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“Fuimos unos bestias, ahora lo veo”: acosadores escolares que dejaron de serlo

Cambiar a un ‘bully’ no es fácil, porque la mayoría niega o minimiza la gravedad de los hechos. Parte de sus familias también. Los expertos recomiendan respuestas contundentes y actuar sobre las causas

La cosa duró dos o tres meses en un instituto valenciano. Durante ese tiempo, Rober y tres amigos se dedicaron a insultar en un chat a una compañera de tercero de la ESO. La llamaban “puta, zorra, cosas así” debido, afirma, a su supuesta promiscuidad. Rober, que no se llama así, estudia FP y aún es menor de edad, siempre lo consideró “una broma”. Ella, en cambio, no. Denunció los hechos al centro, mostrando capturas de pantalla de WhatsApp, la dirección activó ...

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La cosa duró dos o tres meses en un instituto valenciano. Durante ese tiempo, Rober y tres amigos se dedicaron a insultar en un chat a una compañera de tercero de la ESO. La llamaban “puta, zorra, cosas así” debido, afirma, a su supuesta promiscuidad. Rober, que no se llama así, estudia FP y aún es menor de edad, siempre lo consideró “una broma”. Ella, en cambio, no. Denunció los hechos al centro, mostrando capturas de pantalla de WhatsApp, la dirección activó el protocolo de acoso y expulsó a los tres. Rober cree que aprendió la lección. “Es verdad que fuimos unos bestias, ahora lo veo, y ya no haría algo así. De hecho, si estamos en un chat de un grupo de amigos y empiezan a insultar a uno todos a la vez, les digo: ‘Eh, chavales, relajarse”.

A la mayoría de los acosadores les cuesta dar siquiera ese mínimo primer paso de reconocer que actuaron mal, coinciden los expertos. “Observamos que tienden a negar lo sucedido, a quitarle importancia o incluso a justificar su comportamiento, sobre todo en las primeras fases de la intervención. A menudo escuchamos cosas como: ‘Era en plan de broma’; ‘él también se metía conmigo”, afirma Jose Pedro Espada, director del Centro de Investigación de la Infancia y la Adolescencia de la Universidad Miguel Hernández de Elche. “Normalmente, encontramos con una alta resistencia inicial”, prosigue Isabel Diego, psicóloga en Cantabria y profesora en la Universidad Europea del Atlántico.

¿Por qué? “Primero, porque en la sociedad estamos rodeados constantemente de la justificación de todo tipo de conductas. Los menores lo ven y aprenden a hacerlo”, afirma la psicóloga. Después, porque los acosadores escolares pocas veces llegan a terapia por iniciativa propia o de sus padres, sino por indicación de otros, como los orientadores de los centros educativos, los servicios sociales o, en los casos más graves, la Fiscalía. “Trabajar con ellos es mucho más difícil que con las víctimas: mientras ellas vienen pidiendo ayuda, el acosador no reconoce que ha hecho algo malo”, añade Diego.

Buena parte de los casos de acoso, indica la criminóloga Itziar Calva, se concentran, además, entre los 10 y los 14 años. Y los expertos señalan que la niñez y la adolescencia se caracterizan, sobre todo en algunas personas, por una menor capacidad de calcular las consecuencias profundas de los actos, lo que hace que uno de los elementos que facilitan una revisión crítica del comportamiento sea el paso del tiempo.

Las familias

Las familias de los acosados sufren mucho; hasta puntos indescriptibles en los casos más duros en los que las víctimas se suicidan, como hizo Sandra el 14 de octubre en Sevilla. Lourdes Verdeja, presidenta de la asociación Tolerancia 0 al bullying de Cantabria, ha comprobado que los progenitores de algunos acosadores también lo pasan muy mal. Varias han llamado a las puertas de su asociación en los últimos años después de ir dando tumbos en busca de ayuda para cambiar el comportamiento de sus hijos.

Una de ellas fue Andrea, nombre también ficticio de la madre de un niño al que el año pasado, con ocho años, el colegio al que iba le abrió un protocolo por acoso escolar. “Mi hijo había tenido conductas disruptivas desde pequeñín, pero del tipo de empujar a un compañero o quitarle el sacapuntas. Yo llevaba años diciendo: a mi hijo le pasa algo, porque le notaba nervioso, con ansiedad”. A mediados de primaria, la situación se agravó. El comportamiento del chaval fue a peor, y las conductas por las que el centro le sancionaba más peligrosas. “Se pasaba el tiempo castigado. Yo iba al colegio y decía: dadme pautas, porque era un niño que no podía controlar sus impulsos”, cuenta Andrea, que tiene 35 años y ha criado a su hijo prácticamente sola. “El curso pasado, no hubo un día en que no llorase, porque no sabía a quién acudir”.

