Escuela para soñar

En el corazón del Cuzco, sacando la mirada por encima del alboroto turístico, una aldea para niños ofrece otras posibilidades a los viajeros, a los cooperantes. A la vida

Hay juegos lógicos, creativos y sociales. Para los niños que acuden a recibir educación alternativa es posible acceder a numerosas rutas lúdicas.YANAPAY

Cuando la mañana se abre, bajo el quemante sol andino, Sonia Cabello cuenta su historia, con un literal brillo en los ojos y buscando las palabras precisas. Tiene 38 años, es de Cádiz, y es la segunda vez que está alojada en Villa Mágica, un lugar donde algunos sueños son tangibles.

“La primera vez tenía miedo, porque nunca había salido sola de mi país”, dice, frente a una mesa donde el pan y los quesos cuzqueños rondan. De profesión es técnica en jardín de la infancia y en la ciudad andaluza es propietaria de una guardería que lleva el cálido nombre de Doña Popi.

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Quiso ir a la India, pero ahora está acá, en El Cuzco, comprometida con la Aldea Yanapay, la cuasi creación heroica de Yuri Valencia, un cuzqueño que, hace 10 años, inventó esta institución que hoy promueve una suerte de educación alternativa.

Se trata de una comunidad autosostenible, que no depende tanto de las agencias de cooperación. Que se gana el pan con el sudor de la frente del promotor y de voluntarios como Sonia, que todos los años llegan a pasar unas semanas al lado de niños y adolescentes.

A ellos y ellas —chicos que van desde los cuatro hasta los 14 años— les ofrecen, como apunta Yuri, “una educación emocional como base de creación de seres conscientes, empáticos y generosos”, algo que el sistema educativo peruano, extendido pero aún precario en sus contenidos, no provee.

El escenario para hacerlo es un local ubicado a pocas cuadras del centro histórico de El Cuzco, lejos del mundanal ruido turístico. Es una casa antigua típicamente andina: hecha de adobe, con techos de tejas y unos balconcitos de madera que miran hacia un patio pequeño y decoroso.

La comunidad es autosostenible. Acá se ganan el pan con el sudor de la frente del promotor y de voluntarios

En el recinto hay banderas de varios países, dibujos hechos por los niños, letreros que recuerdan que hay que lavarse las manos o dejar los juegos en su lugar. Mientras recorremos el lugar con Deivid Libandro, mano derecha de Yuri, percibimos una atmósfera acogedora, casi dulce.

Yuri insiste en que hay formar seres “capaces de soñar y de concretar esos sueños”. La búsqueda ocurre en jornadas que van de ocho y media a las once y media de la mañana y de las tres a las siete de la tarde. En esas horas los yanapitas (de cinco a ocho años) y los yanapasos (de nueve a 14 años) experimentan cierta educación del alma.

Contra la corriente

Sonia se enternece cuando recuerda a Flor, una niña con la que se ha encariñado desde la primera vez que estuvo en Yanapay. Y a la vez se acongoja cuando se acuerda de otro pequeño, que una tarde contó que su padre lo maltrataba. “Son tan distintos de los que hay en España”, comenta.

En su guardería gaditana, sostiene, ella está acostumbrada a tratar con niños mimados. Acá en El Cuzco, los problemas de violencia familiar o abandono no son extraños. Cuando los niños tienen que hacer dibujos, el aura de la convulsión en el hogar suele aparecer como una triste sombra.

Para muchos de ellos, pasar por Yanapay constituye un remanso en el cual navegan con libertad. Allí tienen talleres de arte, una ludoteca —con juegos creativos, lógicos y sociales—, una sala de computación (no todos los colegios de la zona tienen ordenadores y en las casas no abundan).

Desde que se Yanapay comenzó a funcionar de manera sostenida, en el 2005, han pasado por sus aulas 2.800 niños

Pero lo más importante es el círculo de expresión. Sirve para que niños y voluntarios cuenten quiénes son, qué les gusta, qué desean en la vida. Si es un lunes, los voluntarios se presentan, y los viernes se hace un show en el cual los pequeños presentan algo que los motivó esa semana.

