Columna

Tentativa

Debería estar contenta, pero no lo estoy. Debería asumir el cambio de postura del gobierno sobre la ley del aborto como una victoria personal y colectiva, pero no es así

Debería estar contenta, pero no lo estoy. Debería asumir el cambio de postura del Gobierno sobre la ley del aborto como una victoria personal y colectiva, pero no es así. Algún clásico de la teoría militar habrá escrito alguna vez que la mejor victoria es la que se gana por incomparecencia del enemigo, pero su retirada no me ha provocado esta vez ninguna satisfacción.

El Gobierno no tramitará la injusta, injustificable y retrógrada iniciativa de Gallardón contra la que clama la mayoría social —militantes, y hasta dirigentes, del PP incluidos— desde hace meses. Pero no ha renunciado por ...

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Debería estar contenta, pero no lo estoy. Debería asumir el cambio de postura del Gobierno sobre la ley del aborto como una victoria personal y colectiva, pero no es así. Algún clásico de la teoría militar habrá escrito alguna vez que la mejor victoria es la que se gana por incomparecencia del enemigo, pero su retirada no me ha provocado esta vez ninguna satisfacción.

El Gobierno no tramitará la injusta, injustificable y retrógrada iniciativa de Gallardón contra la que clama la mayoría social —militantes, y hasta dirigentes, del PP incluidos— desde hace meses. Pero no ha renunciado por respeto a la voluntad popular, ni por ánimo de conciliación, ni siquiera por conquistar la cuota de sabiduría que comporta el reconocimiento de los propios errores. Ha renunciado por miedo, porque es un Gobierno cobarde que elude los conflictos en lugar de afrontarlos y ni siquiera tiene la decencia de informar de sus cambios de criterio. Así, pretenderá salir vencedor de su propia derrota, esquivando el desgaste electoral sin asumir la merma de prestigio que implicaría desautorizar a uno de sus ministros. La única repercusión conocida hasta ahora es que Gallardón está reflexionando, pero ya sabemos que su reflexión se caracteriza por no desembocar en conclusión alguna. Esto es lo que me impide celebrar la persistencia de la ley de plazos por más que me haya volcado en su defensa. Que los inconmovibles principios éticos de los que a este Gobierno le gusta tanto alardear resulten al cabo tan flexibles como un chicle, tan efímeros como una nube de verano, no sólo no me consuela, sino que me indigna todavía más. Las tentativas de un hecho delictivo son, en sí mismas, un delito. Y esta tentativa debería pesar en el futuro como un estrepitoso fracaso del Gobierno de Rajoy.

 

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