Finalmente, una orientadora escolar diagnosticó al niño trastorno por déficit de atención con hiperactividad (TDAH) combinado (un subtipo generalmente más grave en el que están presentes tanto la inatención como la impulsividad). “Ahora va al psiquiatra, toma su medicación, y es un chico nuevo. Está en otro colegio y no ha tenido ningún problema, aunque siempre te queda un poco de nerviosismo”, dice Andrea.

El acoso escolar no se explica, en general, por un solo factor, como un trastorno no diagnosticado. Los expertos señalan que tiende a ser multicausal, y en él pueden intervenir desde la voluntad de dominio, hasta las consecuencias de la violencia vivida en el hogar, pasando por dinámicas tóxicas dentro del grupo de iguales; pandillas de adolescentes que desarrollan tolerancia a la agresión, la humillación o el aislamiento de compañeros.

No es raro que los padres busquen explicaciones hasta cierto punto exculpatorias de sus hijos, aunque las familias, señala Nuria Manzano, catedrática de la UNED, son muy diversas. “Unas niegan los comportamientos o minimizan su importancia. Pero también hay otras que sienten decepción, ira, vergüenza e incluso culpa por no haber identificado señales que los alertaran. En cualquier caso, muchas sienten el dilema moral interno de tener que afrontar la evidencia del acoso de su hijo o hija, el temor por las consecuencias que se deriven de ello, y el dolor por la víctima”.

Un estudio publicado el año pasado por la Unidad de Psicología Preventiva de la Universidad Complutense, en colaboración con la Fundación ColaCao, mostró que sufrir acoso escolar incrementa de forma significativa los intentos de suicidio: entre los que lo han padecido de forma presencial, el porcentaje alcanza el 20,5% (frente al 5,5% de la población escolar general de 10 a 16 años), y entre las víctimas de ciberacoso, el 21,1%. La investigación, dirigida por la catedrática María José Díaz-Aguado, halló otro dato menos intuitivo: el porcentaje de acosadores que han intentado quitarse la vida también es mucho más alto que el promedio, alcanza el 16,8% entre quienes lo cometen en persona y sube al 24,9% entre los ciberacosadores.

Respuestas firmes

La evidencia también refleja que la impunidad incrementa el riesgo de que los acosadores reincidan. Y también hace, afirma Ana Padres, orientadora en el instituto público Bovalar de Castellón, que la gravedad de sus acciones aumente. “La rapidez es esencial cuando detectamos un caso de acoso. Hay que abrir el protocolo, constituir el equipo que intervendrá, y tomar decisiones respecto a la víctima, el acosador y sus familias”.

La respuesta escolar debe ser además contundente, afirma Javier Cortes, orientador en el instituto Berenguer Dalmau de Catarroja (Valencia), en la medida en que los hechos lo exijan. “Creo que las medidas sancionadoras son efectivas, y que, como personas que se están formando, es importante que entiendan las consecuencias que implican esas agresiones. Uno no puede cometer acoso y recibir solo una intervención educativa, palmaditas en la espalda y una invitación a reflexionar. La sanción también es útil de cara a que el agresor sepa que la víctima está protegida, y que si pasa cualquier cosa a partir de ese momento vamos a estar encima de él. Y los casos especialmente graves animamos a denunciarlos a la policía”.

Actuar con firmeza no quita que limitarse a castigar a los responsables sea una respuesta parcial, cuyo efecto puede ser pasajero o tener como consecuencia, en caso de expulsión definitiva del centro, que el problema se traslade a otro lugar, apunta David de Rosa, orientador en el instituto público de Almodóvar del Río, Córdoba. De Rosa afirma que, además de actuar respecto a las víctimas, los agresores y los observadores, también hay que revisar el contexto: “¿Tiene el centro un protocolo adecuado, existen medidas preventivas suficientes, cuáles son sus valores, está enseñando democracia…?”. Las respuestas a esas preguntas contribuyen a explicar, opina, por qué el acoso escolar se produce con más frecuencia en unos lugares que en otros.

El objetivo último y difícil de alcanzar no es solo que el acosador deje de atormentar a la víctima, sino que sea consciente del dolor que ha causado y trate en la medida de lo posible de repararlo. Es lo que se conoce como prácticas restaurativas, de las que Andrés Cabana, profesor en el instituto público de Salvaterra de Miño (Pontevedra), da formaciones en centros educativos. Nacido en el ámbito penitenciario anglosajón, el escalón final de esta práctica es un encuentro como el que muestra la película Maixabel entre un exetarra, que participó en el asesinato del político socialista Juan María Jáuregui, y su viuda, Maixabel Lasa, para pedirle perdón. Cabana cree que, como culminación a ese proceso de reeducación y reconocimiento de haber hecho daño a un compañero, lo ideal es que los acosadores “tengan la posibilidad de asumir su responsabilidad, mostrar arrepentimiento, y dar explicaciones a las personas a las que han acosado”. “Siempre y cuando”, añade el profesor, “la víctima esté de acuerdo”.

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