Columna

Un bulto en la escalera

El portero creyó que era un borracho.

Estaba acurrucado en el descansillo del segundo piso, con la cabeza apoyada en la pared, los ojos cerrados, las piernas en una posición extraña, como si se hubiera dormido con las rodillas pegadas al cuerpo y el sueño las hubiera relajado después, sin llegar a estirarlas del todo.

Eran las siete de la mañana de un sábado y ningún vecino parecía haberse levantado todavía. El patio estaba a oscuras, no se escuchaba el pitido de una sola cafetera, ningún niño trotaba por ningún pasillo. El portero contaba con eso cuando sonó el despertador. Ahor...

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El portero creyó que era un borracho.

Estaba acurrucado en el descansillo del segundo piso, con la cabeza apoyada en la pared, los ojos cerrados, las piernas en una posición extraña, como si se hubiera dormido con las rodillas pegadas al cuerpo y el sueño las hubiera relajado después, sin llegar a estirarlas del todo.

Eran las siete de la mañana de un sábado y ningún vecino parecía haberse levantado todavía. El patio estaba a oscuras, no se escuchaba el pitido de una sola cafetera, ningún niño trotaba por ningún pasillo. El portero contaba con eso cuando sonó el despertador. Ahora me doy una vuelta, se dijo, barro la escalera y me largo al pueblo, a disfrutar. Con esa intención subió en el ascensor hasta el último piso y no tuvo más compañía que la de la escoba y el recogedor hasta que se encontró con aquel bulto.

¡Qué barbaridad!, ¡todos los fines de semana igual!, ¿y quién le habrá abierto, cómo habrá entrado? Menuda diversión, dormir aquí la mona, ya ves, cuando no se mean en el portal, se nos quedan dormidos en la escalera, esto es lo que nos faltaba…

–¡Eh, tú! Levántate ya, vamos.

Parecía muy joven. Llevaba unos vaqueros desgastados, unas zapatillas de deporte nuevas y una cazadora acolchada de aviador con unas manchas oscuras a la altura del estómago, a ambos lados de la cremallera abierta. El portero pensó que se habría vomitado encima y, un segundo después, que estaba pensando mal.

–Pero ¿qué te pasa? ¿No me oyes?

No le oía. El sonido de su voz no desencadenó reacción alguna, ni un parpadeo, ni un gruñido, ni un cambio en el ritmo de su respiración. Al comprobarlo, el portero sintió que, de pie como estaba, apoyado en la escoba, se sumergía en una implacable marea de humedad helada. El sudor empapó su camisa, roció su cara, tembló en sus manos, ahuecó los huesos de sus piernas, convirtió sus rodillas en dos articulaciones de gelatina, frágiles y azucaradas, cuando comprendió que aquel chico estaba muerto.

Miró hacia abajo y distinguió un rosario de manchas redondas, oscuras, que ascendía desde el segundo piso. No se había fijado antes en ellas porque el cuerpo abultaba demasiado, y no yacía en ningún charco espeso, rojo y pringoso, como el de las películas. Quizás porque tenía las manos cruzadas sobre el vientre y había taponado la herida con ellas hasta el final. Quizás porque su cadáver ocultaba el charco. El portero no sabía nada de la muerte pero veía mucho la televisión. No tocó nada, pero empujó un poco el cuerpo con el palo de la escoba y logró desplazarlo hasta que se tumbó de lado. Entonces, al fin vio la sangre, pero también su rostro. Y durante un buen rato, no pudo ver nada más.

Era un niño, un chaval de 16 años, 17 tal vez, no más. El contorno de su cara aún no había perdido la mullida blandura de la infancia, los pómulos romos, recubiertos de piel tersa, la barbilla redonda, como los granos que tapizaban la base de su nariz, el contorno de sus labios. Era un niño y estaba muerto porque alguien lo había matado con un cuchillo, pensó, o una navaja. Alguien, seguramente un muchacho no mucho mayor que él. El portero no se consideraba especialmente sensible, nunca se habría definido a sí mismo como un sentimental, pero aquella mañana, antes de darse cuenta de lo que hacía, se echó a llorar. Lloraba por el chaval que estaba muerto y lloraba también por su asesino, lloraba por dos padres, por dos madres, por su dolor y por su culpa, un sufrimiento vivo, que se extendería sin consuelo posible hasta el instante de la muerte de todos, también de la suya.

El portero pensó en sus hijos, el mayor, buen estudiante, responsable, que no había dado ni un disgusto hasta que dejó a su novia embarazada y colgó la carrera; la pequeña, un desastre, respondona, rebelde, alérgica a ir a clase hasta que se enderezó ella sola, al mismo tiempo que se desparramaba su hermano. Los dos estaban bien, estaban vivos. Ninguno entendió por qué los llamaba al móvil un sábado, a las siete y media de la mañana, para decirles que les quería mucho, pero sólo después de escuchar sus voces atónitas, borrachas de sueño, su padre tuvo fuerzas para llamar a la policía.

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