El rey de la irreverencia

Denostado y admirado por igual, el diseñador Jeremy Scott ha vuelto a convertir a Moschino en una marca polémica y rentable

Desfile de la colección para hombre de Moschino el pasado abril.

Muchos diseñadores detestan tener que salir a saludar después del desfile. A Phoebe Philo y Raf Simons, por ejemplo, casi se les dibuja una mueca de dolor en el rostro. Otros toleran la práctica o la aman en secreto. Y después está Jeremy Scott (Kansas City, 1974). Lejos de aparecer sobre la pasarela con cara de circunstancias, como exige un protocolo no escrito de la moda, Scott surge con uno de sus atuendos maximalistas acorde con la colección, como solía hacer John Galliano. Sonríe, saluda, se contonea y deja cl...

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Muchos diseñadores detestan tener que salir a saludar después del desfile. A Phoebe Philo y Raf Simons, por ejemplo, casi se les dibuja una mueca de dolor en el rostro. Otros toleran la práctica o la aman en secreto. Y después está Jeremy Scott (Kansas City, 1974). Lejos de aparecer sobre la pasarela con cara de circunstancias, como exige un protocolo no escrito de la moda, Scott surge con uno de sus atuendos maximalistas acorde con la colección, como solía hacer John Galliano. Sonríe, saluda, se contonea y deja claro que está disfrutando y no piensa pedir perdón por ello.

Fue doloroso: me di cuenta de lo falsa y frívola que puede ser la gente de la moda

En la pasada edición de la feria Pitti Uomo de Florencia –una de las más influyentes dentro de la moda masculina–, donde acudió como director creativo de Moschino, Scott inventó el resaludo. Una hora después del desfile, irrumpió en la fiesta posterior tocado con corona de oro y piedras falsas –por el aire dieciochesco de la colección– y del brazo de su musa y amiga Katy Perry. Con un lento paso teatral, ambos fueron recorriendo las cuatro esquinas del patio del impactante Palazzo Corsini, en el que se había instalado la pasarela, y arrastrando en el proceso a un enjambre cada vez mayor de groupies, que se descoyuntaban para sacarse fotos con ellos. Es difícil, por no decir imposible, imaginar a otro diseñador en activo en una escena similar.

Jeremy Scott nació en Kansas City en 1974. Fue un niño estrafalario al que sus compañeros de colegio pegaban e insultaban. “Sabía lo que quería. Me puse a estudiar francés para trabajar en el mundo de la moda”.

“Me encanta”, admite al día siguiente, sentado en el salón de su hotel en la capital toscana. “La cosa se descontroló. Algunos se emborracharon, y cuando una mujer me agarró del jersey pensé: ‘Vale, esto ya es demasiado. Pero es muy halagador que les guste tanto mi trabajo’. Lo único que quiero es llevar felicidad a la gente, traer alegría al mundo”.

La fiesta, los famosos y los selfies son una parte intrínseca de la experiencia Scott, lo mismo que la mezcla y el exceso. La colección que pudo verse en Florencia, y con la que la firma estrenaba su línea masculina, pasa el siglo XVIII por el filtro de los ochenta –es verla y oír la pegadiza banda sonora de Amadeus– y casa la estética de los ciclistas y los corredores de motos con los brocados y los jacquards. “Soy muy egoísta y siempre pienso en qué me gustaría llevar a mí, qué falta en mi armario. Así que empecé con la idea de los pilotos de carreras porque me encanta toda esa ropa, pero siempre está hecha para gente con un 0% de grasa corporal, que no es mi caso. Y de ahí evolucioné a la idea de la realeza. Quería hacer cosas con telas tan ricas que casi fuesen mareantes, como los perfumes fuertes”, cuenta.

En su colección para hombre también hay logos y estampaciones de dibujos animados, una constante en el universo Scott. “Si yo te enseño un Mickey Mouse, lo vas a reconocer igualmente por muy distorsionado que esté. Y eso va a pasar en Florencia, en Madrid, en Dubái o en Tombuctú. Los dibujos y los logos forman un lenguaje universal, y eso me encanta”, argumenta.

Tuve un ascenso muy rápido, pero después querían acabar conmigo

Por eso Bob Esponja y Bart Simpson se colaron hace año y medio en su primera colección para Moschino, junto a los arcos dorados de McDonald’s y los envoltorios de ganchitos y chocolatinas. Scott consiguió lo que buscaba: millones de likes y un bombazo comercial. Las tiendas multimarca, que habían arrinconado a la firma desde la muerte de su fundador en los noventa, volvieron a reclamar por docenas sus reconocibles jerséis extragrandes y, lo que es seguramente más importante, se despacharon miles de carcasas de iphones simulando un paquete de patatas fritas de McDonald’s. Ese fue, durante al menos dos meses de 2014 –una eternidad pop–, el accesorio obligatorio de aquellos que cuentan sus usuarios de Instagram de mil en mil.

La cantante Katy Perry besa a Jeremy Scott tras la presentación de su colección masculina para Moschino en Florencia.

Michelle Stein, la presidenta del grupo Aeffe, propietario de Moschino, confirmó el pasado verano que las ventas de la marca “se han multiplicado por 10” desde el fichaje de Scott. “Tiene una idea descarada de la cultura popular y está al cabo de la calle como nadie”, le piropeó. Moschino se ha convertido en la etiqueta más lucrativa del grupo, muy por encima de Pollini y Alberta Ferretti, de manera que a nadie le extrañó que Aeffe firmase en junio un acuerdo multimillonario para expandir Jeremy Scott, la marca propia del diseñador.

