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10 exoplanetas para perderse entre palabras

De Dune a Hyperión o Solaris , Babelia propone un viaje cósmico por los planetas más famosos de la literatura

A nuestros ojos ya no le llega con la luz del Sol, ni con los al menos nueve planetas que bailamos a su alrededor. El telescopio espacial Kepler nos ha descubierto 1.284 nuevos exoplanetas, es decir, Uranos, Saturnos o Tierras con sus propios soles con los que bailar. Pero este viaje más allá de nuestro Sistema Solar lleva obsesionando a grandes maestros de la literatura desde hace mucho tiempo. Imaginar lo posible, o lo plausible, en los confines del universo es coto de la ciencia ficción y en este fotorrelato haremos un viaje por los astros más fascinantes que ha parido la imaginación. Arrancamos con Arrakis, desierto infinito irrigado bajo la superficie por canales de agua y habitado por los terribles gusanos de arena, seres de inmenso poder con dientes de diamante. La clave de este planeta, la melange, una droga que permite hacer seguro el viaje entre las estrellas, que tiñe los ojos de añil y cuya sobredosis puede convertir a un hombre en un monstruo. Este fascinante planeta surgió de la pluma de Frank Herbert en 'Dune', y su nombre es un eco de la voz árabe 'ar-rāqiṣ', es decir: el bailarín. La mejor descripción en breves palabras del astro y su importancia en el univero, la da el propio Herbert en boca de la princesa Irulan: "Arrakis... Dune... baldío del Imperio, y el planeta más valioso en todo el Universo. Porque es aquí — y solo aquí— donde se encuentra la especia. La especia. Sin ella, no habría comercio en el Imperio, no habría civilización. Arrakis... Dune... hogar de la especia, el mayor tesoro del Universo. Y quien lo controle, controlará nuestro destino".
"Giese era un hombre frío, pero al fin y al cabo en el estudio de Solaris, la emoción es un obstáculo para el explorador. La imaginación y la teorización prematura son desventajas positivas en un planeta donde —como había quedado claro— todo es posible". Cuando André Tarkovski tuvo que resumir en una frase su concepción cinematográfica optó por esta: Esculpir en el tiempo. Precisamente Stanislaw Lem, al quien el cineasta ruso adaptó este título, trabajaba con el escoplo en un tipo muy concreto de tiempo: el tiempo subjetivo. Solaris es el planeta vivo. Que susurra con su propia voz entre la estática captada por un aparato de radio. Que puede recrear los temores de la mente en realidades. Un océano esférico sin tierras inexplicable e inabarcable por la mente humana. Habitar Solaris sería enfrentarse a una atmósfera irrespirable, a un cielo con dos estrellas, a un mar que es más líquido amniótico que agua, a estructuras aparentemente orgánicas de vida efímera que surgen de las aguas y a la posibilidad de que todos los recuerdos reprimidos, las cicatrices del pasado, se manifiesten al colono como algo palpable. Solaris no es malvado o benévelo. Es reflejo perfecto de lo que llevamos dentro.
Si Chaucer fuera hombre del siglo XX y no del XIV probablemente, en vez de su inmortal 'Cuentos de Canterbury', hubiera escrito una peregrinación a un planeta lejano, donde habita un dios cruel e impío que asesina a todos sus feligreses. Las conversaciones de tal peregrinación sucederían en una nave espacial, pero los conflictos de sus pasajeros, las historias que tienen que contarse para aliviar su soledad, no serían tan distintas. Dan Simmons fue Chaucer en el siglo XX y firmó una de las obras maestras incuestionables de la ciencia ficción, en qué se cuenta y en cómo se cuenta. Hiperión es el cubil del Alcaudón, una criatura de metal líquido, con ojos facetados de láser rubí y dedos como escalpelos, capaz de manipular el espacio-tiempo a su antojo. A él, que empala a todos sus visitantes en el Árbol del Dolor, se dirige una expedición de siete peregrinos, que saben perfectamente que viajan a su fin. Hiperión es también un planeta homenaje a Keats. Keats es, de hecho, el nombre de su capital. Tiene tres continentes: Equs (Caballo), Aquila (Águila) y Ursus (Oso). Su estrella es más pequeña y sin embargo más brillante que nuestro sol. Si uno mira al firmamento nocturno, a menudo verá las filigranas de fuego que trazan los meteoros. Tiene un océano de hierba bajo el que se ocultan gigantescas serpientes. Tiene bosques de árboles tesla que acumulan la energía del relámpago y desatan al liberarla verdaderos holocaustos de llamas. Tiene laberintos inexplicables en sus entrañas. Y tiene también las tumbas del tiempo, unas estructuras inexplicables que parecen provenir no de un pasado remoto, sino de un futuro por llegar.
