Un puñado de chistes

Nunca he sido una buena narradora de chistes; se me olvidan, los digo al revés y, sobre todo, a medida que avanzo me voy desinflando: mientras los cuento pierdo la convicción en la historia y la confianza en mí misma… Y el resultado, claro está, suele resultar penoso: la típica sonrisita de circunstancias del oyente amable a quien el chiste no le ha hecho la menor gracia.

Sin embargo, me encanta escucharlos. Me maravilla el ingenio de los buenos chistes, la sabiduría que encierran en su modesta apariencia, la elegancia de su brevedad. Con pocas palabras pueden decir mucho. Recuerdo, por...

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Nunca he sido una buena narradora de chistes; se me olvidan, los digo al revés y, sobre todo, a medida que avanzo me voy desinflando: mientras los cuento pierdo la convicción en la historia y la confianza en mí misma… Y el resultado, claro está, suele resultar penoso: la típica sonrisita de circunstancias del oyente amable a quien el chiste no le ha hecho la menor gracia.

Sin embargo, me encanta escucharlos. Me maravilla el ingenio de los buenos chistes, la sabiduría que encierran en su modesta apariencia, la elegancia de su brevedad. Con pocas palabras pueden decir mucho. Recuerdo, por ejemplo, un chiste ejemplar que me contó un amigo. Un periodista va a hacer una entrevista a un escritor judío en Moscú y se lo encuentra haciendo las maletas apresuradamente; el escritor, muy agitado, le explica al periodista que va a salir del país esa misma noche, porque se ha enterado de que están a punto de promulgarse unas terribles leyes discriminatorias y que van a encarcelar a los judíos y a los arquitectos. ¿Por qué a los arquitectos?, pregunta el periodista. ¿Por qué a los judíos?, contesta el escritor. Y digo que se trata de un relato ejemplar porque, mientras me lo contaba mi amigo, yo también me pregunté mentalmente la misma cuestión: ¿por qué a los arquitectos? Digamos que el chiste me pilló en falta: es un chascarrillo interactivo.

Me maravilla el ingenio de los buenos chistes, la sabiduría que encierran en su modesta apariencia

En las últimas semanas me he enterado de un par de chistes que considero muy reveladores de la monumental subjetividad con la que todos traducimos el mundo. Teniendo en cuenta los vientos de sectarismo e intolerancia que vivimos, aprender a desconfiar de la propia visión no me parece mal entrenamiento. El primer chiste me lo contó mi amigo Nicolás Belmonte, quien a su vez se lo había escuchado al historiador Paul Preston, y dice así: El entrenador del Liverpool CF viaja a Kabul para ver jugar a un futbolista afgano; impresionado por sus dotes, le ofrece un contrato y se lo lleva a Gran Bretaña. Dos semanas más tarde, el joven afgano juega su primer partido en Liverpool; cuando sale al campo, el equipo está perdiendo por 2 a 0. En veinte minutos, el muchacho mete tres goles y le da la vuelta al marcador. Cuando termina el partido, el afgano corre a llamar por teléfono a su madre y le dice: “Mamá, ¿sabes qué? ¡Jugué hoy veinte minutos, metí tres goles y gracias a eso ganamos, todo el mundo me adora, los fans, los periodistas, los compañeros del equipo, todos!”. “Estupendo”, le contesta la madre, “déjame que te cuente yo mi día: a tu padre le han pegado un tiro en la calle; tu hermana y yo fuimos asaltadas y a ella estuvieron a punto de violarla, menos mal que pasó un coche de policía; tu hermano se ha unido a una banda de saqueadores y ha incendiado unos edificios, ¡y mientras tanto tú me cuentas que te lo estás pasando en grande!”. El chico se queda estupefacto y acongojado: “¿Qué puedo decir, mamá? Lo siento mucho”. “¿Que lo sientes? ¿Que lo sientes?”, vocifera la madre: “¡Es por tu culpa por lo que nos hemos venido a vivir a Liverpool!”. Ah, ahí está todo o casi todo, está nuestro prejuicio y nuestro paternalismo ante los países que no son del Primer Mundo; está nuestro vago y desinformado horror ante esas zonas del planeta atrapadas por la violencia, de las que lo ignoramos casi todo; y, por añadidura, está la debacle actual, la decadencia social, cívica y política de la vieja Europa.

Pero mi chiste preferido llegó por las redes, enviado por Héctor Ibarra. Es un fotomontaje muy sencillo pero muy bien hecho y obviamente viene de un país francófono. Una ratita, parada sobre sus cuartos traseros, alza la cabeza al cielo y contempla el paso majestuoso de un murciélago con las alas extendidas. Y exclama con arrobada admiración: “¡Oh, mon Dieu! ¡Un ange!”. Me conmueve, me enternece esa rata vulgar, aborrecida por casi todo el mundo, que, sin embargo, tiene sueños sublimes en la cabeza y confunde con un ángel a otro bicho parecido a ella, a un pariente cercano, también detestado por la mayoría de la gente, que simplemente posee un par de alas membranosas. Pero ese vuelo, del que la pobre rata ignora todo, sirve de base para un espejismo milagroso. Qué parecidos somos los humanos a esa rata crédula e ignorante, a esa pobre rata que se maravilla ante lo que no entiende y que inventa fantasías teológicas, portentos, seres mágicos, una realidad superior a la que adorar. El humor, ese maravilloso antídoto contra la ceguera de la autoimportancia, nos permite enfrentarnos a la medida de nuestra menudencia.

@BrunaHusky

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