Los dibujos y los logos forman un lenguaje universal, y eso me encanta

Pero no todo el mundo aplaudió su trabajo. Algunos empleados de McDonald’s se sintieron insultados. Se habló de glorificación de la comida basura. Vanessa Friedman, actual crítica de moda de The New York Times y entonces articulista del Financial Times, afeó al diseñador que se dedicase a contar “una serie de chistes malos” mientras “Kiev ardía” –el desfile coincidió con las sangrientas protestas en Ucrania– y le comparó (para mal) con Miuccia Prada, la excomunista que acababa de presentar una colección inspirada en las películas de Fassbinder.

El diseñador asegura tener asumido ese rechazo, pero las cicatrices permanecen aún ahí. “Si un cómico hace un papel muy triste para decir esto, le aplaudimos y le damos todos los premios. Ahora, si hace una comedia, nada. Pero es la misma persona, y lo más probable es que todos veamos más veces la comedia y la disfrutemos más. En la moda pasa lo mismo. Los hay que sienten que tienen que apuntarse a cosas muy austeras y rigurosas para darse mérito”, explica. Poco después cita a Keith Haring como alguien que vivió una experiencia análoga a la suya: “Cuando trabajé con su fundación, pude leer sus diarios personales. En un pasaje hablaba de lo cruel que había sido el mundo del arte con él por ser un populista. Explicaba cómo en una ocasión compró pintura con su propio dinero y se fue a hacer un mural a un hospital de niños para subirles la moral. Los críticos le machacaron por eso y él no lo entendía. Leer eso me reconfortó. Ahí estaba alguien que ahora es muy respetado, pero que mientras estaba vivo y en la cima de su carrera seguía siendo malinterpretado por la gente de su industria. Yo también lo he sentido, pero no me regodeo en ello”.

Un momento del desfile celebrado en junio de la feria Pitti Uomo de Florencia, donde Jeremy Scott estrenó la línea masculina de Moschino.Gianpaolo Squra

Esa tensión está también presente de Jeremy Scott, el diseñador del pueblo, el documental de los productores de Valentino, el último emperador, que se estrenó en Estados Unidos a mediados de septiembre. En la película hablan de él Katy Perry, Miley Cyrus, A$Ap Rocky, Rita Ora y otras de las estrellas que han encumbrado a Scott como el modisto preferido del mundo del espectáculo, pero también, y más significativamente, las hermanas y los padres del diseñador, que habitan en una galaxia muy lejana en Kansas City (Misuri).

Scott suele explicar que sufrió agresiones físicas y verbales “todos los días de su infancia”, lo que jamás le quitó las ganas de vestirse de manera extravagante. “¡Mira! Aquí estaba en mi etapa intensa”, dice, mostrando en el móvil una foto suya de adolescente en la que aparece con los dedos llenos de anillos y una americana de brocados chinos. “Fui un niño poco común. Pero vivía en mi propio mundo. Sabía lo que quería y que aquel no era el lugar para hacerlo. Estudiaba francés para poder trabajar en el mundo de la moda, veía películas y leía libros de arte, y no me dejaba llevar por las estupideces del colegio”, relata.

Tras pasar por el prestigioso instituto Pratt, de Nueva York, en sus “años salvajes”, cuando llevaba cresta y las cejas afeitadas, pudo poner en práctica todo ese francés aprendido en Misuri: en 1996 se trasladó a París. “Cuando llegué, tenía tan poco dinero que algunas veces dormía en el metro”, rememora. Tan solo seis años después ya era, para bien o para mal, una estrella de la moda. Y lo que ocurrió en ese tiempo serviría como guion para una fábula sobre esa volátil industria, con sus puntos álgidos –su primer desfile, celebrado en un bar y con vestidos elaborados a base de batas de hospital, llegó a los oídos de Karl Lagerfeld, que lo adoptó como protegido– y sus momentos negros. En 1997 presentó una colección hecha solo en color dorado y calzó a las modelos con tacones desiguales que les hacían cojear. Le llamaron vulgar y misógino. André Leon Talley, el respetado crítico de Vogue, escribió que Jeremy Scott no debería volver a diseñar jamás.

Un momento del desfile celebrado en junio de la feria Pitti Uomo de Florencia, donde Jeremy Scott estrenó la línea masculina de Moschino.Gianpaolo Squra

“Tuve un ascenso muy rápido al éxito”, afirma sin mucha vanagloria, “y después experimenté cómo querían acabar conmigo. Fue muy doloroso porque no me di cuenta de lo falsa y frívola que puede ser la gente de la moda. Un día no entienden una colección y al día siguiente es lo más copiado. Tuve que buscar en mi interior la forma de que me importase una mierda”.

En 2001 dio por concluida la etapa parisiense e hizo algo que hoy resultaría lógico, pero entonces parecía suicida: se mudó a Los Ángeles, ciudad que en aquel momento pintaba en moda más o menos lo mismo que Kansas City. Rechazó trabajos para Pucci, Versace, Paco Rabanne y Chloé. En lugar de eso, vistió a Britney Spears en el vídeo de Toxic y a Madonna en la Super Bowl, y estrechó su muy sólida y lucrativa colaboración con Adidas.

La estrategia funcionó y por eso se sintió listo para dar el sí cuando Moschino llamó a su puerta. Curiosamente, Scott había sido becario de la marca cuando estudiaba en Nueva York y, según dice, amaba sus años dorados cuando era un niño: “Recuerdo perfectamente el vestido de osos de peluche, los anuncios icónicos como el de la mujer que bebía perfume con pajita. Franco Moschino, Gianfranco Ferré y Thierry Mugler eran muy distintos, pero todos tenían en común el sentido del humor. Me parece muy triste que a la moda de hoy le falte ese elemento. ¿Por qué? Reír es lo mejor del mundo”.

elpaissemanal@elpais.es

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