Tribuna

¿No debería la universidad enseñar a leer, a escribir y a exponer en público?

Dedicar un espacio en el currículo a estas actividades puede ser un elemento fundamental para que nuestro estudiantado salga de la pasividad a la que la institución escolar —desde la primaria a la universidad— le condena

Una mujer lee un libro electrónico.Alex Onciu

Antes que nada, aclaro que el título de este texto se refiere a comprender textos relativamente complejos (libros, fundamentalmente), escribir desarrollando un argumento y presentarlo y defenderlo en público.

En los planes de estudio de las áreas de ciencias sociales y de humanidades de las universidades hay un claro predominio de la docencia basada en asignaturas. Hay pocos créditos en los que los estudiantes puedan disfrutar de un amplio nivel de autonomía. Este podría ser el caso de los ...

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Antes que nada, aclaro que el título de este texto se refiere a comprender textos relativamente complejos (libros, fundamentalmente), escribir desarrollando un argumento y presentarlo y defenderlo en público.

En los planes de estudio de las áreas de ciencias sociales y de humanidades de las universidades hay un claro predominio de la docencia basada en asignaturas. Hay pocos créditos en los que los estudiantes puedan disfrutar de un amplio nivel de autonomía. Este podría ser el caso de los Trabajos de Fin de Grado (TFG). La otra “asignatura” en la que los estudiantes podrían tener mayor libertad son las prácticas externas. A diferencia de los TFG, tales prácticas no son obligatorias en todos los grados.

Tal y como están conformados los planes de estudio, no se termina de ver dónde estarían los tiempos —o, si se quiere, los créditos— que pudieran asegurar que los estudiantes salen del grado habiendo leído unas cuantas decenas de libros tanto clásicos como actuales —en todo caso, poco menos que imprescindibles—. Parece difícil que en las 150 horas dedicadas a cada asignatura semestral se pueda desarrollar su programa y se asigne un tiempo para la lectura y comentario de libros o de textos largos, y la subsiguiente evaluación de tal actividad.

Lo mismo cabría decir sobre el aprender a escribir coherentemente, a desarrollar un argumento y a exponerlo en público. Es verdad que todo ello quizás se haga en algunas asignaturas. Sin embargo, en grupos en los que lo habitual es contar con más de 50 estudiantes, se antoja un tanto difícil que un profesor pueda asumir la ciclópea tarea de coordinar lecturas y de asesorar en la elaboración y presentación de trabajos. Su presentación y defensa en público es fundamental. Hoy en día, cualquiera puede conseguir uno de estos trabajos recurriendo a sus compañeros o simplemente encargándolos en un mercado de TFG y de Trabajos de Fin de Máster cada vez más amplio.

En definitiva, la configuración de nuestros planes de estudio no garantiza que el estudiantado haya leído (y analizado y discutido) un mínimo, pongamos, de 40 o 50 libros a lo largo de su formación. Esto se podría solucionar si en cada curso se asignaran seis créditos para algo que podría llamarse club de lectura, de modo que en grupos reducidos se comentaran libros con la ayuda de un profesor.

Los tiempos asignados a la lectura son una ocasión de oro para la reflexión autónoma y para la contrastación de puntos de vista. Por otro lado, cada asignatura debería promover la lectura, quizás más de artículos científicos y de capítulos de libros. Aquí cabría incluir la lectura de artículos de la prensa generalista. Al fin y al cabo, este tipo de prensa contiene la descripción y, sobre todo, el análisis del presente (apunto que es una pena que, a diferencia de lo que ocurre en otros países, no se ofrezcan suscripciones con precio reducido para los estudiantes universitarios).

Algunos planes incluyen asignaturas referidas al desarrollo de técnicas de expresión oral y escrita. No está mal. Sin embargo, el movimiento se demuestra andando. Lo que desde aquí propongo es que tales técnicas deberían desarrollarse al hilo de la escritura y presentación de trabajos o pequeñas investigaciones a cargo de los estudiantes. Debería haber un TFG —obviamente, con otro nombre puesto que no sería una actividad de fin de grado— de seis créditos en cada año. No es de recibo que nuestros estudiantes se topen de buenas a primeras en el último curso con una tarea como es el TFG cuando a lo largo del grado no han sido preparados para una labor que exige saber manejar la información, haber leído abundantemente y exponer y debatir en público.

Puede resultar de interés ojear algunos de los contenidos del plan de estudios del Bachelor in behavior and social sciences (impartido en inglés) del muy elitista Instituto de Empresa. En el primer curso se ofrecen asignaturas como Learning to Observe, Experiment & Survey, Data Insights & Visualization, Simulating and Modeling to Understand Change, The Big History of Ideas and Innovation, Writing Skills y Presentation Skills.

Es más que sabido que buena parte del estudiantado que se matricula en las áreas aquí consideradas no suele tener una brillante trayectoria académica previa. No obstante, el alumnado que llega a la universidad empieza una nueva etapa en la que su profesorado nada sabe sobre su desempeño escolar anterior: el efecto Pigmalión para el estudiante individualmente considerado ha desaparecido. Es decir, se abre un nuevo periodo en el que sería esencial depositar en nuestros estudiantes altas expectativas —justamente lo contrario de lo que, me temo, viene siendo habitual ahora—. Para ello, sería preciso ofrecer un grado en el que lo esencial fuese el crear un escenario —del que el plan de estudios es un elemento más— en el que cada alumno pueda desarrollar su propia interpretación del mundo, en el que se convierta en un profesional polivalente y en un ciudadano plenamente comprometido con la democracia.

El hecho de contar en cada curso con créditos para la lectura y debate y para la escritura y presentación oral de trabajos puede ser un elemento fundamental para que nuestro estudiantado salga de la pasividad a la que la institución escolar —desde la primaria a la universidad— le condena y sea capaz de intervenir en clase con fundamentos sólidos. Si reducimos el grado a una mera suma de asignaturas en donde lo importante es alcanzar los 240 créditos que dan acceso al título, no estaremos garantizando que nuestros universitarios sean realmente pensadores autónomos.

Con una propuesta como la aquí planteada sería posible una educación de élite para todos —si se me permite el oxímoron— y no solo para quienes estudian en ciertas universidades privadas —de España o de otros países— o para los que se matriculan en los grados —y dobles grados— en los que se exige una nota de acceso cercana al máximo de 14 puntos.

Crear un público lector capaz de interpretar autónomamente el mundo y con capacidad para debatir en público es clave para la democracia.

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