En ocasiones, la presentación tiene que ver con alguna religión, no con una, porque para curarse en salud Yanapay no promueve un credo en concreto. A pesar de que El Cuzco es una zona católica, no hay en sus locales una profusión de imágenes, sino un respirable culto a la tolerancia.

El mesón solidario

Varias cuadras más allá, en el 415 de la calle Ruinas, cerca de la Plaza de Armas de El Cuzco, está otro de los epicentros de Yanapay (que en quechua significa ayudar). El lugar tiene muñecos, dibujos, una pequeña bicicleta colgada, cortinas coloridas, bombillas, un cuadro de El Principito.

Un arcoíris gravita sobre un voluntario y un niño en la Plaza de Armas El Cuzco.Yanapay

Sólo que es un restaurante. Jordi Beltrán, un joven valenciano que lleva una camiseta a rayas y varias pulseras en la mano izquierda, nos pregunta qué nos vamos a servir. Hay desde limonadas refrescantes hasta platos peruanos como el ají de gallina. O italianos como el risotto.

Las cartas para los clientes se abren como un cuento y en su interior está el relato pero también el menú. Simbad el Marino o El Soldadito de Plomo invitan así a comer bien y a colaborar con el proyecto, en medio de una atmósfera infantil que se desborda por las paredes y las mesas.

Jordi explica cómo esta suerte de mesón solidario, donde los precios son razonables, contribuye a solventar los gastos del proyecto. De los fondos se saca para pagarle al personal —que luce con su correspondiente atuendo de cocina— y para que Yanapay sea, en lo posible, autosostenible.

Por las noches, también se puede beber una cerveza, aunque siempre se sentirá que el Restaurante Aldea Yanapay está dedicado a los niños. Un cuento-menú que tiene en la portada a El Sastrecillo Valiente parece sugerir que cocinar el proyecto también requiere coraje.

Aldea global

Desde que Yanapay comenzó a funcionar, en el 2005, han pasado por sus aulas 2,800 niños y niñas. Los voluntarios han sido numerosos y varios lares: Argentina, Japón, Israel, Estados Unidos, Alemania, Francia, España…Los españoles tienen una notable ventaja comparativa.

Hablan castellano. De allí la presencia de Jordi, de Sonia y de otros muchachos, a los que se les nota el acento ibérico en el interior de Villa Mágica. A cada quien, asimismo, se le encarga de preferencia algo que tenga que ver con su oficio para el trabajo con los niños.

Llegan muchos artistas, pero también biólogos, ingenieros, sociólogos. Los voluntarios forman una comunidad solidaria que permanece en el tiempo, aun cuando hay quienes no pueden volver más. Otros retornan más de una vez, a veces en años seguidos, a esta escuela para soñadores.

Los voluntarios han sido numerosos y de países repartidos de todo el globo: Argentina, Japón, Israel, Estados Unidos, Francia, España...

Los voluntarios pagan su estadía en Villa Mágica, para también colaborar con el proyecto. Los precios son módicos, en comparación con algunos hoteles cusqueños, y el añadido es que al alojarse se accede a actividades como el yoga, los círculos de tambores, las noches de película.

Por los pasillos de Villa Mágica, que es una casa cusqueña grande, se huele el talante de los que llegan. Como en el restaurante, hay motivos infantiles, y a la vez signos de que por allí pasa gente de diversas partes del globo, con el loco objetivo de reinventar el mundo desde los niños.

Una luz para ayudar

Una recomendación para los voluntarios es la siguiente: “Apenas entres a la escuela no sientas pena por los niños”. Se sugiere dejar eso para después, no para el trabajo cotidiano con los pequeños, a quienes se tiene que dar lo mejor del corazón, de la imaginación, de la inteligencia.

No se pretende cambiar a los pequeños, ni a la sociedad, “inmediatamente”. Sólo se pretende ayudar, como canta el nombre de la Aldea. En el revoloteo de unos infantes que andan por acá, eso parece posible. O distinto al barullo turístico que El Cuzco destila unas cuadras más allá.

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