Pocos planetas de la ficción viven una historia política tan apasionante como Cyteen. Desarraigado del gobierno terrícola, cuna de la ciencia más avanzada de su época, Cyteen constituye una suerte de República de Platón dominada con mano de hierro por una mujer: Ariane Emory, una de los 14 'especiales', genios con un poder intelectual sobrehumano. Con la clonación de por medio, C. J. Cherryh concibe en esta larga novela una madeja de intrigas políticas y personales en las que se juega el futuro político de la humanidad. Pero el planeta en sí que centra la trama, Cyteen, es fascinante por sí mismo. Su atmósfera, levemente tóxica, obliga a que sus ciudades estén encapsuladas. El planeta, aún en proceso de terraformación, de cambio para adecuarse a los estánderes humanos, parece luchar cada día por ser conquistado. Es esta resistencia la que forja la voluntad política y científica de sus colonos para llegar más lejos en su ambición. Ambición que se refleja en este párrafo, porque la muerte significa a menudo la vida para otro: "En la actualidad la Tierra comprende que los cambios genéticos son inevitables pero no siempre deseables, y ha empezado a considerar a Cyteen un almacén de información genética sobre especies con amenaza de extinción. Algunos de los proyectos más ambiciosos hacen referencia a los habitáis de mamíferos grandes, desde el último eslabón de la cadena alimenticia. Irónicamente, el experimento de transformar Cyteen, destructivo para la vida nativa del planeta, está permitiendo la recuperación de determinados ecosistemas amenazados de la Tierra y el establecimiento de sistemas más frágiles en Marte, el cuarto planeta del Sistema Solar".
Si bien es “exo”, Mundodisco no es exactamente “planeta”. Lo que es, su configuración física, ya da buena muestra del derroche de imaginación y creatividad del llorado Terry Pratchett. Es exactamente lo que se ve en la imagen: un mundo en forma de disco sostenido por cuatro enormes elefantes que, a su vez, se apoyan en el caparazón de Gran A'Tuin, la tortuga estelar que vaga por el Cosmos. En vez de orbitar alrededor de una estrella, un pequeño sol da vueltas alrededor de la tortuga. La saga de Mundodisco es un festival de imaginación desatada que explora este lugar desde todos los ángulos posibles: las conspiraciones en los callejones de su capital, Ankh-Morpork; las aventuras de las brujas del país de Lancre; o las expediciones para averiguar el sexo de Gran A'Tuin (Para las civilizaciones que viven sobre el caparazón de una tortuga gigante es importante saber quién ocupa el lugar de encima en un posible acto sexual cósmico). Leer las cuatro decenas de libros de Mundo disco equivalen a hacer una tesis doctoral, pero para disfrutar de la mejor literatura fantástica vale con dar un paseo por alguna de sus novelas. Alguna de las más indicadas para entrar en el mundo de Pratchett sería ‘El color de la magia’, que en 1983 dio el pistoletazo de salida a la saga, ‘¡Guardias, Guardias!’, sobre los problemas de la Guardia Nocturna de Ankh-Morpork, o ‘Mort’, que gira entorno a uno de los personajes más importantes dentro de Mundodisco: La muerte (sí, la muerte).
Una de las ventajas de la ciencia ficción sobre la realidad es su capacidad de explorar el "qué pasaría si..." y llevarlo a sus límites. Larry Niven alcanzó una cima de este juego en mundo anillo, un planeta concebido como una alianza con una superficie equivalente a tres millones de nuestras tierras. Mundo anillo es una gigantesca órbita sólida que gira en torno a un sol. En su cara interior se acumulan océanos y continentes, sostenidos por un material inventado que sirve de soporte al formidable peso que sustentan, equivalente a la suma de todos los astros del Sistema Solar. Un día en mundo anillo es casi como el nuestro, 30 horas para cubrir del día a la noche. Pero un año se extiente eternamente. Dura 9375 días terrestres. O, lo que es lo mismo, 25 años.
Tatooine, con sus dos soles y sus tres lunas, es, sin duda, uno de los parajes espaciales que más profundamente han arraigado en el imaginario colectivo. Al culpable lo conocemos todos: George Lucas y su saga galáctica. Es un planeta completamente desértico, donde la única forma de extraer agua es condensándola de la atmósfera, lo que hace indispensables múltiples granjas de húmedas repartidas por toda la superficie. Al no tener gobierno estable y localizarse en el Borde exterior de la galaxia, es un enclave perfecto para todo tipo de actividades ilegales y un punto de encuentro para individuos de la peor calaña. En él conviven, además de humanos, moradores de las arenas, chatarreros jawas y Hutts. En un universo plagado de planetas muy característicos, como el helado Hoth o el hiperpoblado Coruscant, lo que le hace destacar por encima de los demás son los hechos concretos que sobre su caliente y pobre arena viven los protagonistas de la saga de Lucas. Buena muestra de que los cambios más importantes pueden tener los orígenes más humildes.
