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ESTUDIANTES

No son ‘menas’. No son menos

Si trae consigo recursos y formación, la propuesta de reparto y escolarización de jóvenes migrantes no acompañados favorecerá un enfoque posibilista en el que la comunidad educativa receptora también puede verse beneficiada

La palabra mango, referida a una fruta tropical que se exporta a Europa durante todo el año, tiene su origen en la lengua tamil, hablada por un grupo étnico del estado de Tamil Nadu (India) y la región nororiental de Sri Lanka. En la actualidad, con muchas similitudes en su pronunciación y escritura, el mismo vocablo existe en lenguas europeas —provenientes del latín o no— como el español, portugués, gallego, inglés, italiano, islandés, rumano o francés, pero también en otras que se hablan en el continente africano como el pulaar, bambara, wólof, mandinka, árabe... Esa coincidencia ocur...

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La palabra mango, referida a una fruta tropical que se exporta a Europa durante todo el año, tiene su origen en la lengua tamil, hablada por un grupo étnico del estado de Tamil Nadu (India) y la región nororiental de Sri Lanka. En la actualidad, con muchas similitudes en su pronunciación y escritura, el mismo vocablo existe en lenguas europeas —provenientes del latín o no— como el español, portugués, gallego, inglés, italiano, islandés, rumano o francés, pero también en otras que se hablan en el continente africano como el pulaar, bambara, wólof, mandinka, árabe... Esa coincidencia ocurre también con otras muchas palabras, más de lo que pensamos.

La búsqueda de lo que nos une en lugar de lo que nos distancia se puede trabajar en un aula donde la constante es la riqueza étnica, lingüística y cultural. Más allá de razones etimológicas que hayan generado similitudes en el vocabulario de lenguas aparentemente muy alejadas, una vez se lleva a la práctica una investigación de este tipo el alumnado realiza conclusiones sugerentes. Por ejemplo, que un proceso así ocurre “porque las personas se mueven”. Es decir, las palabras, como las personas, viajan de un lugar a otro.

Un aula así no es irreal ni esto pasa en un sistema educativo alejado o utópico: podría tratarse de cualquiera de nuestras clases. En muchos colegios e institutos públicos la diversidad cultural es una constante, el reflejo cambiante de una situación social que proyecta que, en lo referente a la llamada crisis migratoria, somos parte del problema, pero también parte de la solución.

La población migrante arroja cifras de abandono escolar temprano varias veces por encima de la media del conjunto de la población española, según datos oficiales. Si nos fijamos en grupos de diferente origen étnico, en el caso particular de la comunidad gitana es hasta cinco veces mayor el riesgo de abandono. Aquí está una de las complicaciones que nos podemos encontrar. En un mundo educativo saturado de sesgos o estereotipos se proyectan diferentes variantes de la llamada profecía autocumplida: ¿no será que nuestros prejuicios nos llevan muchas veces a las mismas conclusiones, con escasa oportunidad de cambio?

Encontramos, además, un panorama de continuo aumento de la segregación escolar por origen foráneo, como constata un reciente Informe publicado por EsadeEcPol y Save the Children. Esto ocurre más en comunidades como Madrid o País Vasco, que tienen los mayores niveles de renta, lo que da mucho que pensar.

Pero, mientras seguimos en un aplazamiento interminable para que se pueda compartir el esfuerzo de acogida que despliegan territorios como Ceuta, Melilla o Canarias, con casi 6.000 niños menores tutelados en la actualidad, nuestra obligación moral es “hacer migrar la mirada”, dibujar una nueva narrativa escolar más esperanzadora. Un aula de lenguas diversas, o un centro cuyo alumnado tenga orígenes diferentes, ofrecerá también diversidad en identidades y construcciones de la visión del mundo. Por ello, la situación actual, en cualquier contexto acostumbrado a trabajar mediante enfoques inclusivos, puede representar una oportunidad educativa para transformar muchas mentalidades y hacer de la escuela el principal proyecto de hogar común.

