Las leyes pasan, pero los verdaderos problemas universitarios se perpetúan
Entre los obstáculos que impiden la correcta evolución del sistema se cuentan una financiación insuficiente y un marco normativo excesivamente homogéneo
Bien podría afirmarse que España es el país de las leyes de Educación. A una le sucede otra a no mucho tardar, y algunos políticos en cuanto han accedido a la responsabilidad ministerial se ha apresurado a dejar su huella legislativa (aunque el hábito se remonta al diecinueve, pocos han logrado realmente ese objetivo, acaso Moyano o Pidal). Esa especie de gusto insaciable afecta a todos los niveles educativos, también a la política universitaria, y ha llevado con frecuencia a los campus universita...
Bien podría afirmarse que España es el país de las leyes de Educación. A una le sucede otra a no mucho tardar, y algunos políticos en cuanto han accedido a la responsabilidad ministerial se ha apresurado a dejar su huella legislativa (aunque el hábito se remonta al diecinueve, pocos han logrado realmente ese objetivo, acaso Moyano o Pidal). Esa especie de gusto insaciable afecta a todos los niveles educativos, también a la política universitaria, y ha llevado con frecuencia a los campus universitarios a gastar una considerable parte de sus energías en la elaboración de reglamentos, estatutos y cualquier otra normativa. Movidos por semejante impulso, gobernantes, directivos universitarios o docentes de “a pie” han construido un farragoso entramado de textos que periódicamente deben adaptarse a las nuevas leyes educativas, con espanto de quienes se interesan por los verdaderos problemas universitarios.
Ciertamente la Ley de Reforma Universitaria de 1983 fue una buena Ley. Un marco legislativo adecuado para la Universidad española tras la postración a la que había sido sometida por la dictadura franquista. Aunque con algunas indefiniciones que el tiempo demostró la conveniencia de ajustarlas, sirvió eficazmente a sus objetivos esenciales: modernizar las tareas docentes, estimular la actividad investigadora y democratizar las estructuras universitarias. Con posterioridad, la cuestión era adaptarla a la evolución de las corrientes universitarias europeas o la incorporación de los procedimientos de evaluación de la calidad institucional e individual. Pero hubiese bastado con modificarla, incorporando enmiendas sobre las nuevas demandas formativas o investigadoras, sin necesidad de sustituirla por razones ideológicas.
Las leyes pasan, unas sustituyen a otras, pero los problemas se perpetúan durante decenios. Llegado a este punto, ¿cuáles son los cambios más urgentes que precisan en la actualidad las universidades españolas? Su contexto está marcado por la complejidad creciente de la investigación y las expectativas que los ciudadanos tienen depositadas en el quehacer universitario (como los avances relacionados con la salud, tal como ha ocurrido con la covid y otras amenazas de potenciales epidemias, o con el cambio climático y el devastador efecto de la contaminación). A esos condicionantes desde fuera del ámbito universitario se suman impulsos renovadores de las universidades provenientes de otros lares europeos. Tal es el proceso de creación de las denominadas universidades europeas desde 2017, como embrión de una nueva forma de entender la universidad: multicampus internacionales, con alianzas fundadas en la excelencia científica y la capacidad de acometer los complejos proyectos de investigación que la Unión Europea debe emprender. Otro referente es el Programa de Excelencia Universitaria que desarrolla Alemania desde 2019.
Un primer grupo de problemas surge de los obstáculos que impiden la correcta evolución del sistema universitario, cuyas capacidades investigadoras marcarán su posicionamiento internacional. Me refiero fundamentalmente a las universidades públicas y no a algunos centros privados, creados en los años recientes, cuya actividad investigadora es meramente residual, por lo que divergen de la esencia universitaria. Estos apenas merecen el nombre de “academias” y, a pesar de sus cuidados campus, son un claro ejemplo de la precarización de un sistema universitario, como ocurre en el caso de la Comunidad de Madrid.
El primer déficit se halla en los recursos destinados, la financiación insuficiente de la que se viene hablando desde finales del siglo pasado. Casi todos los responsables de la política universitaria, en el Gobierno central o en las comunidades autónomas, lo han hecho con reiteración, lo siguen haciendo todavía. Un dicho del rico refranero de la lengua castellana se ajusta bien al asunto: mucho te quiero perrito, pero pan poquito. Bien puede aplicarse a la cuestión de la financiación universitaria, aunque no sería justo meter a todos los gobiernos en el mismo saco. Mientras los conservadores han tenido habitualmente una visión desconfiada sobre la labor de los campus, considerándolos como hostiles, los progresistas han mantenido, al menos, una actitud dialogante en la búsqueda conjunta de mejoras económicas.
Pero la universidad pública no puede permanecer a la espera de un escenario económico más favorable para animarse a corregir deficiencias. ¿Cuál sería la evolución del sistema universitario viable y aceptable? Puede decirse que, en cuanto a su marco normativo, el sistema universitario en España es homogéneo: instituciones gobernadas por normas semejantes, con profesores que reciben salarios similares y con ofertas académicas parecidas en su forma. Sin embargo, bien sabemos que la práctica no es así de homogénea, y hay diferencias notables entre universidades consideradas por la ciudadanía como punteras y otras que se encuentran cómodas y satisfechas con sus resultados académicos. Las primeras, con relativa frecuencia, expresan su frustración porque no les dejan evolucionar como les agradaría: gobernanza menos sometida a normas rígidas, participación en alianzas internacionales según el modelo de las universidades europeas, ser más atractivas para incorporar buenos profesores e investigadores.
Quizás, la mejor forma de encajar las piezas pueda consistir en aceptar un cierto carácter binario del sistema universitario, formado en el futuro por dos tipos de universidades. Unas orientadas a la investigación competitiva internacional, participantes en los grandes proyectos que Europa deberá impulsar. Un segundo tipo de universidades correspondería a la evolución del modelo actual, sobre el que descansa el espectacular progreso habido en la sociedad española en los últimos cuarenta años. La formación de capital humano, innovador y creativo, que haga progresar su entorno y eleve el nivel de vida de los ciudadanos.
Otro cambio fundamental ha de consistir en el tránsito de la enseñanza universitaria a la que, con propiedad, debería denominarse educación universitaria, y hacer de la docencia el más hermoso oficio que existe. Los buenos profesores son aquellos que impregnan de espíritu crítico los conocimientos y las habilidades que transmiten a sus alumnos; no hay una buena educación si no es crítica. Si carece de esa cualidad es adoctrinamiento, simple instrucción.
Ello replantea la formación pedagógica del buen profesor, su conocimiento de las metodologías educativas de carácter activo. También la creación de canteras de futuros profesores, tan importantes actualmente por el elevado número de profesores que ahora se jubilan y por mayores exigencias de capacitación en quienes los reemplazan. La búsqueda del mejor talento debería corresponder a programas estatales y autonómicos para su captación.
Los buenos profesores deben fomentar la relación cercana, informal, con sus alumnos, menos acartonada y menos formalista; hay bastante que aprender al respecto de los campus norteamericanos. Asimismo, la docencia ha de estar centrada en el estímulo de la creatividad de sus estudiantes, menos inquietos con exámenes y calificaciones.
En su artículo ¡Adentro!, publicado en 1900, Unamuno aconsejaba a un joven lector: “Más te vale que se pierdan tus palabras en el cielo inmenso a no que resuenen entre las cuatro paredes de un corral de vecindad”.
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