Si un mundo puede ser metáfora de un sentimiento, el planeta vagabundo de Muerte de la Luz, que viaja por el espacio sin estar ligado a ninguna estrella, sería la alegoría del desamor. Antes de triunfar con 'Canción de hielo y fuego', o, como la conocemos todos, 'Juego de tronos', George R. R. Martin debutó en la literatura con esta novela que narra un desamor. El de Dirk t'Larien que ama a Gwen Delvano a pesar de que ella lo ha abandonado. A través de una joya, descubre que esta lo necesita y está dispuesto a viajar a este inhóspito astro nómada que es Worlon para ver si de esa amor queda al menos un ascua entre las cenizas. Worlorn es fascinante por las 14 ciudades que se construyeron durante un breve apogeo, en el tránsito en el que el planeta pasó cerca de una gigante roja y se alimentó de su calor. El más fascinante es un gigantesco órgano ciudad, construido para que el circular del viento por él componga una melodía aterradora, que induce al suicidio. Martin la describe así: "Y la ciudad tenía una canción. "No se parecía a ninguna música que Dirk hubiera oído antes. Era inquietante, salvaje, inhumana, y se elevaba y caía y ondulaba constantemente. Era una oscura sinfonía de la vacuidad, de noches sin estrellas y sueños atribulados. Se componía de gimoteos y susurros y aullidos, y una nota baja y extraña que sólo podía ser el sonido de la tristeza. Pese a todo era música".
La aventura por la aventura, lo exótico por lo exótico vive en una parcela muy concreta de la ciencia ficción: la 'space opera'. Pocos maestros en ella, si hay alguno que pueda comparársele, como Jack Vance, que nos dejó hace ya tres años. Decenas de libros y miles de universos de su cuño le sobreviven. Uno de los más divertidos es Tschai, el planeta de la aventura, como lo bautizó el autor. En el viven cuatro especies alienígenas: los Chasch, los Wankh, los Dirdir y los nativos Pnu. El protagonista de la novela es un cosmonauta, Adam Reith, que llega al astro por el método más tópico (y efectivo) imaginable: se choca contra él como un Robinson Crusoe del espacio. Vance estaba especialmente dotado para las descripciones evocadoras de lo imposible, y en los cuatro volúmenes que componen el ciclo de Tschai da buena cuenta de esta habilidad: "El aerodeslizador siguió avanzando sin cambiar de rumbo. Reith dejó escapar el aliento. Aparentemente, su aprensión había sido infundada. ¿Qué eran las altas antenas? ¿Atuendos ceremoniales? ¿Adornos? Puede que nunca llegue a saberlo, se dijo a sí mismo. Registró el cielo en busca de otros aerodeslizadores, pero no pudo ver ninguno. Alzándose de rodillas, miró de nuevo a su alrededor. Un poco a su izquierda, tras una pantalla de los omnipresentes árboles adarak, estaba el Mercado del Norte: altos parasoles de cemento, discos suspendidos, mamparas de cristal; figuras moviéndose en ropas negras, azul oscuro, rojo oscuro; escamas resplandeciendo con un azul metálico. La brisa, soplando del norte, le traía un complicado aroma de especias, de materias vegetales, de carne cocida, fermentada, adobada, de levaduras y pasteles".
Hay mundos que ofrecen paisajes exuberantes y hay mundos que llevan al extremo los males del urbanismo moderno. Trantor, núcleo de la civilización humana imaginada por Isaac Asimov en su saga de la fundación es de los segundos. Con un tamaño un tercio superior al de la Tierra, Trántor es un planeta-ciudad, cubierto por enormes edificios en la práctica totalidad de su superficie. “El núcleo de población más rico y denso que la humanidad ha conocido, centro del Gobierno Imperial por innumerables generaciones". 45.000 millones de almas habitan sus domos artificiales, una arquitectura urbana subterránea que acumula edificación tras edificación en las entrañas del planeta. Un cinturón de veinte planetas agrícolas alimentan esa población desmedida que, dejada a su suerte, caería en la más salvaje supervivencia. Y tal hecatombe sucede en el imaginario, El Saqueo, tras el que Trántor se queda en 100 millones de individuos obligados a arrancar los monstruos de acero y hormigón y resucitar la tierra yerma.