La abarrotada “sala de espera” en la que se ha convertido Canarias es un escenario de operaciones complejo, cierto, pero puede ofrecer fórmulas al resto de territorios de lo que se ha hecho bien o mal en lo educativo hasta la fecha. El archipiélago canario lleva varios años tratando de incluir y dar respuesta socioeducativa a una situación que, en la práctica, destapa nuestras miserias. Una situación que deja en evidencia nuestros prejuicios y visiones estereotipadas sobre la diferencia, y que clama por no perpetuar también en la escuela situaciones de marginación o exclusión que, con una adecuada respuesta educativa, podríamos evitar.

Cuando en el futuro estos chicos (masculino no genérico, porque una aplastante mayoría son varones) se vayan incorporando a los colegios e institutos de las regiones que participen de la distribución si se consolida el reciente acuerdo, el profesorado se encontrará con el gran reto que supone una renovadora forma de entender la convivencia más allá de una manera de ver hegemónica que hemos ido heredando y que tiene su raíz en el olvido de lo que somos y lo que fuimos: seres humanos con naturaleza siempre migrante.

Va a ser complicado trabajar nuevos marcos de pensamiento colectivo que exigen “una mirada blanda, receptiva o multidireccional”, como diría la antropóloga Valeria Mata, y más ante la oleada de racismo que polariza a la población en cuanto a lo que es un derecho humano básico. Hablamos de quienes son llamados menas porque son tratados como menos. Sin embargo, si trae consigo recursos y formación, la propuesta de reparto y escolarización de jóvenes migrantes no acompañados favorecerá un enfoque posibilista en el que la comunidad educativa receptora puede también verse beneficiada. Es ahí donde está la clave.

Precisamente un primer objetivo puede ser trazar una estrategia lingüística y cultural respetuosa en donde, por ejemplo, enseñemos cuánto tiene de deshumanizador la palabra mena. Una vez tengan estos niños o adolescentes sus nombres y apellidos, la incorporación de su bagaje cultural a las prácticas culturales cotidianas resultará fundamental. Y para eso hay que tocar el proyecto educativo de cada centro.

Dejemos claro que estos chicos recién llegados no sólo tienen que aprender español o “adaptarse” a nuestras formas de entender el mundo, desde una postura supremacista: sus mochilas llevan experiencias que pueden enriquecer a quienes procuramos practicar el ejercicio más sencillo y complejo a la vez en el que fallamos siempre al referirnos a la convivencia escolar: la escucha.

Tengamos en cuenta que, una vez se escolaricen, veremos que una parte de estos jóvenes apenas saben leer ni escribir, porque algunos cargan con la compleja situación vital de no haber ido a la escuela en su país de origen. Cuentan, en cambio, con un enorme potencial para absorber nuevas experiencias lingüísticas, culturales y sociales que completen el aprendizaje de la calle que han vivido. Además, muchos tienen conocimientos de oficios que, con nuestra perspectiva, jamás imaginaríamos en un adolescente y que pueden enriquecer el bagaje del resto de la comunidad educativa.

Así, harán falta respuestas coordinadas que combinen fortalezas de los profesionales educativos de Infantil, Primaria y Secundaria, incluyendo una posible especialización de la figura del docente de apoyo idiomático con dedicación exclusiva, propuesta que debe ser valorada por las administraciones educativas: la experiencia nos dice que estos jóvenes necesitan una figura de apego, y la estabilidad de un docente con dedicación plena y con la formación adecuada iría en esa línea.

En todo caso, volvamos al principio: a la necesidad de partir no de lo que nos aleja o lo que levanta muros, como la propia barrera idiomática. No son menos: serán más si comenzamos por aquello que nos vincula y se enlaza con el sentido comunitario de lo que ofrece la escuela. Una contribución social inigualable que sea espejo para la convivencia pacífica y respetuosa de las sociedades.


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