peces.

A mi izquierda, uno de los confinados abre su cuaderno y entierra literalmente la cabeza entre las hojas. Para escribir, clava la punta del bolígrafo en el papel cuadriculado, esculpiendo palabras como, colérico, oração, bem, mal, liberdade, vida nova, Deus, libertad, libertinaje… Llega el turno de preguntas, y trato de ponerme en su lugar. Solo se me ocurren cosas como: “Padre, ¿por qué si Dios me ha perdonado siguen cerradas las puertas de mi celda?”. Parece que alguno me lee el pensamiento, cuando dice: “Y la pobreza, ¿también viene de Dios?”.

Me estoy fijando en João. Recién llegado a una estancia de 15 meses en la sombra, es completamente analfabeto. El padre Antonio le promete que saldrá de aquí leyendo y escribiendo. "Porque tu libertad también será saber leer. La ignorancia es una esclavitud”, le dice. João se compromete a volver a clase con lápiz y papel. La sesión es muy amena, no solo para mí, que no me apeo de la sensación de estrenar zapatos nuevos cada día. Estamos terminando y otro de de los chicos quiere, “comentar las diferencias entre orgullo, autoestima, y vanidad”. No queda tiempo por hoy, pero se comprometen que será lo primero a debatir el viernes próximo.

Me despido abrazándoles uno por uno. Al oído les susurro, ¡suerte! Ellos, y sus sonrisas, me agradecen la visita repitiendo, Khanimambo, que en changane quiere decir, ¡gracias!

Sol Alonso es oluntaria para comunicación en Casa do Gaiato y Fundação Encontro en Maputo (Mozambique).

Más información

Archivado En